jueves, 26 de junio de 2014

"La controversia de Valladolid". Montaje teatral. (Comentario)




Esta semana tuve la oportunidad de presenciar  la “Controversia de Valladolid”, obra de teatro escrita por Jean-Claude Carrière y dirigida, en esta oportunidad, por Jorge Chiarella. Las funciones continuarán  hasta julio, en la sala Ricardo Blume.
En un convento de Valladolid, en 1550, se debate una cuestión fundamental: ¿Los indígenas del Nuevo Mundo son seres humanos? ¿Tienen alma? Tales  interrogantes deben  ser respondidas y suficientemente probadas de una vez por todas.  De las conclusiones que se obtengan, dependerá la suerte de los millones de indígenas que, hasta allí,  sufren la ignominia de la conquista.   Dos hombres van a debatir. Uno de ellos es el filósofo Ginés Sepúlveda para quien, ciertos hombres son esclavos natos, necesitan ser conquistados y ser “protegidos” por la salud del alma. El otro es Bartolomé de las Casas, protector de los indígenas, quien buscará denunciar la barbarie de la conquista y buscará que la Iglesia acepte la “humanidad” de los indios y, de esa manera, eliminar el respaldo religioso con el que cuenta la corona española para  la explotación de los nativos de América.
Desde el arranque, la obra captura toda la atención. El representante de la Iglesia quien, luego de escuchar el debate, deberá tomar una decisión definitiva, se encarga de señalar la importancia del debate y  los alcances históricos que esta controversia va a tener. A partir de esa inicial escena,  el espectador seguirá con atención la argumentación de ambos hombres.  Debate inflamado, barroco, profundo y premonitorio.  Una historia que fluye inteligentemente gracias a la agudeza del texto de Carrière. El desenlace que llega a tener la obra, no solo sorprende al espectador, sino que despierta sentimientos encontrados con las mezquinas  decisiones  que ha ido tomando  la historia humana.
Para este montaje, Chiarella convocó al respetabilísimo  Alberto Isola (Bartolomé  de las Casas) y al  uruguayo Augusto Mazzarelli (Ginés Sepúlveda); esto con el fin de contraponer a dos grandes  actores,  y así equilibrar correctamente el debate.  Con el respeto que siempre me merece Alberto Isola, considero que el trabajo actoral de Augusto Mazarelli  destaca mucho más. El personaje del filosofo Sepúlveda luce largamente mejor construido. Pero esta es solo una apreciación que apenas si sombrea un gran montaje teatral.   La obra también cuenta con la participación de  Alberto Herrera (sobria  personificación del representante del papa) y -  por lo que entiendo – con actores egresados del Centro de Formación de Aranwa como Javier Pérez, Janncarlo Torrese, Renato Medina y Steffani Rojas, así como Sergio García-Blásquez, Jeshua Falla, Edson Dávila y los niños, Kevin Sánchez y Gonzalo Candelo.

Recomiendo largamente este montaje. Me alegro de haberla visto. Luego de verla, estuve varias horas leyendo datos que me permitieran contextualizar  la historia de Carrière. Estoy seguro de que eso les va a pasar a muchos de los asistentes. Cuando esto sucede, significa que la obra caló en el espectador. 

domingo, 8 de junio de 2014

"Lucas". Cuento de Fernando Morote

Fernando Morote, (Piura - Perú 1962) es el autor de novelas como “Los quehaceres de un zángano” (2009) y “Polvos ilegales, agarres malditos” (2011); además del libro de relatos “Brindis, bromas y bramidos” (2013), y el poemario “Poesía Metal-Mecánica” (1994).  Ha sido ganador del Concurso Sexto Continente de Relato Erótico (Madrid, 2010). Finalista del VII Premio Internacional Vivendia-Villiers de Relato (Madrid, 2012).  Amigo que ha contribuido con un magnífico cuento en la antología de Cuentos Peruanos Contemporáneos.  Fernando comparte ahora su reciente cuento a través de este blog,


