miércoles, 4 de marzo de 2009

Gabriela Wiener y Emilio Bustamante vieron La teta asustada

Aunque recién este 12 de marzo se estrena en las salas limeñas la película ganadora del Oso de Oro, La teta asustada de Claudia Llosa y protagonizada por Magaly Solier, ya han salido algunas críticas importantes. Las considero importantes puesto que estos críticos, Gabriela Wiener y Emilio Bustamante, han visto la película en España. Este detalle aleja sus críticas de aquellas fundadas en prejuicio y el resentimiento que han invadido los blogs peruanos en estas últimas semanas. Si desean enterarse un poco sobre este debate de prejuicios y a veces ideas y argumentos atendibles pueden visitar el blog de Gustavo Faveron, Puente aéreo, en el cual se dedica más de una entrada a este tema. Desde un comentario de trabajos académicos sobre Madeinsusa hasta un folclórica antología de los principales prejuicios que con tolerancia Faveron permite en la sección de comentarios.


Para quitar el susto


La teta ha asustado a muchos. La teta impone. A algunos les asusta que la película toque a sus cholos sanos y sagrados, a otros les asusta que no esté ahí retratada la verdad sobre el drama de la violación de las mujeres durante las décadas de violencia en el Perú, hay a quienes les asusta que la directora peruana más exitosa del momento sea rubia, tenga ojos azules y sea sobrina de Vargas Llosa, hay muchos otros a los que realmente les asusta que pueda ser una buena película y hasta hay algunos a los que les asusta la posibilidad de que sea mala.


Yo fui a verla también un poco asustada, sobre todo después de leer las polémicas en los blogs peruanos que estaba llenos de opiniones de gente que no la había visto. Fui a verla con mi hermana que es la compañía perfecta para ir al cine y para ver La teta asustada, pese a que es antropóloga y pese a que trabajó para la Comisión de la Verdad. Y digo “pese” porque un curriculum así podría hacer presumir lo peor. Un científico social podría decir en cualquier momento: “esto no es así” o “esto no sucedió” y aguarme toda la diversión. Sin ir muy lejos, Madeinusa fue al paredón por algo parecido a su falta de compromiso con la realidad. ¿De qué no podrían acusar los adictos a la sociología barata a una cinta que trata el tema de las secuelas más íntimas del conflicto interno?


Pero mi hermana no es de ese tipo de gente. Así que las únicas voces que escuché fueron las (horribles) voces en mi cabeza: a mí no me van a dar gato por cuy en lo que a mundo andino se refiere, mi viejo escribía sobre agro, mi mamá hacía pagos a los apus, una vez chacché coca con un brujo en el lago Titicaca y fui al entierro de los ocho periodistas.


Pero Llosa se había colocado nuevamente en un lugar incómodo desde donde narrar y cuestionar lo narrado, y haciéndolo nos había colocado a todos los espectadores en ese mismo delicado lugar. Y que por eso mismo, y no solo por eso, me pareció que era la mejor película peruana que había visto nunca. Y la mejor película sobre el Perú que había visto, pero una película que es sobre el Perú tanto como las películas de Ripstein son sobre México o las de Berlanga sobre España. Es decir, una película. Llosa no intentaba hacer un tratado etnográfico, intentaba contarme una historia, con una mirada (porque la película tiene una mirada) que penetraba con sutileza y lucidez en nuestros asuntos más dolorosos.


Claudia Llosa trabaja con este material en bruto de historias vivas –como la anécdota de la supuesta enfermedad de “la teta asustada”, un extraño mal que aqueja a las hijas de las mujeres violadas durante la guerra, testimonio que ha sido recogido, según la directora, por la Comisión de la Verdad- con el mismo celo con que la protagonista de su primer largometraje, la niña Madeinusa, guardaba las baratijas femeninas que pertenecieron a su madre prófuga y con el mismo deslumbramiento con que abría la maleta y se ponía a jugar con ellas frente al espejo. Así Llosa se apropia de antiguos y modernos fragmentos de mitología local y universal, fragmentos de realidad y fantasía, de memoria personal, colectiva e histórica, todo lo que está en la maleta sensible de la autora, para reutilizarlos y reinterpretarlos poéticamente. Poco importa si esos ataúdes pintados con los colores de la U o de la Alianza que le ofrecen a Fausta para enterrar a su madre en realidad existen o si los creó la pintora Susana Torres. Lo importante es que podrían existir.


Para seguir leyendo la crónica de Gabriela Wiener, hagan clic aquí.


