jueves, 17 de diciembre de 2015

CUANDO PERDÍ UNA NOVELA


Acabo de entregarle, finalmente,  la versión definitiva  de mi   novela Dioses de Maranga a mi editor. Declaro que tuve ganas de quitársela inmediatamente.  Mi querido editor y amigo me cayó muy mal esa mañana. Pues mientras él recibía la copia de mi novela -  impresa y anillada – con la sobriedad  natural de un editor que le echaba una mirada a la cantidad de hojas, a la contundencia del título, a las posibilidades de una historia como esa entre los lectores, yo le estaba entregando varios meses de trabajo que – en las últimas semanas – se habían convertido en largas noches de obsesión y días de angustia.
Sin embargo, luego me di cuenta de que el asunto no iba por ese lado, y de  que mi apreciado editor tampoco tenía la culpa de nada. Él se comportaba como tenía que hacerlo. El que estaba complicado era yo quien – además de agotado por el proceso creativo -  aún no había revelado que me faltaba contar una  historia más.  Una  historia  mayor – como en la caja  china literaria – que vertebraba todos los demás hechos, incluyendo mi  reciente novela.

Pues bien,  para que mi reciente novela se independice totalmente de mí y tome el camino que le ha de corresponder,  creo que es necesario contar la historia completa, la que explique por qué me he demorado tanto en escribirla. Consecuentemente,  debo  cerrar esta etapa confesando que muchos años atrás, casi cuando todo comenzaba en mi vida literaria,  perdí  el manuscrito final de una novela en la  cual había invertido muchos meses, años de mi vida.  Esa experiencia desdichada fue tan impactante en mi vida que, desde aquella vez, no había logrado embarcarme en la redacción de otra novela. En los siguientes años, escribí cuentos, obras de teatro, libros académicos: algunos de estos tuvieron mejor suerte que otros; sin embargo, cada vez que intentaba reiniciar la aventura de escribir una novela, me envolvía el desánimo y, al poco tiempo,  abandonaba el proyecto.
Eso explica por qué la novela que le estaba entregando a mi amigo editor tenía un gran significado personal. Un valor que iba más allá del gran momento que siente un escritor cuando termina su obra, le agrega el consabido fin en la última página y llama a su editor para decirle que se acabó, que, por fin, terminó. En mi caso, el asunto tenía un valor adicional: me había recuperado de un trauma literario,  poco común, pero trauma al fin y al cabo.

¿Por qué tanta alharaca con la pérdida de una novela? Es más, ¿acaso no había por allí borradores del manuscrito con el que hubiera podido rearmar la historia con un poco de esfuerzo? Mejor aún, ¿no había archivos en la memoria de la computadora, y sabios en tecnología que pudieran rescatarla de entre los vericuetos de sus integrados? Y si no fuera así, ¿por qué no recomenzar valientemente la historia o, en todo caso, continuar con otras historias hasta que llegara el momento de volver reconstruirla? Ciertamente, son cuestionamientos bastante válidos. Los mismos que me fui haciendo a lo largo de los años, mientras mis queridos amigos me exhortaban a que escribiera, de una vez, una bendita novela que consolidara mi vocación literaria.
Pues, he aquí algunos hechos que quisiera compartir con quien esté teniendo la paciencia de leer  esta nota.  Confieso que, aunque parezca inverosímil y también estúpido, no guardé los borradores de aquella novela.  Sucede que había tanto de mí en aquella historia y me había metido tanto en ella que por mucho tiempo no hubo otra cosa más importante en mi vida. Al terminarla y recobrar la noción de mi realidad,  miré a mi alrededor y me di cuenta de  que el  pequeño cubil en donde escribía estaba inundado de papeles, y de otros desperdicios, de todos los desperdicios posibles.  Me  había llenado de tantos papeles, notas en hojitas de colores en las paredes, así como de revistas y de libros, y de fotocopias de revistas y de libros, y  también de tantos  otros desperdicios poco literarios que tuve un arrebato de limpieza.  Puse a buen recaudo  el original de  mi novela e inicié la limpieza general de mi pequeño cubil. No era la gran cosa, era un pequeño espacio en la azotea de una casa en donde me habían acogido, pero con la ventaja de que nadie me molestaba, siempre y cuando deslizara puntualmente  el monto de la mensualidad, en un sobre, por debajo de la puerta de la dueña.
Recuerdo que estaba tan liberado de  los personajes  de mi novela, de las locaciones en donde se había desarrollado la aventura, de las angustias que me había generado cada uno de ellos,  así como de los problemas que había tenido con  la estructura y hasta con la gramática.  Es decir, repito,  estaba tan aligerado,  que arranqué todas las notas de las paredes, estrujé todos los papeles sueltos que ya no dejaban ver ni mi cama, los metí en dos grandes bolsas negras y las dejé en la esquina de la calle, justo antes de que pasara el camión que recogía la basura. Cuando regresé a mi cubil, y coloqué en orden los pocos enseres que poblaban mi habitación, saqué mi novela de la gaveta y mientras bebía una copa de vino rancio, estuve un rato contemplando el manuscrito. Se titulaba La pensión cálida. Eran ciento diez páginas, en espacio simple,  que había encarpetado y enganchado en un fólder de cartulina amarilla.  Creía  que había escrito mi mejor novela.
Ahora que rememoro aquellos hechos y acepto que el tiempo ha ido diluyendo la intensidad de mi memoria, creo que quizás fue más la ilusión de un joven aspirante a escritor que una verdad irrefutable. Sin embargo, tampoco habría forma de comprobar, ni lo uno ni lo otro, porque la novela se perdió.

Eso explicaría entonces por qué no pude reconstruir la historia a partir de borradores que ya no tenía. Es evidente, también,  que ya hayan inferido que había escrito la novela principalmente a mano y que la haya redactado en una máquina de escribir mecánica. Claro que ya rondaban tímidamente las computadoras personales y los procesadores de texto, pero no con la contundencia de estos tiempos. Las más comunes eran computadoras de poca memoria,  de pantalla negra y letras en un naranja fosforescente. Aun así, era un lujo tenerlas y yo no tenía forma de darme esos lujos de la época.
Ahora bien, antes de exponer por qué no pude reiniciar la escritura de la novela apelando a la paciencia y la disciplina, debo contar qué significado tuvo para mí la susodicha  novela y cómo es que la perdí.  Fue de una manera tan banal que he demorado mucho en escribir esta nota,  precisamente, por la manera trivial como la perdí.
  
Definitivamente, hay muchas maneras de escribir una novela. Algunos métodos seguro más eficientes que otros.  Un apreciado amigo recientemente me explicaba que una novela era algo así como un edificio en donde todas las partes responden a la eficiencia de su estructura y de sus cimientos. Por lo tanto, la redacción de una novela requería, también, de un estudio previo, de una investigación que acumulara incluso más información de la que se iba a usar. Luego, era imperativo elaborar una estructura y una estrategia narrativa. Por supuesto que todo iba de la mano con la idea matriz que había despertado la inquietud por escribir la novela. Lo que algunos entendidos denominan el magma. A partir de esa materia informe, pero vívida, se trabajaba la estructura y la estrategia. Aun así, eso no significaba que todo fluyera naturalmente, pero aseguraba un trabajo más eficiente.  Sin embargo, he escuchado de otros modos de llegar a la culminación de un libro. En algunos de estos casos hay testimonios de que se llegaba a su final casi en agonía y, en otros, con una fluidez de fantasía.  Mi novela, La pensión cálida, había significado la culminación de una larga sesión de aprendizaje a través de lecturas, consultas, talleres y, sobre todo, implacables sesiones de escritura que buscaban poner en práctica lo aprendido. Y había algo más, algo que podría parecer mera pedantería, pero que está inherente en cada quien. La necesidad de darle una voz propia a mi literatura.  Por supuesto que  - de algún modo – un escritor es deudor de otro, y aun cuando lo neguemos, nos insertamos en una tradición literaria. No obstante, supongo que eso de la voz propia debería ser entendido como la búsqueda agobiante de los adolescentes en su intento de hallar su propio diseño de vida.
Creo que en aquella novela perdida, no solo había alcanzado el punto más alto de mis anhelos literarios, al menos para esa época; sino que me había imbuido en la exploración de mis propios demonios. Cada uno de mis personajes, jóvenes que vivían en una pensión muy cerca de la universidad Villarreal, representaba una faceta del mundo como lo entendía (o como quería entenderlo). Lo mismo significaba Isabel, la meretriz, cuya historia era la simbolización de lo que en esos tiempos entendía por decadencia. Cuando todos los personajes, a través de los vasos comunicantes que había planteado,  llegaron a confluir en el núcleo del conflicto, sentí que había tocado el borde del universo. Comprendí que había nacido para escribir. Como ya dije, no sé cómo evaluaría esa novela si la tuviera ahora entre mis manos. Es probable que hoy le estuviera encontrando decenas de defectos atribuibles a la juventud e impericia de un escritor novato, pero la frustración de no haberla visto convertida en un libro para que discurriera por donde le correspondía, me ha dejado la idealización de que había escrito una gran novela, y que en ella había dejado casi todo lo que tenía. Recuerdo que me sentí totalmente extenuado por muchos días.

