jueves, 17 de diciembre de 2015

CUANDO PERDÍ UNA NOVELA


Acabo de entregarle, finalmente,  la versión definitiva  de mi   novela Dioses de Maranga a mi editor. Declaro que tuve ganas de quitársela inmediatamente.  Mi querido editor y amigo me cayó muy mal esa mañana. Pues mientras él recibía la copia de mi novela -  impresa y anillada – con la sobriedad  natural de un editor que le echaba una mirada a la cantidad de hojas, a la contundencia del título, a las posibilidades de una historia como esa entre los lectores, yo le estaba entregando varios meses de trabajo que – en las últimas semanas – se habían convertido en largas noches de obsesión y días de angustia.
Sin embargo, luego me di cuenta de que el asunto no iba por ese lado, y de  que mi apreciado editor tampoco tenía la culpa de nada. Él se comportaba como tenía que hacerlo. El que estaba complicado era yo quien – además de agotado por el proceso creativo -  aún no había revelado que me faltaba contar una  historia más.  Una  historia  mayor – como en la caja  china literaria – que vertebraba todos los demás hechos, incluyendo mi  reciente novela.

Pues bien,  para que mi reciente novela se independice totalmente de mí y tome el camino que le ha de corresponder,  creo que es necesario contar la historia completa, la que explique por qué me he demorado tanto en escribirla. Consecuentemente,  debo  cerrar esta etapa confesando que muchos años atrás, casi cuando todo comenzaba en mi vida literaria,  perdí  el manuscrito final de una novela en la  cual había invertido muchos meses, años de mi vida.  Esa experiencia desdichada fue tan impactante en mi vida que, desde aquella vez, no había logrado embarcarme en la redacción de otra novela. En los siguientes años, escribí cuentos, obras de teatro, libros académicos: algunos de estos tuvieron mejor suerte que otros; sin embargo, cada vez que intentaba reiniciar la aventura de escribir una novela, me envolvía el desánimo y, al poco tiempo,  abandonaba el proyecto.
Eso explica por qué la novela que le estaba entregando a mi amigo editor tenía un gran significado personal. Un valor que iba más allá del gran momento que siente un escritor cuando termina su obra, le agrega el consabido fin en la última página y llama a su editor para decirle que se acabó, que, por fin, terminó. En mi caso, el asunto tenía un valor adicional: me había recuperado de un trauma literario,  poco común, pero trauma al fin y al cabo.

¿Por qué tanta alharaca con la pérdida de una novela? Es más, ¿acaso no había por allí borradores del manuscrito con el que hubiera podido rearmar la historia con un poco de esfuerzo? Mejor aún, ¿no había archivos en la memoria de la computadora, y sabios en tecnología que pudieran rescatarla de entre los vericuetos de sus integrados? Y si no fuera así, ¿por qué no recomenzar valientemente la historia o, en todo caso, continuar con otras historias hasta que llegara el momento de volver reconstruirla? Ciertamente, son cuestionamientos bastante válidos. Los mismos que me fui haciendo a lo largo de los años, mientras mis queridos amigos me exhortaban a que escribiera, de una vez, una bendita novela que consolidara mi vocación literaria.
Pues, he aquí algunos hechos que quisiera compartir con quien esté teniendo la paciencia de leer  esta nota.  Confieso que, aunque parezca inverosímil y también estúpido, no guardé los borradores de aquella novela.  Sucede que había tanto de mí en aquella historia y me había metido tanto en ella que por mucho tiempo no hubo otra cosa más importante en mi vida. Al terminarla y recobrar la noción de mi realidad,  miré a mi alrededor y me di cuenta de  que el  pequeño cubil en donde escribía estaba inundado de papeles, y de otros desperdicios, de todos los desperdicios posibles.  Me  había llenado de tantos papeles, notas en hojitas de colores en las paredes, así como de revistas y de libros, y de fotocopias de revistas y de libros, y  también de tantos  otros desperdicios poco literarios que tuve un arrebato de limpieza.  Puse a buen recaudo  el original de  mi novela e inicié la limpieza general de mi pequeño cubil. No era la gran cosa, era un pequeño espacio en la azotea de una casa en donde me habían acogido, pero con la ventaja de que nadie me molestaba, siempre y cuando deslizara puntualmente  el monto de la mensualidad, en un sobre, por debajo de la puerta de la dueña.
Recuerdo que estaba tan liberado de  los personajes  de mi novela, de las locaciones en donde se había desarrollado la aventura, de las angustias que me había generado cada uno de ellos,  así como de los problemas que había tenido con  la estructura y hasta con la gramática.  Es decir, repito,  estaba tan aligerado,  que arranqué todas las notas de las paredes, estrujé todos los papeles sueltos que ya no dejaban ver ni mi cama, los metí en dos grandes bolsas negras y las dejé en la esquina de la calle, justo antes de que pasara el camión que recogía la basura. Cuando regresé a mi cubil, y coloqué en orden los pocos enseres que poblaban mi habitación, saqué mi novela de la gaveta y mientras bebía una copa de vino rancio, estuve un rato contemplando el manuscrito. Se titulaba La pensión cálida. Eran ciento diez páginas, en espacio simple,  que había encarpetado y enganchado en un fólder de cartulina amarilla.  Creía  que había escrito mi mejor novela.
Ahora que rememoro aquellos hechos y acepto que el tiempo ha ido diluyendo la intensidad de mi memoria, creo que quizás fue más la ilusión de un joven aspirante a escritor que una verdad irrefutable. Sin embargo, tampoco habría forma de comprobar, ni lo uno ni lo otro, porque la novela se perdió.

