jueves, 24 de febrero de 2011

Apuntes sobre el acto de escribir

La primera vez que escribí un cuento fue un acto espontáneo que me atrapó por varias horas y de la que salí agotado, sorprendido y, por supuesto, feliz después de haber colocado el punto final. El vapor de esa experiencia vertiginosa me alcanzó todavía para algunos cuentos más.
Pero mi vida feliz de adolescente escritor en ciernes terminó a los pocos días, cuando volví a mis primeros cuentos terminados para darles algunos toques finales y, también, por qué no, lo confieso, para simplemente para sentirme feliz leyéndolos. Digo que la vida feliz terminó porque mientras iba releyendo esos cuentos, que me habían estremecido cuando los escribía, en ese nuevo momento más bien iba encontrándoles imperdonables errores, incongruencias de las que no me había percatado la primera vez cuando la escritura era, sobre todo, un arrebato divino.
Me quedé por un largo rato abochornado y sin ganas ni de hablarme. La brecha entre lo que había querido contar y lo que aparecía en el papel era, en verdad, abismal. En otros casos, no era solo eso, sino que las mismas historias que, inicialmente, me habían parecido sugestivas, para entonces me parecían insulsas y vergonzosas.
Entonces se fueron al tacho las vidas amorosas de Michael y Katherine porque se parecían demasiado a una telenovela que había estado mirando por culpa de mi mamá. Hice pedazos el original y las dos copias en papel carbón en donde narraba la miseria de un niño pobre. La verdad, más que pena, el personaje incitaba desprecio porque su vida parecía el argumento de una película hindú de esas que aún daban en el cine Tacna de aquellos tiempos. Solo sobrevivió a la masacre El alfa y el omega de un amor, que era la historia de la bella Diana que, en el fondo era Isabel, mi primer amor. No tuve corazón para romper aquella mala historia porque aún tenía la esperanza de que Isabel regresara a mi vida, igualito que lo hacía Diana en la parte final del cuento.
Tal vez desde aquella época, la escritura se volvió un acto muy difícil, se convirtió en una batalla de la que no siempre salía bien librado. Había entendido que un cuento, así como una novela o una obra de teatro, no era el resultado de un acto espontáneo o de un arrebato estimulado por las musas. Era el producto que se obtenía después de arduo trabajo de composición en donde había que mezclar en exactas proporciones las palabras y lo hechos de manera que alcanzara una forma sólida y que lograra una existencia verosímil más allá de las subjetividades de su autor.
Después, el destino de una historia ya depende de otras razones. Por ejemplo, de la posibilidad de darlo a conocer, y aun así, si pudieras darlo a conocer, la consolidación de esa historia está sujeta a muchas otras variables. No obstante, para un escritor lo primordial es haberle dado al relato el suficiente carácter como para que tenga la personalidad suficiente de moverse en el mundo por su cuenta. Digo - haciendo una trillada comparación - un cuento ha de ser como un hijo que seguro tiene mucho de ti, pero que a la vez, alcanza a ser alguien distinto de ti.

Por cierto, soy un escritor que ha escrito muy poco, mis más queridos amigos pregonan que soy un flojo escritor, y tienen razón, pero las razones por las que no he hecho de la literatura una exclusividad en mi vida ya será motivo de otro post.


martes, 22 de febrero de 2011

Marco Marcos habla sobre la Nueva gramática de la lengua española


Como tenía que ser, las propuestas de la nueva Ortografía de la lengua española editada a fines de diciembre han llegado a mi mesa de trabajo en un impactante libro de más de 600 páginas. Menuda tarea la que me toca por estas semanas porque la introducción del libro avisa que más que innovaciones, hay explicaciones sobre el porqué de tales y cuales las reglas que, en la edición anterior, carecían precisamente de explicación. Ni modo, habrá que leerlo con la calma y la atención suficiente.