Y como estaba contento de haber exorcizado todos mis demonios interiores, tuve la infeliz idea de salir a reencontrarme con la realidad. Para ello, me cité a beber unos tragos con algunos amigos ocasionales que nada tenían que ver con la literatura. Después de todo, creí estar en mi derecho. Además de que era una buena manera de realimentarme de experiencias que me permitieran reiniciar mi proceso creativo, creo que eso pensé. Sin embargo, antes de reunirme con los amigos en un bar del Centro de Lima, había planeado pasar por un centro de digitación para que pasaran mi novela al mundo virtual de la computadora. Iban  digitarlo en el fascinante procesador de textos llamado word perfect y me iban a entregar mi libro en dos disquets, uno original y otro de respaldo. Como entenderán, estaba tomando todas las previsiones del caso. No obstante, el destino me tenía preparada una jugada siniestra. Esa tarde, el centro de digitación había cerrado temprano por un rumor de bombas. No olvidemos el  dramático contexto histórico de aquella década ni la atmósfera sombría en la que se vivía. Como no había de otra, guardé La pensión cálida en un cartapacio de cuero que había conseguido y me encaminé al bar en donde me aguardaban los amigos. Era un bar de mala muerte, de mesas  y sillas de madera vieja y húmeda. Ciertamente –  y no estoy usando clichés  literarios – había aserrín desparramado por el suelo y los mozos usaban unas telas de costalillo blanco como mandiles. Es más, sí había una rockola que solo tocaba boleros de cantina. Pedimos cervezas y más cervezas. Guardé mi cartapacio en una silla desocupada, sin miedo a los ladrones porque nos habíamos sentado en el lugar más apartado del bar, y me sumergí en la conversación, en  los tragos, en la borrachera.
No recuerdo más, no quisiera acordarme de algo más. Sencillamente dejé olvidado el cartapacio en la silla vieja de aquel bar y salí con los amigos en busca de una noche de más tragos. Al día siguiente, aún con la resaca de la noche anterior, busqué la novela en mi mesa, en mi cama y en todos los lugares posibles para un cuarto tan pequeño. Luego fui recordando mi itinerario nocturno. Con el corazón atolondrado regresé al bar y, por supuesto que no tenían la menor idea de lo que buscaba. Además – me lo dijeron atropellada y amenazadoramente – el bar no se hacía responsable de los objetos perdidos. Esa mañana, entre el malestar de la resaca y el dolor por mi novela perdida, recorrí, como un moribundo que recoge sus pasos antes de morir, todos los lugares que mi memoria recordaba. Por varios días seguí indagando con cada uno de los amigos que habían bebido conmigo, y hasta con los que no habían estado esa noche conmigo. Les conté a muchos que había perdido una novela inédita y, la verdad, pocos se identificaron con mi pena. Después de todo - seguro pensaron -  era una novela. En su defensa, debo recordarles que aquellos amigos no tenían mayor relación con la literatura. Por lo tanto, entendían que la pérdida de una novela llegaba a ser tan grave  como haber perdido unos planos. Después de todo, se podían volver a diseñar. Pasados los días de luto, cuando intenté reconstruir la novela, lamenté haber botado todas las notas en mi arrebato de limpieza. Solo encontré un fragmento de dos párrafos y el boceto con el rostro de Isabel que le había comprado a un dibujante callejero totalmente extasiado por la imagen al carbón de una mujer de nariz respingada, grandes ojos y mirada triste. No tenía nada más. En las siguientes semanas, cada vez que intentaba recomenzar, me invadía la sensación de cansancio y de soledad como no la había sentido en años.

Han pasado años de aquella experiencia, demasiados años. Todo en un abrir y cerrar de ojos. He seguido escribiendo, nunca con la dedicación con la que hubiera querido o como lo han hecho algunos amigos  admirables, pero he escrito y  he caminado siempre muy cerca de la literatura. Como muchos, le he restado tiempo a muchas ocupaciones y compromisos por estar cerca de ella. Pero, confieso, había fallado siempre que intentaba regresar a la novela. ¿Justificable tal actitud? Seguramente no, pero ni modo.

Por eso, cuando llegué a escribir la palabra fin en la última página de mi novela Dioses de Maranga, sentí que recién había cerrado un capítulo un tanto insano en mi vida literaria. Y por eso tuve ese arrebato de molestia con mi editor. Aunque lo mejor de todo hubiera sido contarle tranquilamente esta historia en medio de unos tragos. Por supuesto, con la novela totalmente protegida en alguna nube virtual, por si acaso.

miércoles, 16 de diciembre de 2015

CIA PERÚ, 1985, EL ESPÍA SENTIMENTAL, de Alejandro Neyra (Comentario)






Hace algunas semanas tuve la oportunidad de leer la reciente  novela de Alejandro Neyra, CIA Perú, 1985, El espía sentimental, una secuela de su anterior obra, la  que llevó por título CIA Perú, 1985, Una novela de espías y que resultó ganadora del Premio Novela Breve de la Cámara Peruana del Libro 2012. Sin embargo, mis múltiples obligaciones de fin de año como profesor me mantuvieron  ocupado, casi sin tiempo para otras actividades reconfortantes, como la de reseñar una novela que me resultó muy grata.
Como ya he anotado, Alejandro Neyra, escritor y diplomático peruano, ya había publicado una interesante novela,  CIA  Perú, 1985. Una novela de espías en 2012,  a través de la Editorial Estruendomudo. En dicha obra presentó,  en clave de parodia, una trama en la que un espía austriaco, Malko Linge, llegaba al Perú – en los momentos más difíciles de aquella década -  para eliminar a  Abimael Guzmán, cabecilla del grupo terrorista Sendero Luminoso.  La premiada  novela, que  fue escrita desde la perspectiva de un joven diplomático, tuvo varios méritos. Por un lado, ser entendida como  un acertado fresco histórico de esos duros momentos que nos tocó vivir y, desde  otro punto de vista, ser valorada como en una de las pocas obras  peruanas que merodeaban el género de las novela de espionaje, aunque, claro, habría que recalcar el tono paródico con el que Neyra planteaba su historia.
Ahora bien, en CIA Perú, el espía sentimental, la historia vuelve a contextualizase en esos estremecedores años.  Por supuesto, el espía internacional Malko Linge y el diplomático siguen siendo la columna vertebral de la novela. Esta vez, el objetivo del espía austriaco ya no es Abimael, sino Alan García.   Y esto por encargo de la CIA que ha decido intervenir porque sus analistas han llegado a la conclusión de que el joven presidente podría convertirse en un dolor de cabeza para los intereses norteamericanos. La misión es encargada a Linge, dada su experiencia en general y, definitivamente, por su conocimiento de la realidad peruana. El objetivo es investigar, evaluar y – de ser necesario – urdir la manera de derrumbar al impetuoso e inestable presidente.  Para ello, Malko Linge hace contacto con  su antiguo amigo, el joven diplomático que languidece en las oficinas de la Cancillería peruana. En este nuevo encuentro, la  amistad entre el espía y el diplomático se agrieta profundamente. El primero descubre los entresijos y los pasajes oscuros por donde se debe mover Malko Linge. Todo ello, más la debacle generalizada que se vive en el Perú de estos tiempos, lo llevan hacia un profundo desencantamiento.
Para que todo ello ocurra, en la novela se suceden una serie de hechos que oscilan entre datos fidedignos de la época con una ristra de “leyendas urbanas” que se han mantenido en el imaginario popular hasta el presente. Aquella que habla del presidente García rondando las calles nocturnas de Lima en una moto o esa otra que especulaba que en la antigua casa Matusita, una vieja construcción entre la avenida España y Garcilaso de la Vega, o había fantasmas o, más sospechoso aún, se camuflaban centros de espionaje norteamericano.
Alejandro Neyra logra conjugar, acertadamente, estas especulaciones con situaciones cotidianas que se vivieron en aquella aciaga época: cortes de luz, de agua, escasez de alimentos; escenas de la vida diaria que transcurrían bajo la luz de velas; desasosiego, decepción y, sobre todo, violencia y debacle económica. Es en este contexto - que genera una atmósfera sombría - en donde se desarrolla esta novela de intriga a la peruana. Aun cuando dicha novela de intriga tenga un tratamiento de parodia que – inteligentemente – la exime de un análisis de género y le permite ser asimilada con un tono de humor que la hace ligera y de  lectura muy agradable.
A pesar de que la novela ya tiene un buen tiempo en circulación, y quizás ya no sea tan común  encontrarla en las primeras filas de los estantes en las librerías (como suele suceder),  los invito a buscar, leer y disfrutar la reciente novela de Alejandro Neyra. 