La teta por Emilio Bustamante


La película se inicia con la pantalla en negro y una canción en quechua. La imagen emerge: la voz corresponde, a una anciana indígena moribunda que relata cantando desde su lecho la violación de la que fue víctima varios años atrás, durante la guerra interna. El primer plano de la anciana deja ver apenas una parte de la almohada y el respaldar de madera pintada de la cama. Fausta entra al encuadre, también cantando en quechua, en un susurro, y cambia luego los versos por palabras de cuidado y cariño hacia la anciana, que es su madre. Cuando se hace el contraplano descubrimos en la enorme ventana abierta a un pueblo joven; hasta ese momento habíamos creído que la acción transcurría en la sierra. Con notable capacidad de síntesis, la narradora nos ha hecho recorrer, imaginaria y emotivamente, tiempo y espacio sin cambiar de escena. La cámara se acerca a Fausta con el fondo del paisaje en la ventana, mientras que por los gestos y palabras de la joven comprendemos que la madre ha muerto; visualmente la ciudad parece llamar a Fausta, quien comienza a desprenderse de la madre y a entrar en el mundo.

No obstante, esta suerte de proceso de individuación será difícil. La muerte de la madre da inicio a un duelo; pero Fausta, en realidad, siempre ha vivido en duelo. Sufre la enfermedad de la teta asustada. El terror experimentado por la madre durante la violación se ha transmitido por la leche a la hija. Se comenta que el alma de Fausta huyó de ella espantada y se escondió bajo la tierra. El miedo y la pulsión de muerte se manifiestan en el rostro y las maneras del personaje, pero adquieren una simbología concreta: se hallan físicamente representados dentro de su cuerpo. A los pocos minutos de iniciado el filme nos enteramos de que Fausta lleva una papa en la vagina para evitar ser ultrajada como su madre. Con la papa, Fausta pretende impedir la violación, pero en realidad la mantiene presente. Cuando la papa empieza a germinar en su cuerpo, ella corta los brotes como si cortara las uñas o los pelos de un cadáver. La papa es un cadáver; Fausta conserva a la muerte dentro de sí. Sigue vinculada al pasado doloroso que le impide integrarse al mundo emergente que la rodea.

La clave baja de iluminación le da a la película una atmósfera mortuoria constante. Es verdad que aparentemente se buscaría un contrapunto entre la vida y la muerte a lo largo del filme: la fiesta y el duelo, los alegres matrimonios que organiza la familia de Fausta y el cadáver insepulto de la madre, el vestido de novia sobre la cama y el cuerpo embalsamado debajo, la piscina en el lugar destinado originalmente a la tumba; pero incluso las situaciones humorísticas o festivas son disforizadas por la fotografía en claroscuros, el plano (lejano) o la cámara (fija o en movimiento lateral lento) que siempre encuentra a la protagonista en un término más próximo o la descubre mediante la composición del encuadre, imponiendo su gesto temeroso y abatido. Las fiestas y las situaciones humorísticas, además, no son del todo logradas porque la mirada lejana y desapegada tiene también el efecto de ridiculizar las costumbres de los personajes; no permite que el espectador disfrute las acciones desde dentro sino que apenas se ría de ellas.

En cuanto protagonista, Fausta tiene una misión: enterrar a su madre en su pueblo, pero carece de los recursos económicos para ello. Deberá entonces salir al mundo para conseguirlos. Es así como se emplea de doméstica en la casa de Aída, una pianista de clase alta. La casa de Aída nos hace reparar en la representación de la ciudad que hasta el momento hemos visto: Lima es un pueblo joven lleno de inmigrantes con costumbres pintorescas. La casa de Aída está rodeada por esa Lima (a su puerta se ve un mercadillo); sin embargo, semeja una fortaleza con un inmenso jardín, fachada neocolonial y mobiliario colonial, y cuando desciende la puerta automática es como si se cerraran los ojos y los oídos de una clase: no se ve más el entorno ni se le escucha. La relación de Aída con Fausta podrá ser leída a partir de esta escenografía, asimismo, como de carácter colonial: al percatarse Aída de cierta cualidad de Fausta, la explotará como un recurso.


Para continuar leyendo la crítica de Emilio Bustamante, hagan clic aquí.


1 comentario:

Anónimo dijo...

Toda reflexión por muy burda que parezca es interesante Gabriela y no necesariamente tiene que ser polémica.
Me gustas más cuando hablas de sexo y coito vaginal.
Lo que puedo percibir de tu ¿crítica? hacia esta santa película me demuestra que le tratas de encontrar el gusto de la manera más febril y apuestas por lo netamente académico sin ir al asunto en cuestión: ¿Ofende o no ofende esta película? ¿se parece al Gregorio de los 80'?
Terminé de leer este artículo y no encontré esa respuesta.
A propósito del chiste: No por haberte metido a la boca hojas de coca o tener un agro padre o ramas de ruda sobre el cuerpo ya puedes decir que conoces la identidad andina. No es tán fácil como lo plantéas mi estimada.

Chinasklauzz