LUCAS

En un acto precipitado, urgente pero silencioso, el minúsculo cuerpo es arrancado con brusquedad del vientre materno. Lo envuelven en una manta, salpicado todavía de sangre, y me lo muestran recién nacido.
Bienvenido, Lucas sonrío.
El segundo varoncito. Lo que tanto habíamos deseado y pedido. La respuesta a nuestras oraciones y el fruto de nuestras peregrinaciones al santuario de Sor Teresa de los Andes. El resultado de nuestros ejercicios sexuales, firmemente alentados por el doctor Celi, intentando las posiciones más acrobáticas y ensayando los descansos menos convencionales para ayudar a la inseminación del útero.
—Olvídate de los calambres, muchacha.
El sexo sistemático pierde espontaneidad y diluye la emoción. Pero estamos decididos. Debemos mantenernos alertas todo el tiempo. Viajamos a Chincha para un retiro estratégico y la  encerrona final en el primer hotel que encontremos. Quizás la soledad, la brisa marina, puedan servir de estímulo e inspiración. Ahí vamos. Uno, dos, tres al hilo. Por la mañana. A la carga de nuevo por la tarde. No respiramos ni un instante. Qué energía. Polacos de toda clase. Matiné, vermouth y noche.
Volvemos a Lima. Asistimos a las reuniones de Bodas de Caná, la comunidad de matrimonios católicos que tan generosamente nos recomendó el tío Crisólogo. Dejamos que nuestros compañeros rueguen a la Virgen por nosotros. No en vano hemos derramado tantas lágrimas, desnudos, abrazados en la cama, después de hacer el amor, para tomar esta decisión. Es la luminosa culminación de un proceso duro, plagado de dudas, temores, angustias y penas típicas de una pareja principiante.
Lucas no llora. Las enfermeras y los asistentes corren de un lado para otro trayendo bandejas con instrumentos, aparatos y camillas. El ajetreo revela algo que no alcanzo a comprender. Los ojos del doctor Celi me asustan.
Cuando salimos hacia la clínica, a las ocho de la mañana, para el control mensual, no esperaba participar en un evento de esta magnitud. Los vómitos y mareos de Cristina forman parte natural de su condición. La presencia de fibromas y placenta previa la expone a un embarazo de alto riesgo, pero aún está lejos del tiempo para salir fuera de cuenta.
El doctor Celi revisa su historia clínica. Luego, de pie junto a la ventana de su consultorio, que deja ver un exuberante roble detrás de él, le examina la panza.
—¿Sientes dolor? —le pregunta.
—No, doctor.
El Dr. Celi aprieta un poco más la zona baja del estómago. Cristina se contrae y retuerce.
—Tenemos que internarla —me dice.
Por la expresión en su rostro me doy cuenta de que no está bromeando.
—¿Cree que pueda venir el bebe? —pregunto.
No me sorprendería.
Cristina se alarma.
¿Otra vez? pregunta.
Enfundado en una desechable bata celeste, observo todo desde mi esquina del quirófano. Cierro los ojos. Prefiero no ver. De otro modo, van a tener que atenderme a mí antes que a ella. Rezo. Minutos después, una de las enfermeras viene para decirme que puedo acercarme.
El doctor Celi tiene a Lucas tomado de los pies, su cabeza colgando hacia el piso. Le palmotea las nalgas. Lucas no responde. El doctor Celi vuelve a pegarle, un poco más fuerte esta vez. Tampoco responde.
¿Qué pasa, Lucas?
El doctor Celi me mira consternado. El sudor resplandece en su frente por encima de la mascarilla. Dice algo que no comprendo a otra de las enfermeras, quien se retira apurada. Acomoda a Lucas sobre la camilla. Los segundos se hacen eternos. La enfermera regresa corriendo, empujando una mesita rodante de metal con una pequeña máquina rectangular encima. El doctor Celi hace una indicación con las manos. La enfermera toma a Lucas de las extremidades y el ginecólogo le coloca la máscara de plástico en la nariz. Lucas sigue sin responder. El doctor Celi realiza un movimiento agitado con la mano. Le traen inmediatamente otra máquina. Se trata ahora de una especie de plancha que coloca sobre el pecho de Lucas. Hace presión. Una vez, dos, tres veces. Lucas parece reaccionar. Otra vez. 1-2-3. Los ojos de la enfermera recuperan el brillo al observar el monitor que pende de un gancho al lado de la camilla. El doctor Celi vuelve a la carga sobre el pecho de Lucas. Por fin sale un ruido de su garganta. Algo similar a un grito. ¿Un llanto? No tan fuerte como el mío, que casi me desplomo sobre el suelo. Uno de los asistentes viene a cogerme de los hombros. Mis piernas son una gelatina. Todo mi cuerpo tiembla.
El doctor Celi respira aliviado. Baja la mascarilla de sus labios.
¡Felicidades, hombre!
Me cuenta que el líquido amniótico en los pulmones del bebé pudo haber sido fatal. Por eso el ajetreo, la urgencia, las máquinas. La siguiente parada es la sala de cuidados intensivos.
—Sólo para tenerlo en observación y asegurarnos de que sus signos vitales se estabilicen.
—Lo que usted diga, doctor.
¿Cómo enfrentar ahora a la familia? Las noticias sobre la llegada del nuevo milenio no distraen a ninguno. Cristina, en su cuarto lleno de flores y globos dando la bienvenida al recién nacido, sigue medio desmayada. Me entero además que la epidural negligentemente aplicada contribuyó a la crisis durante la cesárea.
—¿Y? —preguntan todos, al verme entrar— ¿Lucas está bien?
Allí están mi mamá, mi hermana, mis suegros y mis cuñados.
—Sí, está bien, gracias a Dios. Pero…
Mi mamá se levanta de su silla, mi suegra se coge el corazón.
Hay una cosita.
Mi suegro me mira arrebatado. Mi hermana quiere saber si hay alguna atrofia. Mi cuñada indaga sobre una posible secuela.
—No hay motivo de pánico —digo para calmarlos.
—¿Entonces? —el coro de la parroquia no podría haber superado ese canto.
—No es Lucas —respondo.
—¿Cómo? chilla mi suegro.
Las mujeres boquiabiertas, aterrorizadas.
—No es Lucas —recalco.
—Cómo es eso, hijo —interviene mi madre, con una compasión infinita.
—Cuando me pidieron que dejara la sala de operaciones, fui a cambiarme en el vestidor. Entonces vino una enfermera y me dijo que debía ir a la oficina de obstetricia a registrar el nacimiento. Ella me acompañó para mostrarme el camino. Subimos al ascensor. En el trayecto vine hablándole del nombre que pensábamos ponerle al bebe y la forma cómo lo habíamos elegido. No entendía por qué ella se reía todo el tiempo. Entonces nos detuvimos en la estación de enfermeras. Cogió un tablero para escribir algunos datos sobre una hoja. “¿Necesita el nombre completo?”, le pregunté. Me contestó que sí, pero en la oficina, no allí. “Lucas Morote”, le dije de todos modos. Volvió a sonreír. Me miraba de un modo extraño. Continuamos el recorrido. La oficina de obstetricia estaba al final de un largo pasillo. Le dicté el nombre a otra enfermera sentada detrás de un escritorio. La que venía conmigo trató de detenerme: “Espere, señor”, dijo. “¿Escribió el nombre correctamente, señorita?”, insistí a la del escritorio. “¿Cómo dice, señor?”, me preguntó. “Lucas”, le dije de nuevo. “¿Acaso no me entiende? Vengo hablando de Lucas desde el principio. ¿Cuántas veces debo repetirlo?” “No se preocupe tanto, señor –dijo la que vino conmigo-. Sólo va a tener que buscar otro nombre”. “¿Qué dice?”, le pregunté. “¿Otro nombre? ¿Por qué?”
El auditorio familiar me mira estupefacto.
—Termina, hombre, termina… —apura uno de mis cuñados.
—Es mujer —confieso.
—¿Qué? —mi suegra no puede creerlo.
—¿No sabes reconocer entre un hombre y una mujer? —desafía cachaciento mi suegro.
Estaba muy nervioso. Cuando me mostraron al bebe en la sala de operaciones lo tenían cubierto con un pañal o algo…
—¿Acaso no lo viste calato?
—Sólo un ratito, pero con la ansiedad me confundí. Quizás me pareció que el cordón umbilical era su pene…
Los ceños acusadores indican inequívocamente que los miembros presentes de la familia me consideran un estúpido. Lo acepto. Pasó todo tan rápido. Mi principal preocupación, en ese momento, era que Lucas (es tan preciosa que se llamará Belén) estuviera vivo. De cualquier manera la experiencia constituye el presagio de una verdad irrefutable: no he nacido para ser padre.
Felizmente Cristina aún duerme.