domingo, 11 de octubre de 2015

"Las visitaciones", de Pedro Llosa (comentario)



Luego de leer  el  estupendo libro de cuentos de Pedro Llosa, Las visitaciones (APJ), Premio José Watanabe Varas (2104), he recordado algunas frases que – sobre el cuento – ya habían inmortalizado algunos escritores que cultivaron dicho género con la suficiente maestría como darle autoridad a sus afirmaciones.
Es conocido que Julio César Cortázar –  también un aficionado al box  - afirmó, en varias ocasiones, que la  diferencia entre una novela y un cuento era que la primera ganaba por puntos, mientras que el segundo, por nocaut. Así también, el gran  Jorge Luis Borges,  defendió   el  cuento porque pensaba que en este género podía haber un mayor control de la obra: se podía vigilar un cuento casi con la misma precisión con la que se podía  vigilar un soneto. Del mismo modo, Julio Ramón Ribeyro, incluyó  en su decálogo sobre el cuento que en este género no debería haber tiempos muertos ni sobrar nada, cada palabra era absolutamente imprescindible.

Pues bien, en mi opinión, los cuentos que conforman Las visitaciones, demuestran  el talento de Pedro Llosa  en la escritura de este  género en donde  - según lo dicho por algunos maestros - debe destacar la concisión y la efectividad.  Son cinco cuentos, de diferente extensión. En cada uno de ellos se comprime toda una historia sugestiva que te atrapa desde el arranque y te deja pensando en ella aún mucho rato después de haberla terminado.  Es entonces cuando te das cuenta que acabas de pasar por el episodio de una vida y que te has enterado de todo aun cuando no te lo hayan dicho todo: la maravillosa elipsis narrativa, si la sabes hacer.

Ahora bien, como es evidente, la técnica es solo el instrumento que contribuye a mostrar la historia con eficacia. Bien manejada,  mejora  el relato y lo lleva a otra dimensión. Sin embargo, nada de eso sería significativo si no se relatara una buena historia. Después de todo, esa es la razón de un relato. Creo que los cinco cuentos  del libro son estupendos. Aunque siempre  va a suceder que alguno de ellos puede suscitar mayor interés porque toca alguna fibra especial. En mi caso,  eso me ha sucedido con el primer cuento, y el más extenso. El olvido que seremos, que  narra en paralelo dos historias. Por un lado la admiración de un escritor por alguien ya reconocido como Héctor Abad Faciolince y a su novela del mismo título; por el otro, la narración intensa y conmovedora  de la relación entre un hijo y un padre,  con una gran distancia generacional,  cuya historia es contada desde la perspectiva del  hijo que recuerda los avatares de una vida paternal signada por los altibajos. Me he sentido conmovido rememorando a mi padre y otro tanto,  perturbado  por mi  condición de padre que – como a todos seguramente – le ha tocado darse de bandazos a lo largo de la vida.

Sin embargo, al margen de esa conexión personal, afirmó que los otros cuentos no decaen  en su calidad narrativa. En La piel de Jamal hay una marca indeleble de soledad. En Ultima llamada, se logra mantener con gran sutileza el develamiento de una mentira hasta el final de la historia. En Exiliados la vida de los dos personajes es de un simbolismo estremecedor.

Ahora bien, aun cuando  ya se lo había escuchado al escritor antes de leer su libro,  el título Las visitaciones anunciaba que el propósito del conjunto de cuentos era que estas giraran en torno a esos encuentros eventuales, a esas visitas cuyo final está ya establecido, ya sea por voluntad o por cosas del destino. Esa llegada y partida de personas especiales en un momento de nuestras vidas suelen marcar muchas veces la gran diferencia.

Los invito a leer el libro de cuentos “Las visitaciones” de Pedro Llosa.  Valdrá la pena.


sábado, 29 de agosto de 2015

"La distancia que nos separa". Novela de Renato Cisneros. (Comentario)



“La distancia que nos separa” (Editorial Planeta -2015) de Renato Cisneros ha sido uno de los libros más solicitados en la reciente Feria Internacional del Libro de Lima. Dato que nos alegró mucho porque complementaba las otras buenas noticias que trajo la  FIL de este año: hubo más asistentes, se vendieron más libros, se eligieron mejores títulos. Lo que denotaba mejores lectores.
Ahora bien, hay que aceptar que la concitación sobre dicho libro  - en principio -  bien pudo  haberse debido al aprecio mediático – bien merecido – que se le tiene al autor quien, hasta unos días antes, conducía  programas periodísticos y culturales.  Del mismo modo, el tema, en sí mismo,  resultaba sugerente. Una novela de “auto ficción” que abordaba la vida del general Luis Cisneros Vizquerra, padre del autor, y controvertido  Ministro del Interior durante el régimen de Francisco Morales Bermúdez y  Ministro de Guerra durante el segundo belaundismo. Es decir, la alusión a un recorrido por las difíciles épocas que se vivieron en dicho periodo -  precisamente en el apogeo del general Cisneros -   era sugerente.
Sin embargo, luego de haberla leído, debo anotar que la novela de  Renato Cisneros se sostiene  sólidamente por sí misma y es mucho más que un contexto  histórico y un personaje controversial.  Me agradó haberla leído.
El narrador, el penúltimo hijo del general Cisneros, nos lleva por una exploración de su genealogía para comprender la figura de un padre desbordante. A ratos, carismático y en otros,  insufrible. Un padre con muchas facetas, contradicciones y  excesos tanto en el ámbito  familiar como en el espacio público en donde tuvo un papel relevante en el quehacer del país. No obstante, ese recorrido de reconstrucción también pasa por la búsqueda del autor para comprender su propia esencia. Desde el principio, se destila la inquietud del narrador por desgajar las capas de su historia familiar impulsado por un  deseo  subyacente, un deseo inaplazable  de rearmar todos sus recuerdos para colocarlos en un nuevo orden y, finalmente, reconciliarse principalmente con él mismo.
Ahora bien, la novela cobra un gran atractivo porque se trata de la decantación biográfica  del general Cisneros Vizquerra, hombre de gran importancia en la vida nacional del país en los difíciles años de la dictadura militar y la violencia terrorista de las décadas posteriores. Militar sobre el que se creó toda una leyenda – a veces exageradamente  oscura – y sobre quien se descargó toda la batería de fantasías y, seguro, también verdades completas y, en otras, a medias. Situación comprensible en una época en donde el caos ideológico y la confrontación armada interna pincharon todos los odios y todos los miedos que habían estado supurando el país.
Sin embargo, como ya dije, la novela de Cisneros, hijo, es significativa porque,  más allá de que el personaje central sea un hombre histórico¸ plantea un recorrido por una saga familiar – que con matices más, matices menos – pudiera ser  el descubrimiento de la historia  propia de cada lector. Siento que ese esfuerzo intelectual que lo lleva a escarbar en la memoria para confrontar los recuerdos idealizados con los que pudieran ser reales es una propuesta que bien pudiera tentar a muchos lectores. ¿Cuántos de nosotros no guardan asuntos inconclusos que así, irresueltos, conforman la maraña de nuestra existencia?   Con la diferencia, claro, de que, en el caso de la novela, el personaje es alguien de una intensa connotación histórica.
La novela es extensa, pero bien ordenada. En una estructura aparentemente lineal, se las ingenia para avanzar desde los inicios de la familia hasta los sucesos posteriores a la muerte del padre. Sin embargo, logra combinar hechos, reflexiones y claves que luego, poco a poco, se irán justificando. Por ejemplo, la mención de bisabuelo, abuelo, etc. es determinante para entender la naturaleza del padre y del propio narrador.  Por supuesto, esto desde el punto de vista planteado en la obra.
Escrita en de un modo bastante fluido, la narración avanza con un lenguaje limpio y claro. Mérito que le atribuyo al ejercicio periodístico del autor. Aunque, en lo personal, pienso que tiene momentos de parafraseo alegórico un tanto excesivos, sin embargo, por fortuna, no declinan la calidad de la novela.
Entiendo que, para muchos, lo que destaca, lo que la hace atractiva, es el develamiento de un personaje notorio en la vida del país, así como el hecho de que este develamiento sea llevado a cabo por su propio hijo. Y estoy de acuerdo, pero, creo los méritos de una novela deben sustentarse en la novela misma. Esto sucede cuando le lectura se despeja de los elementos extraliterarios y se manifiesta valiosa en sí misma. En lo personal, ese el mérito de la novela de Renato Cisneros.
En una de las últimas páginas de la novela, el narrador reflexiona: “Aquí he engendrado al Gaucho, dándole nombre a una criatura imaginada para convertirme en su padre literario. La literatura es la biología que ha permitido traerlo al mundo, a mi mundo, provocando su nacimiento en la ficción”.