No obstante, como los males no vienen solos, resulta que paralelamente a la nueva Ortografía de la lengua española, me ha alcanzado una tarea que venía escamoteando desde hacía algunos meses: la lectura de la Nueva gramática de la lengua española cuya edición principal sobrepasa las dos mil páginas. Existe otra un tanto más comprimida, pero igual de farragosa. Incluso, hay una más comprimida y más barata a la que solo faltaría ponerle gramática para dummies según algunos antipáticos entendidos. No importa, a mí me parece válida esta última edición comprimida con tapa de cartón bastante delgado.
No me atrevería a aseverar que todo escritor debe informarse sobre las recientes modificaciones ortográficas. Después de todo, hay escritores que piensan que la grandeza de sus trabajos está en la irreverencia de sus construcciones gramaticales y en el desacato a las reglas ortográficas. No obstante, pienso que todo acto de reconstrucción (verbal en este caso) implica un previo conocimiento de las propuestas anteriores. Aquellas construcciones verbales que esconden sus desaciertos con la excusa de estar innovando me parecen, más bien, obras de poca solidez y de ninguna trascendencia salvo para el propio creador encerrado en su insulsa vanidad.
Sin embargo, si entendería por completo a quienes se excusen de darle una mirada a la Nueva gramática del español que, eso sí, a pesar de las interesantes propuestas de análisis gramatical que me va insinuando, pienso que debe ser un plomo sobre la cabeza para quien no le llame la atención la descripción de las estructuras gramaticales. En mi caso debo leerlo, sin más excusas, porque una parte de mi vida la ocupa la enseñanza de cursos de redacción, y, ni modo, habrá que enfrentar al toro.
Es dentro de este contexto de atmósfera morfológico sintáctico que encuentro unos datos interesantes, tanto sobre la Nueva gramática del español, como sobre los peruanos que participaron en su redacción, así como la historia de nuestra Academia Peruana de la Lengua. Todo esto en boca del presidente de la Academia, el querido profesor y poeta Marco Martos.


miércoles, 9 de febrero de 2011

La ortografía y el amor

Recuerdo que del primer cuento que envié a un concurso literario (original y tres copias, con seudónimo, y correctamente foliados), una copia me fue devuelta luego de que se conocieran los resultados. Por supuesto que no gané ni siquiera una mención. Les menciono la anécdota, más bien, para destacar la calidad docente de algún miembro del jurado que se había tomado el trabajo de señalarme todos los errores de ortografía que debilitaban mi cuento. Los había señalado con un plumoncillo rojo, y eran tantos, que las hojas parecían sangrar.
Desde allí, mucha agua ha pasado bajo el puente; no obstante, aprendí la lección: la fallas de ortografía también son fallas de creación. Sin embargo, no tengo una ortografía perfecta, y no la tengo porque trabajo sobre una lengua tan viva y palpitante como el castellano, y esta dinámica de la lengua hace que nada sea constante, que sus normas ortográficas estén sometidas a una constante evaluación, que cada cierto tiempo caiga un bombazo normativo que altera lo aprendido, y que, muchas veces, no se pueda recusarlas porque parecen modificaciones evidentes que tenían que hacerse. Claro, no siempre es así. Por ejemplo, ahora se ha armado la grande por la supresión de la tilde sobre la palabra guion dado que ha sido decretado solo como monosílabo. A algunos amigos españoles les parece inadmisible no pronunciar dicha palabra como bisílabo gui-on y, por lo tanto ponerle su tilde de aguda.
No obstante, entre esas idas y venidas, hay un principio llamado norma estándar que es como un fuerte que aguanta el vendaval de los cambios hasta que, definitivamente, deban cambiar.
Decía todo esto - y ya me estaba yendo por las ramas - a propósito de un tierno artículo escrito por Leila Macor que encontré en Castellano.org. Un artículo en donde nos habla de los puntos y comas y las tildes y las categorías gramaticales, pero dentro de un contexto gratamente emotivo. Cuando puedan, lean el artículo completo. Les dejo el enlace y un fragmento del artículo.

LA PUNTUACIÓN, LA SINTAXIS Y EL AMOR

Siempre que pongo un punto y coma sonrío. Me acuerdo de un amigo de mi hermano, a quien yo amaba como loca en mi adolescencia, que dijo una vez que un verdadero escritor se reconoce porque sabe usar el punto y coma. Por supuesto comencé a usar frenéticamente el punto y coma, aunque él nunca se dio cuenta de mi pericia puntuadora. Luego, en el colegio, escribía parodias de los poemas que estudiábamos en la clase de Literatura y las pegaba en la cartelera del salón, sólo para ver reír al chico del fondo que me gustaba y que no me hacía el menor caso, excepto cuando leía aquellas burlas gracias a las cuales yo existía un poquito para él. Me enamoré después de un hippie. En consecuencia, un ejército de gnomos, hadas y plagiados cronopios tomó por asalto mis cuadernos, que por fortuna hice desaparecer de la faz de la Tierra. Mi primer novio leía a Nietzsche: en aquel tiempo escribí herméticamente versos oscuros sobre simbólicas tarántulas que hoy día no consigo entender (y creo que en aquel momento tampoco).