Eso explicaría entonces por qué no pude reconstruir la historia a partir de borradores que ya no tenía. Es evidente, también,  que ya hayan inferido que había escrito la novela principalmente a mano y que la haya redactado en una máquina de escribir mecánica. Claro que ya rondaban tímidamente las computadoras personales y los procesadores de texto, pero no con la contundencia de estos tiempos. Las más comunes eran computadoras de poca memoria,  de pantalla negra y letras en un naranja fosforescente. Aun así, era un lujo tenerlas y yo no tenía forma de darme esos lujos de la época.
Ahora bien, antes de exponer por qué no pude reiniciar la escritura de la novela apelando a la paciencia y la disciplina, debo contar qué significado tuvo para mí la susodicha  novela y cómo es que la perdí.  Fue de una manera tan banal que he demorado mucho en escribir esta nota,  precisamente, por la manera trivial como la perdí.
  
Definitivamente, hay muchas maneras de escribir una novela. Algunos métodos seguro más eficientes que otros.  Un apreciado amigo recientemente me explicaba que una novela era algo así como un edificio en donde todas las partes responden a la eficiencia de su estructura y de sus cimientos. Por lo tanto, la redacción de una novela requería, también, de un estudio previo, de una investigación que acumulara incluso más información de la que se iba a usar. Luego, era imperativo elaborar una estructura y una estrategia narrativa. Por supuesto que todo iba de la mano con la idea matriz que había despertado la inquietud por escribir la novela. Lo que algunos entendidos denominan el magma. A partir de esa materia informe, pero vívida, se trabajaba la estructura y la estrategia. Aun así, eso no significaba que todo fluyera naturalmente, pero aseguraba un trabajo más eficiente.  Sin embargo, he escuchado de otros modos de llegar a la culminación de un libro. En algunos de estos casos hay testimonios de que se llegaba a su final casi en agonía y, en otros, con una fluidez de fantasía.  Mi novela, La pensión cálida, había significado la culminación de una larga sesión de aprendizaje a través de lecturas, consultas, talleres y, sobre todo, implacables sesiones de escritura que buscaban poner en práctica lo aprendido. Y había algo más, algo que podría parecer mera pedantería, pero que está inherente en cada quien. La necesidad de darle una voz propia a mi literatura.  Por supuesto que  - de algún modo – un escritor es deudor de otro, y aun cuando lo neguemos, nos insertamos en una tradición literaria. No obstante, supongo que eso de la voz propia debería ser entendido como la búsqueda agobiante de los adolescentes en su intento de hallar su propio diseño de vida.
Creo que en aquella novela perdida, no solo había alcanzado el punto más alto de mis anhelos literarios, al menos para esa época; sino que me había imbuido en la exploración de mis propios demonios. Cada uno de mis personajes, jóvenes que vivían en una pensión muy cerca de la universidad Villarreal, representaba una faceta del mundo como lo entendía (o como quería entenderlo). Lo mismo significaba Isabel, la meretriz, cuya historia era la simbolización de lo que en esos tiempos entendía por decadencia. Cuando todos los personajes, a través de los vasos comunicantes que había planteado,  llegaron a confluir en el núcleo del conflicto, sentí que había tocado el borde del universo. Comprendí que había nacido para escribir. Como ya dije, no sé cómo evaluaría esa novela si la tuviera ahora entre mis manos. Es probable que hoy le estuviera encontrando decenas de defectos atribuibles a la juventud e impericia de un escritor novato, pero la frustración de no haberla visto convertida en un libro para que discurriera por donde le correspondía, me ha dejado la idealización de que había escrito una gran novela, y que en ella había dejado casi todo lo que tenía. Recuerdo que me sentí totalmente extenuado por muchos días.