Los invito a leerla.

domingo, 9 de agosto de 2015

VAMOS AL CINE (Comentario a propósito de 19 Festival de Cine de Lima)



« ¿Vamos al cine?», le dije, y ella, la linda Isabel, hizo como si lo pensara un poco.  Luego, matándome con su risueña  mirada, me dijo: «Ya pues».  Y al cine nos fuimos, a uno que estaba en la avenida Manco Cápac, en La Victoria. Lo recuerdo casi todo: la canchita, la espera en la fila, sus sonrosados labios haciendo mohines, el cielo plomizo de Lima (cuando no), el hall del cine con sus alfombras rojas y sus paneles iluminados que anunciaban las próximas películas,  la tibieza de sus manos cuando buscó los míos para guiarnos en la oscuridad de la sala mientras buscábamos nuestros asientos. Y  recuerdo muy bien que mis básicas intenciones tenían que ver con esos hermosos labios sonrosados. Sin embargo, Stanley  Kubrick  y Jack Nicholson nos tenían preparada otra experiencia con su estremecedora película “Resplandor”. No hubo de otra, nos quedamos enganchados con la lenta degradación del escritor Jack Torrance. Claro que obtuve como compensación que Isabel estuviera acurrucada en mis brazos en todos los momentos de suspenso, o sea, en casi toda la película, y la tuve mucho tiempo más de lo que pensaba en el parque, cerca de su casa,  tratando de dilucidar el significado de la fotografía de Torrance que aparecía al final. Lo confieso, Kubrick no solo me enseñó cómo era un buen cine, también me acercó mucho más a Isabel. Hasta que – como todo – aparecieron las letras inevitables del final.
Aunque para dramas, mi madre a quien no se le ocurrió mejor situación  que llevarme al cine  para anunciarme que se divorciaba, que se iba, que nos abandonaba porque había un villano en casa, es decir, mi viejo. Y para prepararme antes del notición, primero fuimos a ver los “Siete magníficos”, con Steve McQueen, Yul Brynner y Charles Bronson y otros más que estaban de moda. Supongo que lo hizo porque había calculado que a los varoncitos les gustaban las películas de vaqueros. En mi caso, hasta allí,  no me había interesado mucho el tema de los westerns. Pero – dado el contexto – he allí otra película que ha marcado mi vida. Solo mucho tiempo después, ya algo metido en la fascinación por el cine, descubrí que la película fue una adaptación de “Los siete samuráis” del gran Akira Kurosawa. Entonces muchas cosas se aclararon, como que una cosa era una película dirigida por Kurosawa y otra si la dirigía un tal Sturges que hizo lo que pudo, pero no pudo mucho. No obstante, lo confieso, de tanto en tanto, vuelvo a ver los “Siete magníficos” y siento un leve estremecimiento en las escenas melodramáticas, como cuando Charles Bronson agoniza y se da tiempo para parafrasear un discurso de despedida y unos niños que lo admiraban lo lloran tiernamente. No diré igualito, pero también hice algo parecido cuando, finalmente, mi madre me soltó su alocución de despedida. Además, igualito que en las películas de vaqueros, creo que un sol (anémico, como suele ser en Lima) también caía detrás del horizonte cortado por los cerros antes de que se cerrara otro capítulo de mi vida.
Claro que ha habido muchas películas que han tenido gran significado en mi vida, como a casi a todos. Y junto a las películas,  también tuvieron significado los lugares en donde las he visto. Soy de la generación de los que asistía con entusiasmo al auditorio de la cooperativa San Elisa, ahora un viejo y abandonado edificio en el jirón Cailloma, por el Centro de Lima. Un fantasma que hace poco fue cerrado después que se hubo convertido en un suburbio de  marginados que rondan las noches sórdidas del Centro.  Pues bien, allí funcionó una sala de cine en donde se proyectaban las películas que jamás  se pasarían en las salas convencionales o las que se pasaban  apenas lo suficiente como para comprobar que no iban funcionar.   Claro que había otros cines club – esa era la definición que se le daba a esas salas en esos tiempos heroicos – y por supuesto que se iba: al cinematógrafo de Barranco o la antigua filmoteca que funcionaba en el Museo de Arte de Lima. Sin embargo, cuando me toca recordar los juveniles tiempos de cinefilia, de libros viejos, de las primeras revistas que se imprimían desde la universidad en unas máquinas llamadas mimeógrafos, los tiempos de los bisoños  debates que terminaban – muchas veces a patadas -, la época de ansiedad cultural, entonces me viene a la memoria la sala de cine del auditorio Santa Elisa, y Woody Allen, con “La rosa púrpura del Cairo”, “!Zelig”;  de pronto, como un salto a otra dimensión, llegar a Fellini y la “Dolce Vita”; luego quedarse bizco y algo turulato con  Eisenstein y  “El acorazado Potemkin”.
En fin, lo cierto es que el cine me ha acompañado siempre. Hasta podría refrendar la manida, pero efectiva afirmación de que cada momento importante de mi vida tiene una película, una canción y una novela que la enmarca.
Y aunque casi todo está en constante cambio, y los recuerdos no hacen sino confirmarlo, hay otros que se mantienen en el tiempo. Ese el cine. A pesar de que las salas, al  menos en su mayoría,  ahora son múltiples cubículos o, más aún, aun cuando sus mágicos espacios hayan sido cambiados por los discos compactos y las salas de la casa, el cine está allí, marcando nuestros momentos.  
Por eso, mis felicitaciones a quienes por estos días han hecho posible una edición más del Festival de Cine de Lima. Ciertamente no todos están conformes, y seguramente, se podría mejorar; pero, por mientras, en Lima tendremos nueve días de películas de ficción, documentales y muchas otras actividades. Lamentablemente, la mayoría de nosotros no tendrá tiempo de asistir ni al diez por ciento de todo lo que se ofrece, pero algo se podrá hacer.

