domingo, 16 de octubre de 2016

Obra del pintor Ramiro Llona (Grandes Formatos) en el MAC. Lima (comentario)



Una apreciada amiga me invitó a la presentación de la obra del pintor Ramiro Llona. Grandes Formatos 1986 – 2016 que se inauguraba esa noche en el MAC. Lima. Lamentablemente mis asuntos laborales no me lo permitieron. Perdí la oportunidad de escuchar - de palabras del mismo artista – algunos comentarios que siempre caen muy bien cuando de arte contemporáneo se trata, más cuando la tendencia del pintor es expresionismo abstracto y, más todavía, cuando concurrentes rezagados, como este Escribidor, aprecian la plástica, ciertamente con una sincera admiración, pero con muy poco conocimiento teórico.  
Y es que observar un cuadro con calma logra – en un momento dado – capturar  al concurrente, lo incluye en esa magia de colores y formas hasta activar emociones que no siempre se pueden explicar cabalmente. Sin embargo, claro está, es esa misma fascinación la que lleva al espectador  a indagar más, a saber el porqué ese cuadro o el otro, o todos en su conjunto, te han prácticamente embrujado.
La muestra de Ramiro Llona reúne una selección de veintidós obras. Esta muestra se considera  el punto de quiebre entre una etapa de veinticinco años de producción y el inicio de un nuevo periodo caracterizado por la exploración de formatos que han ido creciendo hacia tamaños colosales,  lo que – por lo que leo –  demanda mayores retos en su trabajo creativo.
Inmerso  en una región que según la clasificación general de arte latinoamericano ha sido determinada en parte por el pasado precolombino, el imaginario milenario y el culto al paisaje real, Llona ha erigido, a contrapelo, un universo formal sobre la base de una única escenografía, la mental en la que los modales de construcción visual provienen casi exclusivamente de las confrontaciones sensibles que se presentan entre un hombre culturalmente desterritoralizado – desarraigado dirían algunos – y la Gran Historia del Arte. Esto según opinión del escritor Jeremías Gamboa.



Fue una buena mañana la que pasé en el MAC. Antes de entrar me encontré con un apreciado amigo, Fernando Ampuero quien salía del Museo a trote lento, como cavilando en los cuadros que acababa de ver. Me pareció entrever que sus retinas aún rebullían aún los colores y formas que acaba de ver.
La mañana estaba luminosa y,  aunque Lima siempre será (un poco más o un poco menos) siempre gris, yo diría que había tonalidades y matices alegres. Sin embargo, una vez dentro de la galería, rodeado de los cuadros de Ramiro Llona, los colores alcanzaron otra dimensión y tomaron el control en complicidad con las formas.
Yo soy un escritor con una fuerte tendencia hacia la formalidad del lenguaje, a su precisión léxica, a la búsqueda de la definición más clara del concepto. En medio de los cuadros de Ramiro Llona, mis intentos de verbalización perdieron el camino. Por eso transcribo estas declaraciones del autor y que me rescataron de mi extravío:
En mi caso la búsqueda de un lenguaje propio como un intento expresionista. Es con el tiempo que los elementos abstractos, que yo creo en los que sostiene toda propuesta estética, comienzan  a ganar autonomía y se va instalando en mi sensibilidad un rechazo a lo descriptivo en términos del realismo. Es decir ya no es el paisaje  lo que me interesa, sino la sensación que éste me produce, ya no es la descripción de la figura, sino el rescate de una presencia. Aquí el uso del color toma su momento principal y comienza  a ser  quizás el elemento más expresivo de mi propuesta.
La abstracción es, a mi parecer, una realidad paralela, tan exacta  y organizada como es el mundo físico que no nos rodea,  gobernando por leyes físicas
De pronto se me va haciendo claro que mis imágenes no son otras cosas que mi vida cotidiana, que todo este mundo pictórico es como una “biografía del alma” y un constante registro  de mis sensaciones.

Mi estupenda y aleccionadora visita terminó con un casual encuentro con la amiga querida que me había invitado. Estaba  con su familia cuyo núcleo y felicidad es una pequeña nena llamada Sol y que – aun siendo una pequeña que no llega a los dos años, señalaba con sus deditos los cuadros que iba viendo. La sensibilidad y pureza de los niños los hace siempre más cercanos a la belleza, a la más pura.
Cuando puedan, una visita al MAC de Barranco. Valdrá la pena.

sábado, 8 de octubre de 2016

"El daguerrotipo de Dios" de Iván Loyola (Comentario)