Y como estaba contento de haber exorcizado todos mis demonios interiores, tuve la infeliz idea de salir a reencontrarme con la realidad. Para ello, me cité a beber unos tragos con algunos amigos ocasionales que nada tenían que ver con la literatura. Después de todo, creí estar en mi derecho. Además de que era una buena manera de realimentarme de experiencias que me permitieran reiniciar mi proceso creativo, creo que eso pensé. Sin embargo, antes de reunirme con los amigos en un bar del Centro de Lima, había planeado pasar por un centro de digitación para que pasaran mi novela al mundo virtual de la computadora. Iban  digitarlo en el fascinante procesador de textos llamado word perfect y me iban a entregar mi libro en dos disquets, uno original y otro de respaldo. Como entenderán, estaba tomando todas las previsiones del caso. No obstante, el destino me tenía preparada una jugada siniestra. Esa tarde, el centro de digitación había cerrado temprano por un rumor de bombas. No olvidemos el  dramático contexto histórico de aquella década ni la atmósfera sombría en la que se vivía. Como no había de otra, guardé La pensión cálida en un cartapacio de cuero que había conseguido y me encaminé al bar en donde me aguardaban los amigos. Era un bar de mala muerte, de mesas  y sillas de madera vieja y húmeda. Ciertamente –  y no estoy usando clichés  literarios – había aserrín desparramado por el suelo y los mozos usaban unas telas de costalillo blanco como mandiles. Es más, sí había una rockola que solo tocaba boleros de cantina. Pedimos cervezas y más cervezas. Guardé mi cartapacio en una silla desocupada, sin miedo a los ladrones porque nos habíamos sentado en el lugar más apartado del bar, y me sumergí en la conversación, en  los tragos, en la borrachera.
No recuerdo más, no quisiera acordarme de algo más. Sencillamente dejé olvidado el cartapacio en la silla vieja de aquel bar y salí con los amigos en busca de una noche de más tragos. Al día siguiente, aún con la resaca de la noche anterior, busqué la novela en mi mesa, en mi cama y en todos los lugares posibles para un cuarto tan pequeño. Luego fui recordando mi itinerario nocturno. Con el corazón atolondrado regresé al bar y, por supuesto que no tenían la menor idea de lo que buscaba. Además – me lo dijeron atropellada y amenazadoramente – el bar no se hacía responsable de los objetos perdidos. Esa mañana, entre el malestar de la resaca y el dolor por mi novela perdida, recorrí, como un moribundo que recoge sus pasos antes de morir, todos los lugares que mi memoria recordaba. Por varios días seguí indagando con cada uno de los amigos que habían bebido conmigo, y hasta con los que no habían estado esa noche conmigo. Les conté a muchos que había perdido una novela inédita y, la verdad, pocos se identificaron con mi pena. Después de todo - seguro pensaron -  era una novela. En su defensa, debo recordarles que aquellos amigos no tenían mayor relación con la literatura. Por lo tanto, entendían que la pérdida de una novela llegaba a ser tan grave  como haber perdido unos planos. Después de todo, se podían volver a diseñar. Pasados los días de luto, cuando intenté reconstruir la novela, lamenté haber botado todas las notas en mi arrebato de limpieza. Solo encontré un fragmento de dos párrafos y el boceto con el rostro de Isabel que le había comprado a un dibujante callejero totalmente extasiado por la imagen al carbón de una mujer de nariz respingada, grandes ojos y mirada triste. No tenía nada más. En las siguientes semanas, cada vez que intentaba recomenzar, me invadía la sensación de cansancio y de soledad como no la había sentido en años.

Han pasado años de aquella experiencia, demasiados años. Todo en un abrir y cerrar de ojos. He seguido escribiendo, nunca con la dedicación con la que hubiera querido o como lo han hecho algunos amigos  admirables, pero he escrito y  he caminado siempre muy cerca de la literatura. Como muchos, le he restado tiempo a muchas ocupaciones y compromisos por estar cerca de ella. Pero, confieso, había fallado siempre que intentaba regresar a la novela. ¿Justificable tal actitud? Seguramente no, pero ni modo.