Por ahora me quedo con la frase de Orson Welles: «Es imposible hacer una buena película sin una cámara que sea como un ojo en el corazón de un poeta».

jueves, 6 de agosto de 2015

BALANCE DE LA FERIAL INTERNACIONAL DEL LIBRO DE LIMA 2015



Alegra el balance final de la Feria Internacional del Libro de Lima 2015.  Asistieron 502,800 asistentes, eso significa un 12% más que en el 2014. Hubo ventas por  13 millones 600 mil soles, es decir, 30% más que el año pasado.
Se entiende que  esta mejora en cifras es el resultado de un trabajo más eficiente (ojo, no óptimo, pero sí rescatable). Según datos de la Cámara Peruana del Libro, se realizaron 630 actividades y hubo presencia de 155 estand en un ambiente renovado con una extensión de 15 mil m². Cifras que indican una intensa y variada actividad que atrajo al público.
Aun cuando todavía se  supera los resultados de otras ferias latinoamericanas,  se nota que la distancia ya no es tan embarazosa. La cantidad de asistentes ha igualado a la de Bogotá (520 mil visitantes) y se aproxima a la de Guadalajara (765,706). Sin embargo,  todavía  falta mucho para alcanzar el millón doscientos mil visitantes que recibe cada año la Feria del Libro de Buenos Aires.
Felicitaciones, pues,  a los organizadores. Esperaremos ansiosos la siguiente FIL que, seguramente, superará los resultados de esta.

¡Ah! Algo más. Entre los libros más vendidos está la novela de Renato Cisneros,  “La distancia que nos separa”, “HHhH” de Laurent Binet; el ensayo de Charles Walker, “La rebelión de Túpac Amaru”; y “La urgencia por decir nosotros” de Gonzalo Portocarrero.  En este sentido, de acuerdo plenamente con el comentario de la revista Caretas. Es decir, se quedaron rezagados los libros de autoayuda, los “best sellers” para adolescentes y alguno que otro título de “escritores” que se confiaron en su vigencia mediática creyendo que con eso  concitarían la atención. Esta vez, buena por el lector peruano que ha sorprendido  gratamente con sus gustos.

domingo, 2 de agosto de 2015

MI RECUERDO CON LOS LIBROS (COMENTARIO)


MI RECUERDO CON LOS LIBROS

No recuerdo la  edad exacta que tenía cuando llegó a mis manos mi primer libro, Las fábulas de Esopo. Digo mi primer libro porque,  quien me lo regaló, se había tomado el trabajo de escribir mi nombre en la primera página de respeto: Propiedad de Ríchar Primo. Fue una sensación rara. Grata eso sí. Era un libro que me pertenecería  por completo.
De hecho era muy pequeño en aquel tiempo, aunque recuerdo, eso sí,  que leía todo lo que llegaba a mis manos; pero niño después de todo, perdía, destruía u olvidaba muchas de las cosas que me regalaban.  Sin embargo ese primer libro estuvo entre los objetos que deambularon conmigo cuando la vida me sometió a una interminable mudanza mientras mis padres se divorciaban. Aquel librito de historias inocentes en donde zorros, liebres, sapos vivían aventuras aleccionadoras, finalmente se quedó en el fondo de alguna maleta olvidada junto con mi accidentada niñez. Pero hasta hoy, cada vez que veo su carátula  en el aparador de una alguna librería, siento una brisa de ternura que me estremece.

Luego fueron llegando otras lecturas que  para entonces marcaron mi adolescencia. En aquella época, muchas de mis lecturas las realicé en una pequeña biblioteca que sobrevivía en la avenida Tarapacá, en el Rímac, muy cerca del Colegio Ricardo Bentín. Muchos años después, en un ataque de nostalgia, pasé por allí, buscando aquella biblioteca, pero ya no quedaban rastros de ese pequeño cubículo de ocho metro cuadrados, con dos pequeñas ventanas protegidas con barrotes,  y muchos libros atiborrados en estanterías que llegaban hasta el techo, libros de todo tamaño que abarcaban hasta los pequeños pasadizos y cualquier lugar donde pudiera haber  algún espacio.  En aquella biblioteca, las mesas de lectura eran barras de madera adheridas a las paredes y se leía sentado en taburetes incomodísimos.
Hoy, la avenida Tarapacá es una calle  de mejor ver, con muchos negocios que prosperan; pero, sin su pequeña biblioteca,  pienso que  ha quedado incompleta. En fin, cosas de la nostalgia. Recuerdo que eran libros viejísimos, forrados con vinifán. Los dos veteranos bibliotecarios que se encargaban del lugar, por turnos,  solían prestármelos para llevarlos a casa, aunque por lo general los leía allí mismo. A pesar de su incomodidad, era un lugar más tranquilo que el hogar en donde vivía y que aún no terminaba de disolverse. Una tarde encontré a los dos bibliotecarios exultantes: habían recibido un donativo de libros nuevos, incluso las mismas cajas en donde habían llegado eran inusitadamente nuevas. Aquella vez, junto con otro par de muchachos, ayudé a los bibliotecarios en el intento de acomodarlos provisionalmente hasta que pudieran organizarlos, ficharlos y cosas por el estilo. Los libros olían a nuevos y recuerdo que dejábamos correr sus hojas solo para deleitarnos con el olor a novedad.
De esa colección, recuerdo haber leído, muchas veces,  La palabra del mudo de Julio Ramón Ribeyro. Descubrí Metamorfosis de Kafka que me dejó estupefacto. Entonces traté de leer El Proceso. Confieso que no entendí mucho de aquel libro, sino tan solo mucho tiempo después. En cambio sí me asombró Billar a la nueve y media de  Heinrich Böll. Entre esos libros arribados al cubil,  encontré varios tomos de historia de Jorge Basadre, los que leí por recomendación de los bibliotecarios que me increpaban para que buscara  otros temas aparte de los literarios.  Gran lección. Confieso que, aunque me agotaron, aquellas lecturas recomendadas ampliaron mi perspectiva, aunque se me ha quedado mucho más en la memoria el libro Perú, problema y posibilidad. Cosas de lector. Poco antes de declarar acomodados los libros, el bibliotecario más viejo me ofreció un trato extraño. Me dijo que tenía más copias de las que necesitaba de la novela de Vargas Llosa, Conversación en La Catedral, que si yo le conseguía otro libro con el que pudiera canjearlo, me lo daba. Dudé, pero el bibliotecario – que pocas veces sonreía – esa vez lo hizo consciente de la buena oferta que me ofrecía. Luego regresó a sus quehaceres. De los escombros  que quedaban de mi casa, extraje un libro grande, con tapa de cuerina: Tratado de historia automotriz o algo así.  Afortunadamente, el trato funcionó y me quedé con el libro. El bibliotecario  le estampó un sello: Donativo de la Biblioteca Bentín. Luego escribió mi nombre y me lo alcanzó. «Para tu biblioteca», me dijo.

Siempre les he contado a mis amigos más queridos que esa novela cambió mi vida. Después de leerla, mi mundo se descalabró y tuve que reconstruirla en función de la escritura, y solo entonces todo tomó sentido. Pero esa es otra historia.
Lo que quiero compartir, tiene que ver con los libros en general. Años después, ya independiente y sometido a todas las vicisitudes de la vida, igual, siempre he disfrutado de la compra de un libro. Ya sea nuevo o de segunda. Lo cierto es que los libros me han llevado por muchos lugares excepcionales y me han salvado de muchas maneras.  Los libros han significado ese punto de referencia que, muchas veces,  me ha permitido retomar mi rumbo. Han sido ese faro que me ha reubicado cuando necesitaba recordar una lección olvidada. A veces, cuando sentía, por ejemplo, que la soledad me abrumaba, allí estaba uno de ellos, cerca de mi velador. En las  librerías, cuando  me encontraba con un título que parecía conectarse contigo, leía la contratapa y luego, bastaban  unos segundos de lectura de las primera hojas y, definitivamente, comprendía que había  hallado un nuevo amigo.
También es cierto que, a los largo de mi vida, he tenido que abandonar varias pequeñas bibliotecas, pero siempre he guardado en la maleta algunos libros que siempre me han acompañado en alguna nueva aventura: la novela de Vargas Llosa incluida, por supuesto.