He leído con mucho agrado el nuevo libro de cuentos de Iván Loyola, El daguerrotipo de Dios. Editorial Cuadernos del Sur. 2016.
Al terminar la lectura – como suele suceder - volví a repasar el índice  y le di una mirada rápida a los cuentos con el afán  de seleccionar los que más me habían gustado, algo así como una clasificación básicamente emocional. En cierto modo, la más sincera: el simple lector, capturado por una historia sin mayor apoyo  que la contundencia del cuento.
Debo reconocer que, en este caso, se me complicó la categorización porque cada uno de los ocho cuentos que componen el libro tenía sus propios méritos y, a su modo, cada cual me capturó en su espacio ficcional y me dejó cavilando en ello por un largo rato.
Entonces - aun cuando se dice  que un libro de cuentos es como una jornada de box en donde basta con que un par de peleas sea buena para señalar que ha sido buena toda la  jornada – debo afirmar que en el reciente libro de cuentos de Iván Loyola todas las historias tienen lo suyo.
Ahora bien, supongo que cuando se sometan  los cuentos a la mesa de cirugía hermenéutica de los exégetas, tal vez le encuentren las costuras y los altibajos a alguno de ellos. Sin embargo, en mi modesta opinión, reitero que la primera impresión es importante.

De otro lado, vale la pena incluir en esta nota la revaloración que viene recuperando el cuento. En un espacio literario en donde la novela se ha ganado el puesto de literatura mayor, la escritura de cuentos se había casi resignado a su papel de actor de reparto. Sin embargo, ya desde hace un buen tiempo, me encuentro con muy buenos libros de cuentos y muchos lectores interesados en ellos.
Básicamente, un cuento tiene como rasgos – aparte de relativa extensión –  el trabajo minucioso dentro de una estructura más cerrada, en  donde, por lo general, se  desarrolla una sola historia. En un cuento hay un conflicto, y todos los elementos planteados en él, deberían llevar la historia  a un clímax.  En cambio, como bien es conocido, en la novela  puede haber varios momentos de intensidad, conflictos secundarios; asimismo, la oportunidad para la digresión y hasta mayor libertad  para la expansión verbal. En el cuento, la precisión y brevedad son indispensables.
Una novela se puede leer por partes. Un cuento se deberá leer de un tirón; de lo contrario, es posible que se pierda su intensidad.  En fin, parafraseando al gran Julio Cortázar y su afición por el boxeo, en una novela se puede ganar por puntos; en un cuento, se gana por nocaut.

Los cuentos de este libro transcurren en diversos escenarios, varios de ellos en ambientes peruanos. Las historias van desde una misión secreta que  transcurre en una atmósfera que malicia un misterioso desenlace; continúa con el reencuentro de un hombre con su pasado, luego resulta  que ese reencuentro no solo se refiere al regreso físico, sino a algo mucho más profundo y simbólico; también hay un rescate que se complica; en otro relato se cuenta una extraña fascinación por una mujer de formas extravagantes que marca la vida del personaje. En fin, está igualmente, la historia de un naufragio cuya explicación descubre un drama personal;  otro cuento  que trata sobre la fascinación por conseguir una imagen de Dios.
En todos ellos, debo destacar la impecable prosa del autor. Su habilidad  para la organización de sus relatos y el mérito – en este caso – de haberle brindado a todos los cuentos una misma tonalidad y (como dice en la contratapa) un eje contundente: el juego del poder en sus distintas versiones.

Tengo entendido que el libro presente libro tendrá su presentación el día veintiséis de este mes . Éxitos. Por lo demás, recomiendo su lectura.

domingo, 2 de octubre de 2016

Sobre lecturas de compromiso, buenos libros, escritores regionales y amor parternal




El joven que me había interceptado en el corredor de la Academia no tenía más de dieciocho años. Un poco más alto que yo,  enfundado en una casaca negra con capucha, cargaba una mochila bastante llena, tenía unos audífonos azules que había retirado de sus oídos cuando se acercó  a mí.
Era mi alumno, tenía clases conmigo las dos primeras horas de los lunes. No lo recordaba bien porque él solía mantener un comportamiento discreto: de perfil bajo, como me diría después. Ahora bien, lo más significativo – eso lo comprendería poco después – era lo que tenía en las manos y que sujetaba solemnemente: un libro de pasta azul, de mediano grosor.
El estudiante me pidió unos momentos y yo me dispuse a escucharlo allí, en el mismo corredor, en tanto los demás traseúntes  iban y venían aprovechando el cambio de hora.