sábado, 7 de junio de 2014

"23 canciones sin música" de Chano Díaz Límaco (comentario)


No tengo la habilidad para criticar poesía. Tan solo soy un un simple lector que se estremece con ella cuando sus versos tocan algunas fibras de mi interior. No puedo explicar las razones de fondo y forma que hacen bueno a un poema: sencillamente este me alcanza y me hechiza. Pero sí tengo algo muy claro: que la poesía es una energía que  trasciende su  forma verbal y se hace presente en todas las artes. Yo - y lo digo con la torpeza de un neófito -. encuentro poesía en un buen cuadro, en una escultura bien hecha, en la melodía de una grata canción.
Y precisamente esa conjunción es la que acabo de encontrar en el poemario "23  canciones sin música" publicado por Chano Díaz Límaco, músico y productor ayacuchano,  varias veces premiado por sus trabajos de música andina. Veintitrés poemas que, inicialmente, eran los borradores para las letras de algunas canciones que el músico estaba preparando. ¿Qué pasó? Pues que las letras empezaron a tomar su propio vuelo y convencieron al músico de dejarlas ser solo versos. 
He leído de un tirón todos los poemas. Lo hice apenas se disolvieron los efectos de la resaca sufrida por la presentación del poemario. Encuentro algunos poemas mejores que otros; aunque percibo que en todos hay algo que está siempre presente: una particular formar de entender el sentimiento andino desde una perspectiva diferente a la tradicional, pero, definitivamente,  con igual profundidad. En los poemas no encuentro ni palabras ni apelaciones  directas al mundo andino,  ni siquiera un intento de esa típica sintaxis que busca una conexión con lo bucólico del Ande. Sin embargo, al finalizar, hay un sentimiento de acordes sutilmente andinos que queda  flotando en el aire por un largo rato. 
Creo que puede ser una grata experiencia la lectura de estos poemas. No solo por la calidad que pudieran tener, sino porque - por voluntad del propio autor, que bien vale la pena destacar - todos las ganancias que pudiera haber con la venta están destinadas  a la escuela de música de los jóvenes de Ayacucho. 

"23 canciones sin música", auspiciado por la Universidad de Ciencias Aplicadas. De venta en librerías El Virrey.