Por eso, en estos días en que se habla de que los libros van a quedar expuestos a la inflexibilidad de los impuestos, me parece necesario recordar que los libros – aun cuando parezca iluso – deberían estar por encima de asuntos financieros que, para variar - que yo recuerde - siempre han estado en crisis.

Que cada quien evoque  su relación con los libros y que sature la red con estas memorias - nunca como ahora - tan imprescindibles.

miércoles, 29 de julio de 2015

NO AL IMPUESTO A LOS LIBROS



ESTÁ POR VENCER  EL PLAZO DE EXONERACIÓN DE IMPUESTOS AL LIBRO EN PERÚ

En octubre del 2003 el Ejecutivo promulgó la Ley de Democratización del Libro y Fomento de la Lectura, donde se establecía que por doce años los libros no pagarían Impuesto General a las Ventas (IGV) y tendrían aranceles preferenciales para su importación.
Si el Ejecutivo no prorroga esta exoneración, un libro editado en el Perú podría costar un 18% más por el IGV, mientras que los importados subirían entre un 30% y un 33%. Además, estos estarían sujetos al IGV, al que – según se dice -  se le sumaría entre un 12 y 15% por tasas en aduanas.
La Cámara Peruana del Libro (CPL) – en el marco de la Feria Internacional de Libro 2015 (FIL)  - viene recolectando firmas del público para evitar que los precios de los libros en el Perú suban.
Con esta campaña – y todas las demás que se puedan organizar -  lo que  se busca es llamar la atención del Congreso de la República y el Ejecutivo, especialmente del Ministerio de Economía y Finanzas (MEF), para que se extienda la vigencia de varios artículos de la actual Ley del Libro que exonera a las obras del pago de gravámenes.
Con la exoneración del pago de impuesto a la renta por derecho de autor, la producción de libros en el país se ha duplicado en los últimos diez años. En el 2003, año en que entró en vigencia dicha exención, la cifra bordeaba las 3.500 publicaciones y en el 2012 se incrementó a más de 6.000.

EL TEMA DE LOS IMPUESTOS A LOS LIBROS EN AMÉRICA LATINA

En Argentina, país los libros están exentos de cualquier impuesto el material editorial.  En Brasil es cuentan con un artículo de la constitución de 1988 que les confiere a los libros inmunidad tributaria.
En Cuba, Ecuador, Paraguay, República Dominicana, Uruguay y Venezuela, quienes compran libros están exentos de pagar IVA por ellos. Lo mismo sucede en Colombia y México.
En Bolivia, donde se aplica un IVA del 13% a los libros, la Cámara Boliviana del Libro está trabajando, junto a los ministerios de Educación y de Cultura, en un proyecto de ley para eliminar el gravamen.

UNÁMONOS A ESTA CAMPAÑA

Si bien es cierto que no es recomendable – para una sana economía – plantear exoneraciones de impuestos a productos que, probablemente, también podrían reclamarlo, en el caso de los libros, hay razones sólidas y trascendentes que la respaldan. El crecimiento de una nación no solo debe  medirse por su  consolidación económica, sino por su afirmación cultural y  su fortalecimiento educativo. Esta es una  aseveración aceptada por tirios y troyanos.
En este sentido, el libro sigue siendo un  medio a través del cual, no solo se puede acceder a toda clase de conocimientos, sino, y más importante aún, se accede a una información mucho más elaborada que la que se encuentra, por ejemplo, en las páginas de Internet, al menos por ahora. Salvo las lamentables excepciones de siempre, por lo general,  los contenidos de los libros pasan por una mayor reflexión por parte del autor  y un mayor control editorial.
Algo más, aparte de la múltiple y mejor pensada  información que suelen brindar los libros, estos permiten el ejercicio de  capacidad de abstracción, lo que, a su vez, desarrolla las capacidades básicas que se reclama en todo proceso educativo formativo.
Por supuesto que hay estudiosos que tienen una mayor autoridad para ampliar y fundamentar lo dicho en los párrafos anteriores; sin embargo, lo irrebatible es que los libros son medios aún fundamentales si se habla desarrollo educativo.
German Coronado, presidente de la Cámara Peruana del Libro, recientemente ha afirmado: “Los libros generan conocimiento, inclusión, más oportunidades. Si no fomentamos todas las formas de cultura, el Perú va a convertirse en un país de gente de muy poco criterio y escasa visión de mundo”. Totalmente de acuerdo.
Unámonos ya a esta Campaña. Cuando vayan a la FIL 2015, busquen  el estand en donde se está haciendo la colección de firmas que serán enviadas al Congreso, y cuando pase la Feria, estemos atentos a toda actividad que evite que los libros sean recargados con impuestos que – lamentablemente –  nos alejarían de ellos.

martes, 12 de mayo de 2015

"NOSOTROS LOS BURÓCRATAS", OBRA TEATRAL (COMENTARIO)



Esta semana tuve la oportunidad de ver la obra de teatro “Nosotros los burócratas”. Obra escrita por la dramaturga y actriz, Delfina Paredes, y que fue premiada en 1980, en el  Primer Premio del Concurso Nacional de Obras de Teatro, organizado por el Teatro Universitario de San Marcos (TUSM). En ese momento, por lo que entiendo,  el concurso más importante del país. Sin embargo, por extrañas  circunstancias, la obra recién ha sido llevada a escena este año,  bajo la dirección de Martín  Velásquez, quien es, precisamente, nieto de la dramaturga
¿Cómo así, una obra premiada y – de paso – escrita por una de las actrices más emblemáticas del teatro nacional queda en el olvido por tanto años?
En fin,  al margen  de estas  sinrazones   – que probablemente merezcan una nota aparte -   la obra teatral viene dejando una muy buena impresión en el público.  
Nosotros los burócratas, cuenta cómo un grupo de teatro de un Ministerio Público decide representar su vida laboral.  Sin embargo, el drama se acrecienta porque,  precisamente,  todo se lleva a cabo en el crucial día en el que  saldrá publicada una implacable y generalizada  lista de despidos de empleados públicos, como parte de una política de reorganización del Estado.  Hay, pues, una espada de Damocles pendiendo sobre la cabeza de los funcionarios. Al menos eso se infiere del desarrollo de la obra.
Ahora bien, la obra – como las cajas chinas – tiene varios niveles narrativos porque, de pronto, y con un artilugio teatral que me hizo recordar a Luigi de Pirandello, dramaturgo italiano de gran trascendencia,  se conecta con el público y propone una improvisación que nos lleva a la vida y problemas familiares de aquellos aficionados actores y burócratas amenazados por el despido.  Los sueños y las aspiraciones personales de cada uno, empleados supeditados a los intereses políticos de algún gobierno de turno, podrían quedar frustrados. Un acertado reflejo de la precaria situación económica, la inseguridad laboral y el incierto futuro que se vivió en el Perú de aquellos años cuando fue escrita la obra y que, por lo visto, no ha cambiado gran cosa en lo referente a la oficinas e instituciones públicas.
Cuando la obra se acerca al final, el interés por saber quiénes serán los despedidos está al tope. La tensión no solo incluye a los actores-empleados, sino al  propio público, que ya ha sido comprendido en la obra. En mi opinión, ese es uno de sus mayores logros.
Aun cuando hay momentos en los que gana el discurso típico del teatro de denuncia, una marca indeleble de la dramaturgia de aquellos tiempos, pero que, desde mi punto de vista, es un excedente explicativo que sobrecarga una historia. 
No obstante, la obra es coherente con la línea de teatro que ha caracterizado a la siempre  respetable y  talentosa  Delfina Paredes, y eso sí que es encomiable. “Nosotros los burócratas” es una obra que vale la pena ver.