Aquí debo hacer una digresión. Me he visto en el compromiso de recibir un libro o un manuscrito en muchas ocasiones. Por lo general, cuando algunos de mis alumnos o  recientes conocidos llegan a enterarse de mi interés por la literatura - y de que por allí circulan algunas publicaciones mías - suelen pedirme que lea alguno de  sus trabajos para que luego les dé una opinión. 
La mayoría de las veces he aceptado el compromiso con la advertencia de que los leería  en el momento en el que tuviera espacio, sin presiones, y de que les daría  una opinión honesta aun cuando no fuera positiva. En muy poco casos he evitado el compromiso de leerlos, ya sea porque me daba mala espina la persona que me lo pedía o – lo reconozco – porque estaba de malas y con pocas ganas de ser amable y de meterme en más tareas de las que ya me abrumaban. Debo agregar que el compromiso de leerlos implica invertir un tiempo, que no siempre se tiene,  y un esfuerzo, que no siempre entusiasma.
Ahora bien,  uno acepta ese encargo  porque también hay un acto de reciprocidad en ello. En el transcurso de la vida a cada quien nos ha tocado pedirle a alguien, con más autoridad –  y cuya opinión nos fuera importante -.  que lea nuestros escritos. Por supuesto, siempre estaba la posibilidad de que esa persona  no quisiera recibirlo, Y si acaso lo aceptaba, también nos tocaba vivir los siguientes  días chapaleando en la  incertidumbre hasta que nos llegara  el veredicto. En el mundo de de la literatura, como seguramente en otros campos del arte, siempre hay un pez más grande. 
En fin,ya sea por una o por otra razón, la mayoría de las veces  he aceptado el encargo y - debo reconocerlo -,  por lo general ha sido una grata experiencia.

Volviendo al jovencito que me pidió un momento, esperé a que me dijera algunas palabras a modo de introducción para luego, seguramente,  hablarme del tema. Sin embargo, y aquí viene el giro inesperado en una historia, ese detalle que inusitado.  Mi alumno le agregó un componente repentino a su pedido. «Este libro es un poemario escrito por mi padre», me dijo después de haberme obsequiado el libro y pedirme  que lo leyera. «Él es un gran poeta, sabe, vive en Huánuco, y allá es muy respetado». Yo debo haber sido muy expresivo en mis facciones para que mi estudiante agregara inmediatamente: «A mí me interesaría que lo leyera porque creo que vale la pena y quería compartirlo con usted». Observé la carátula de libro: había varias imágenes superpuestas – a modo de collage – con muchos colores alegres sobre los  habían dibujado juguetes como canicas, trompos y demás objetos de una época en la que esos juguetes tuvieron su apogeo. Cuando me fijé otra vez en el título comprendí el concepto de la carátula: Juguetes perdidos.
Por supuesto que acepté el libro con el mayor gusto y sorpresa. Le agradecí la consideración y me comprometí a leerlo lo más  pronto. Él joven sonrió con satisfacción y luego dijo: «En Lima, ni se enteran de los grandes artistas que hay las regiones». Asentí con un leve movimiento de cabeza. «Mi padre, por ejemplo».

Como se infiere - eso espero -  esta historia tenía varias aristas que quería compartir antes de dejarles unos de los poemas de dicho libro: que ser profesor y escritor – aunque sea duro y agotador – me ha dado, y aún me sigue dando,gratas experiencias; así también,  que siempre que se pueda trataré de leer los libros que lleguen a mis manos;  asimismo,  que hay que ampliar el horizonte de nuestro quehacer literario para contemplar la gran obra artística que se está gestando en todo el país, pero que, lamentablemnte, está pasando desapercibida ya sea por descuido o por  falta de una visión más objetiva y rigurosa. Jacobo Ramírez Mays, el autor de este poemario, es uno de ellos, por ejemplo.
Sin embargo, lo más importante de esta nota –  al menos para mí – es el amor y respeto que puede generar un padre en un hijo. Muy por encima de la calidad literaria de Jacobo Rampirez, creo que la mejor obra de este poeta ha sido generar ese temperamento en un hijo. De esa obra,en especial,  debe sentirse muy orgulloso el poeta.

Sobre el poemario transcribo unas líneas del prólogo escrito por Juan Giles y les dejo al menos uno de ellos, ya usted me dirá lo que opina:
Juguetes perdidos es un conjunto de veintiocho poemas que desbordan sencillez en todos y en cada uno de sus versos (es innegable que una de las cuestiones  más complicadas y uno de los mayores retos  para un poeta es lograr la sencillez temática  y técnica en sus versos). Aparentemente el tema central del poemario es simple, declarativo que evoca los distintos juguetes que alegraron la infancia. Sin embargo, bajo la pluma de Jacobo Ramírez este tópico adquiere grandeza.

POEMA V

Después de la labor,
con el sudor de mis sufrimientos
llegaste a mis manos, pequeño soldado de plomo.
Eras duro y fuerte, como mis sueños.
Te parabas en el campo de la felicidad
y derrotabas a los intrusos.
Pero, en un crepúsculo, desapareciste.
Lloré tu pérdida,
y nunca más supe de ti,
n i de mis fantasías,
ni de mis ideales.