Por eso, cuando llegué a escribir la palabra fin en la última página de mi novela Dioses de Maranga, sentí que recién había cerrado un capítulo un tanto insano en mi vida literaria. Y por eso tuve ese arrebato de molestia con mi editor. Aunque lo mejor de todo hubiera sido contarle tranquilamente esta historia en medio de unos tragos. Por supuesto, con la novela totalmente protegida en alguna nube virtual, por si acaso.

miércoles, 16 de diciembre de 2015

CIA PERÚ, 1985, EL ESPÍA SENTIMENTAL, de Alejandro Neyra (Comentario)






Hace algunas semanas tuve la oportunidad de leer la reciente  novela de Alejandro Neyra, CIA Perú, 1985, El espía sentimental, una secuela de su anterior obra, la  que llevó por título CIA Perú, 1985, Una novela de espías y que resultó ganadora del Premio Novela Breve de la Cámara Peruana del Libro 2012. Sin embargo, mis múltiples obligaciones de fin de año como profesor me mantuvieron  ocupado, casi sin tiempo para otras actividades reconfortantes, como la de reseñar una novela que me resultó muy grata.
Como ya he anotado, Alejandro Neyra, escritor y diplomático peruano, ya había publicado una interesante novela,  CIA  Perú, 1985. Una novela de espías en 2012,  a través de la Editorial Estruendomudo. En dicha obra presentó,  en clave de parodia, una trama en la que un espía austriaco, Malko Linge, llegaba al Perú – en los momentos más difíciles de aquella década -  para eliminar a  Abimael Guzmán, cabecilla del grupo terrorista Sendero Luminoso.  La premiada  novela, que  fue escrita desde la perspectiva de un joven diplomático, tuvo varios méritos. Por un lado, ser entendida como  un acertado fresco histórico de esos duros momentos que nos tocó vivir y, desde  otro punto de vista, ser valorada como en una de las pocas obras  peruanas que merodeaban el género de las novela de espionaje, aunque, claro, habría que recalcar el tono paródico con el que Neyra planteaba su historia.
Ahora bien, en CIA Perú, el espía sentimental, la historia vuelve a contextualizase en esos estremecedores años.  Por supuesto, el espía internacional Malko Linge y el diplomático siguen siendo la columna vertebral de la novela. Esta vez, el objetivo del espía austriaco ya no es Abimael, sino Alan García.   Y esto por encargo de la CIA que ha decido intervenir porque sus analistas han llegado a la conclusión de que el joven presidente podría convertirse en un dolor de cabeza para los intereses norteamericanos. La misión es encargada a Linge, dada su experiencia en general y, definitivamente, por su conocimiento de la realidad peruana. El objetivo es investigar, evaluar y – de ser necesario – urdir la manera de derrumbar al impetuoso e inestable presidente.  Para ello, Malko Linge hace contacto con  su antiguo amigo, el joven diplomático que languidece en las oficinas de la Cancillería peruana. En este nuevo encuentro, la  amistad entre el espía y el diplomático se agrieta profundamente. El primero descubre los entresijos y los pasajes oscuros por donde se debe mover Malko Linge. Todo ello, más la debacle generalizada que se vive en el Perú de estos tiempos, lo llevan hacia un profundo desencantamiento.
Para que todo ello ocurra, en la novela se suceden una serie de hechos que oscilan entre datos fidedignos de la época con una ristra de “leyendas urbanas” que se han mantenido en el imaginario popular hasta el presente. Aquella que habla del presidente García rondando las calles nocturnas de Lima en una moto o esa otra que especulaba que en la antigua casa Matusita, una vieja construcción entre la avenida España y Garcilaso de la Vega, o había fantasmas o, más sospechoso aún, se camuflaban centros de espionaje norteamericano.
Alejandro Neyra logra conjugar, acertadamente, estas especulaciones con situaciones cotidianas que se vivieron en aquella aciaga época: cortes de luz, de agua, escasez de alimentos; escenas de la vida diaria que transcurrían bajo la luz de velas; desasosiego, decepción y, sobre todo, violencia y debacle económica. Es en este contexto - que genera una atmósfera sombría - en donde se desarrolla esta novela de intriga a la peruana. Aun cuando dicha novela de intriga tenga un tratamiento de parodia que – inteligentemente – la exime de un análisis de género y le permite ser asimilada con un tono de humor que la hace ligera y de  lectura muy agradable.
A pesar de que la novela ya tiene un buen tiempo en circulación, y quizás ya no sea tan común  encontrarla en las primeras filas de los estantes en las librerías (como suele suceder),  los invito a buscar, leer y disfrutar la reciente novela de Alejandro Neyra.