Va de jueves a domingo a la 8pm, todo el mes de mayo, en la ya mítica sala de la triple AAA (Jr. Ica 323, Cercado de Lima)

sábado, 2 de mayo de 2015

"La pasajera" de Alonso Cueto (Comentario)



Luego de leer  la reciente novela de Alonso Cueto, La pasajera (Edit. Seix Barral 2015), tuve que esperar un buen rato hasta  sosegar el  espíritu. No podía ser de otro modo. Para quienes fuimos – de alguna manera – testigos de los aciagos tiempos vividos en la época del terrorismo,  siempre nos va a perturbar el recuerdo de aquellos tiempos, ya sea a través de un cuadro, una fotografía,  una composición musical o un libro. En este caso, una eficiente  y breve novela.
La pasajera es la  historia del encuentro fortuito,  en un taxi, de un exmilitar del ejército  y una  peluquera. El drama de este encuentro es  intenso porque el  exmilitar – quien es el  taxista –  durante su servicio en Ayacucho (en la época del terrorismo)  se vio obligado a ordenar  un acto vejatorio contra una mujer, un acto tan desalmado que - aun muchos años después – el remordimiento por ese hecho lo sigue atormentando.  La pasajera que sube al taxi  había sido, precisamente, la mujer que tuvo que sufrir los vejámenes de aquella atroz decisión.  A pesar del tiempo transcurrido, ninguno  de los dos personajes ha logrado sobreponerse a las trágicas experiencias vividas en el  Ayacucho de aquellos tiempos.  Victimario y víctima viven su propio calvario y ese encuentro casual agita las aguas turbias de los recuerdos y reinicia un  drama que – por lo visto -  aún no había concluido y deja ver las heridas abiertas de una dolorosa historia que todavía no se ha cerrado.
La novela  –  manejada con un innegable  suspenso y  con las características inherentes a una novela realista –   nos recuerda que, efectivamente, ese capítulo doloroso de nuestra historia no puede considerarse cerrado. Lo cierto es que el impacto de aquellos años de violencia todavía nos persigue, nos afecta, nos duele.  Y aun cuando algunos analistas  ya recomiendan cerrar esa etapa, al menos como referencia creativa para los artistas, por lo visto todavía hay mucho que decir al respecto. En la novela de Alonso Cueto, la historia que se cuenta  está contextualizada en el presente; sin embargo,  los hilos sombríos del pasado aún tienen atrapados a los personajes. ¿Cuántas historias todavía no se han cerrado? ¿Cuántas vidas – a pesar de los años que han transcurrido – siguen sufriendo las consecuencias de un período infausto? La literatura – como todas la demás manifestaciones artísticas – no tiene otra obligación sino la de materializar lo que percibe en su entorno y tal como la percibe. En este sentido, La pasajera es, pues, una novela honesta, breve, sin otra pretensión que la de narrar una historia en tono de ficción; pero  que nos lleva, de modo directo,  a una  imprescindible reflexión sobre una  dolorosa experiencia que aún nos acosa.

La novela fue presentada hace varias semanas, y ha sido bien recibida. Esto más allá de algunos apuntes  desmedidamente puntillosos, más afanados en fruslerías gramaticales que en los aciertos literarios. Este Escribidor ha demorado su humilde comentario porque – como la mayoría de homínidos – tiene los días colmados de quehaceres laborales, y su bandeja de libros que leer sigue congestionada. No obstante, para quienes aún no la hayan leído, se las recomiendo. El final de la novela es un tierno acto simbólico cargado de optimismo. 

lunes, 23 de febrero de 2015

"El rumor de las aguas mansas", de Christian Reynoso (Comentario)



"El rumor de las aguas mansas" (Lima, Peisa, 2013), segunda novela de Christian Reynoso (Puno, 1978)  ha llamado gratamente la atención de la crítica literaria. Eso se infiere, de inmediato, de las notas y comentarios que se han escrito acerca de ella desde su publicación.  
En lo personal, he leído la novela con suma atención, y reconozco que quedé rápidamente atrapado en la lectura.  A pesar de sus 314 páginas,  la leí casi de un tirón buscando descifrar – como suele suceder en una buena novela - los enigmas que se habían planteado desde muy temprano.
Ahora bien, hay un componente histórico que estimula  el interés,  aun antes de iniciar la lectura. Me refiero a los lamentables hechos sucedidos en abril de 2004 cuando una turba descontrolada asesinó brutalmente al alcalde del distrito de Ilave, en la provincia de El Collao. Un hecho  que hizo reflexionar sobre cómo la violencia– en este caso disfrazada de justicia popular -  sobrepasaba todos los límites hasta llegar a la más espantosa barbarie.  La noticia causó un impacto estremecedor no solo  en los habitantes del departamento de Puno, sino, en general, en toda la comunidad peruana e internacional. Sin embargo, y como suele suceder, la memoria de  dicha tragedia se fue relegando hasta perderse, al menos de la  memoria general, mas no de la complicada región de Puno, en donde los resentimientos y conflictos aún subsisten.  Es en este contexto, en el que Christian  Reynoso  decide desarrollar su novela.

No obstante, el mérito de la novela radica, precisamente, en revivir un hecho dramático, pero sin convertir su libro en una crónica o trabajo documental de corte periodístico. En “El rumor de las aguas mansas” hay una trama que se entrelaza con el relato de aquellos infaustos hechos. Un escritor, Bruno Giraldo, quien decide consolidar su relación amorosa con un joven veinte años menor, Almudena,  tiene que alterar sus planes cuando un amigo cercano, el periodista  Núñez – cuya vida corre peligro – le entrega un sobre con documentos que contienen una investigación que revelaría los pormenores de una conspiración que acabaría por propiciar, finalmente, el linchamiento del alcalde Fernando Godoy. Dichos documentos desatan una sórdida e implacable  persecución de quienes serían los directos sospechosos y  que obliga a Bruno, Almudena y a un par de amigos a una huida que los irá  alejando cada vez más. Por mientras, el periodista Núñez desaparece. La persecución arrecia entonces y el asunto alcanza niveles de suspenso cuando se descubre que, incluso, hay infiltrados entre los amigos más insospechados.
La aventura se extiende a países como Bolivia, Paraguay, Argentina, y ciudades como Lima, aunque  el eje desde el cual giran todas las locaciones seguirá siendo “Lago Grande”. He aquí otro hecho interesante en la obra de Reynoso, quien –  ya desde su novela "Febrero lujuria" e, incluso, desde algunos cuentos anteriores – ha ido dándole forma a una ciudad ficticia llamada, precisamente, “Lago Grande”; por supuesto, con una innegable  relación con la ciudad de Puno. Pero, al igual que Juan Carlos Onetti con la ficticia Santa María, Reynoso se desenvuelve con más soltura en una ciudad ficcional en donde sus componentes no tienen, necesariamente, que mantener una fidelidad con la realidad, aun cuando mantiene los vasos comunicantes con ella.  En esta, su segunda novela, “Lago Grande” va adquiriendo una mayor personalidad, un trazo que avizora toda una dimensión plena en donde, probablemente, se desarrollen  sus nuevas historias.
Estructuralmente, la novela está divida en tres partes. Es en la segunda parte, en donde la novela aborda el penoso asunto del linchamiento del alcalde. El autor usa, de modo eficiente,  un narrador omnisciente que se interna en la mente de los personajes  que están detrás del asesinato del alcalde. Hay un cierto tono periodístico que le da dinamismo a este capítulo. En el último capítulo, se cierran los hilos del misterio, usando recursos eficientes como la entrevista con uno de los implicados.

Al terminar de leer la novela, y más allá de la certeza de haber leído una estupenda novela muy bien contada, me ha quedado la certeza de que en este país  - de variadas culturas y muchos resentimientos  - hay todavía mucho que resolver.  Y si  estas contradicciones no se remedian, la amenaza de un magma de violencia latente  podría estallar ante cualquier pinchazo social.  En el mismo título de la novela, “El rumor de las aguas mansas”, el autor deja en evidencia, precisamente, lo anunciado:  "Hay un territorio inflamado bajo la apariencia de aguas mansas".