El siguiente fue un poeta para quien el punto y coma era tan feo e inelegante como una factura de la luz, los dos puntos un recurso vulgar destinado a un recetario de cocina y los paréntesis una trampa que esconde la incapacidad expresiva del escritor. Así que punto y coma, dos puntos y paréntesis quedaron proscritos de mi escritura durante un par de años. Sólo después de mucho esfuerzo los logré reincorporar. Algunos de los hombres que me gustaron no eran lectores y simplifiqué mis textos; otros eran intelectuales y entonces los academicé, llenándolos de citas de Heidegger y Schopenhauer que tomaba prestadas de mi agenda. Una vez me enamoré de uno que amaba las oraciones cortas y las sentencias desadjetivadas; poco después me enamoré de otro que prefería el barroquismo y las descripciones delirantes: salté de Carver a Carpentier como quien cruza la calle. Después tuve un novio fanático de Rimbaud y de Baudelaire y yo me puse por tanto agresiva y negativa.


viernes, 4 de febrero de 2011

Los mandamientos para escribir cuentos, según Fernando Ampuero

Encuentro una interesante nota sobre el cuento en la revista Eñe que vale la pena rebotar en este blog. El escritor Fernando Ampuero compartió sus mandamientos sobre el cuento con los lectores de la revista. No dejó diez, sino doce, algo así como un dodecálogo. Aun cuando voy a dejarles el enlace para que lo lean a sus anchas, quiero anotar algunos que, a primera vista, llamaron mi atención.

"Los cuentos empiezan siempre con un sobresalto, gracias a algo (o alguien) que me deslumbra repentinamente, ya sea en medio de una charla de amigos o mientras conduzco el auto, solo y en silencio…"

Muchas veces - agrego yo - como un fogonazo, como una alucinación que ya no te deja en paz hasta comenzar a trabajar la historia. Claro, de allí terminar de escribirlo hay un largo trecho por recorrer

No me basta escribir correctamente. Las bibliotecas del mundo están repletas de libros «bien escritos». Necesito añadir algo más. Todo escritor tiene que descubrir en qué consiste ese añadido.

De acuerdo, un buen cuento es mucho más que una correcta redacción. Un buen cuento es esa grata coincidencia entre un tema y una original forma de contarlo.

"Escribo a diario. Y corrijo a diario. «Con resaca o sin resaca», tal como confesaba Hemingway acerca de este oficio de hechiceros".

¡Auch! Qué envidia, Fernando. Si te levantas pensando en escribir y lo haces, y antes de dormir sigues pensando en escribir, y de pronto, te arrebatas y lo haces: es que eres escritor. Algo así decía Rainer María Rilke.

En fin, denle una mirada completa al dodecálogo en el enlace de la revista Eñe. Y antes de terminar, anoto al paso algunos mandamientos que me impactaron sobre el cuento, escritos por otros autores. Por ejemplo, el gran Horacio Quiroga dijo:

"No empieces a escribir sin saber desde la primera palabra adónde vas. En un cuento bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la importancia de las tres últimas".

"Toma a tus personajes de la mano y llévalos firmemente hasta el final, sin ver otra cosa que el camino que les trazaste. No te distraigas viendo tú lo que ellos no pueden o no les importa ver. No abuses del lector. Un cuento es una novela depurada de ripios. Ten esto por una verdad absoluta, aunque no lo sea".

Y de Edgar Allan Poe – aun cuando hay dudas sobre la autoría de tal decálogo – se dice que dijo:

"La mayoría de nuestros cuentistas parecen empezar sus relatos sin saber cómo van a terminar; y, por lo general, sus finales parecen haber olvidado sus comienzos"

"En la manera habitual de estructurar un relato se comete un error radical... El autor se pone a combinar acontecimientos sorprendentes que constituyen la base de su narración, y se promete llenar con descripciones, diálogos o comentarios personales todos los huecos que a cada página puedan aparecer en los hechos... Por mi parte, prefiero comenzar con el análisis de un efecto. Me digo en primer lugar: de entre los innumerables efectos de que son susceptibles el corazón, el intelecto o el alma, ¿cuál elegiré en esta ocasión?"

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