Recomiendo plenamente la lectura de este novela, y felicito a Christian Reynoso por un estupendo trabajo que deja muy  en claro que la literatura peruana contemporánea cuenta con escritores serios, disciplinados y   consolidados como Reynoso quien – según entiendo – ha decidido dedicarse plenamente a literatura.  Congratulaciones.

martes, 17 de febrero de 2015

"Flores amarillas" de Raúl Tola (reseña y comentario)


"Flores Amarillas" (Edit. Alfaguara - 2013) es una excelente novela  que, por un lado, narra la historia de una familia de migrantes italiana que llega a Perú a mediados del siglo XIX, mientras que, en capítulos alternados, da cuenta  del apogeo y posterior decadencia de uno de sus  descendientes, Severo Versaglio,  a mediados  del siglo XX. 
Los capítulos que narran la salida de los primeros Versaglio –  de un pueblo llamado Brunate –  están enmarcados en la Italia revolucionaria de Garibaldi, allá por los años 1860, lo que incluye, de paso, un curioso dato acerca de una visita algo furtiva de Garibaldi al Perú. Hay un interesante tono de aventura en dichos capítulos y que hacen de la odisea - de Albano y su hijo Giovanni -  un particular  cuadro de lo que debe haber significado la  inmigración en muchas de aquellas familias que finalmente terminaron por establecerse en el Perú.   
De otro lado, la historia de uno de los descendientes, el velado y poderoso Severo Versaglio, está contextualizada en la Lima del ochenio de Odría. Dicho espacio y tiempo, signado por la dictadura, la corrupción  y las relaciones mafiosas entre el gobierno y los grupos de poder forman el ambiente apropiado  en donde – desde la perspectiva de la novela – la naturaleza astuta, y a ratos  desalmada, de don Severo Versaglio logra desenvolverse cómodamente, lo que  le permite alcanzar una notoria prosperidad que luego – por los propios juegos del poder y la corrupción –  deriva  en una calamitosa decadencia.
Ahora bien, la novela – como ya se mencionó  – está organizada en capítulos alternados con un buen manejo de los tiempos y de los espacios, y con un lenguaje sobrio que se adecua correctamente a la estrategia narrativa de la novela: una tercera persona omnisciente y ponderada. Solo en muy pocos momentos, la voz narrativa resbala en alguna exuberancia adjetiva.
Algunos de los personajes que aparecen – principalmente en los capítulos que abordan los avatares de Severo Versaglio – están diseñados a partir de supuestos personajes de la vida real: sutil juego que estimula la curiosidad de algunos  lectores que intentan  – por lo común – compararlos con los seres históricos. Sin embargo, más allá de ese  sugestivo y válido artificio, personajes como el mismo Severo Versaglio, su cuñado Lucas, el Tatán de la novela, así como Esparza Zañartu y el propio Odría, entre otros, alcanzan su particular dimensión y corresponden bien con el sentido y la atmósfera que se plantea en la novela. Buscar confrontarlos con los seres históricos o familiares del autor solo quedaría en la anécdota. Lo que se valora  en una novela es ese universo paralelo que puede coger como referencia muchos elementos de la realidad, pero que luego toman su propio camino en ese maravilloso espacio inconmensurable de la ficción y tan solo limitados por  un requisito básico: la verosimilitud literaria.
Como suele suceder, la obra tiene referentes indudables que el mismo autor reconoce en los epígrafes que cita. Tanto el hálito narrativo de Mario Vargas Llosa como la hondura de Mario Puzo impulsan inicialmente la novela. Sin embargo - también como debe ser - Raúl Tola luego toma su propia ruta, logra una narración personal y deja evidencia de una voz propia que, seguramente,  irá consolidándose en sus siguientes trabajos.

Si acaso no alcanzaron a leer esta novela, se las recomiendo. Principalmente a aquellos lectores que esperan  hallar una trama, un conflicto y un contexto histórico convincente. 

miércoles, 11 de febrero de 2015

Fulano y la rosa. De "Notas de la Ciudad" (relato)


A propósito de la llegada del catorce del febrero, conocido como el "Día de los Enamorados", les dejo esta pequeña Nota de la Ciudad.




FULANO Y LA ROSA

Fulano sostenía una rosa en la mano derecha y, en la otra mano, cargaba un bolsón negro y envejecido, tipo mochila.  Era de mediana edad, tenía la cabellera lacia, desordenada y algo sucia;  una barba de náufrago y una mirada de huérfano que, francamente, lastimaba. Pude verlo bien porque estaba parado muy cerca de mí. Yo estaba cerca de la esquina que se formaba en la intersección de la avenida Pardo de Zela con Arequipa y  aguardaba, junto otros peatones,  a que pasara el colectivo  que me llevaría, por fin,  a casa después de tantas horas de oficina y  de complicaciones propias de cada día.
El hombre de la rosa en la mano parecía medianamente normal, aunque sus ojos lucían algo extraviados; sin embargo, lo extraño era  la rosa, una sola, de tallo largo y de capullo  encarnado, envuelta en papel celofán, lucía como fuera de lugar entre sus  fachas desastradas e incitaban cierta sospecha en los transeúntes de esa hora. Por lo menos,  evidenciaban a Fulano como un extravagante o como un tonto de primera clase: de esos que aún escuchaban baladas amorosas del recuerdo, que copiaban poemas enmarcados en viñetas de flores trenzadas y que sufrían, a fondo, por amor.
Lo cierto es que sentí vergüenza ajena y entonces opté por alejarme unos pasos de él. Los demás, los que se tropezaban a ratos con él y descubrían la rosa entre sus manos, inmediatamente mostraban una sonrisa socarrona y poco disimulada, además de ciertos  gestos burlones. Había otros que hasta buscaban la mirada cómplice con algún otro caminante para confirmar la estupidez de aquel Fulano de piel cetrina, casaca azul y con una rosa intensamente roja entre sus dedos oscuros.
Ya era la hora punta y el paradero de Pardo con Arequipa ya estaba totalmente congestionado de peatones que aguardaban su transporte. Una delgada línea rojiza, la última luz  de la tarde,  aún se mantenía por encima de los empolvados edificios de Lince, aunque la llegada de la noche ya  se presumía.  Las luces de los faroles iban despertando y los colores fosforescentes de los letreros luminosos  se iban haciendo más nítidos sobre las fachadas de los comercios.
De pronto, de uno de los vehículos de transporte público que reiniciaba la marcha con el cambio de luces,  salió una voz sibilina que gritó en el momento justo: ¡Imbécil! Era obvio que el agravio iba dirigido al hombre de la rosa. Sin embargo, este pareció  no haberse inmutado, aunque tenía que haberlo oído porque el insulto se escuchó, fulminante, en el mínimo espacio de silencio que puede darse entre los bocinazos, los silbatos y los gritos de los cobradores que vociferaban nombres de calles y distritos. La voz rasposa se filtró, exactamente, en ese resquicio: ¡Imbécil!

Fulano alzó un poco más la rosa que ahora parecía más erguida, más roja, más intensa. Yo estuve  mirándolo a ratos, conmovido y curioso, pero sin descuidar la visión de la avenida por donde tendría que llegar mi transporte. A ratos, los viejos y desfallecientes árboles que vigilaban la avenida Arequipa susurraban intensamente  cuando el viento del crepúsculo y las últimas parvadas de aves vagabundas removían sus hojas.
Cuando por fin llegó  el colectivo que me llevaría a casa, y lo abordé entre empujones, pude ver que Fulano aún permanecía en su lugar, cerca de un puesto de revistas y casi de espaldas a una carretilla que vendía dulces y cigarrillos al paso. Fulano tenía toda la facha de un hombre a quien habían plantado; no obstante, seguía sosteniendo la flor envuelta en su celofán. A ratos parecía difuminarse entre la cerrazón del gentío; luego, reaparecía: la mirada algo extraviada, la casaca azul, el bolsón colgado del hombro derecho, la rosa roja- casi refulgente - entre sus manos entumecidas.
Recordé que mañana tenía una reunión de trabajo muy temprano, que las ventas habían bajado, que había que trazar nuevas estrategias de captación de mercado y que, en lo personal,  debía mejorar mi récord si quería seguir ascendiendo en la empresa. Es decir, como tantos otros: había que trabajar más, afanarse más, la vida era muy corta, había tanto que hacer.


Cuando el colectivo dio la vuelta por la avenida Arequipa con dirección al Centro, todavía pude ver un poco de Fulano y hasta algunas de las miraditas burlonas de los transeúntes de esa hora. Luego el silbato de la policía apresuró el tránsito, la noche se hizo  definitiva y ya no pude ver más a Fulano.