miércoles, 11 de febrero de 2015

Fulano y la rosa. De "Notas de la Ciudad" (relato)


A propósito de la llegada del catorce del febrero, conocido como el "Día de los Enamorados", les dejo esta pequeña Nota de la Ciudad.




FULANO Y LA ROSA

Fulano sostenía una rosa en la mano derecha y, en la otra mano, cargaba un bolsón negro y envejecido, tipo mochila.  Era de mediana edad, tenía la cabellera lacia, desordenada y algo sucia;  una barba de náufrago y una mirada de huérfano que, francamente, lastimaba. Pude verlo bien porque estaba parado muy cerca de mí. Yo estaba cerca de la esquina que se formaba en la intersección de la avenida Pardo de Zela con Arequipa y  aguardaba, junto otros peatones,  a que pasara el colectivo  que me llevaría, por fin,  a casa después de tantas horas de oficina y  de complicaciones propias de cada día.
El hombre de la rosa en la mano parecía medianamente normal, aunque sus ojos lucían algo extraviados; sin embargo, lo extraño era  la rosa, una sola, de tallo largo y de capullo  encarnado, envuelta en papel celofán, lucía como fuera de lugar entre sus  fachas desastradas e incitaban cierta sospecha en los transeúntes de esa hora. Por lo menos,  evidenciaban a Fulano como un extravagante o como un tonto de primera clase: de esos que aún escuchaban baladas amorosas del recuerdo, que copiaban poemas enmarcados en viñetas de flores trenzadas y que sufrían, a fondo, por amor.
Lo cierto es que sentí vergüenza ajena y entonces opté por alejarme unos pasos de él. Los demás, los que se tropezaban a ratos con él y descubrían la rosa entre sus manos, inmediatamente mostraban una sonrisa socarrona y poco disimulada, además de ciertos  gestos burlones. Había otros que hasta buscaban la mirada cómplice con algún otro caminante para confirmar la estupidez de aquel Fulano de piel cetrina, casaca azul y con una rosa intensamente roja entre sus dedos oscuros.
Ya era la hora punta y el paradero de Pardo con Arequipa ya estaba totalmente congestionado de peatones que aguardaban su transporte. Una delgada línea rojiza, la última luz  de la tarde,  aún se mantenía por encima de los empolvados edificios de Lince, aunque la llegada de la noche ya  se presumía.  Las luces de los faroles iban despertando y los colores fosforescentes de los letreros luminosos  se iban haciendo más nítidos sobre las fachadas de los comercios.
De pronto, de uno de los vehículos de transporte público que reiniciaba la marcha con el cambio de luces,  salió una voz sibilina que gritó en el momento justo: ¡Imbécil! Era obvio que el agravio iba dirigido al hombre de la rosa. Sin embargo, este pareció  no haberse inmutado, aunque tenía que haberlo oído porque el insulto se escuchó, fulminante, en el mínimo espacio de silencio que puede darse entre los bocinazos, los silbatos y los gritos de los cobradores que vociferaban nombres de calles y distritos. La voz rasposa se filtró, exactamente, en ese resquicio: ¡Imbécil!

Fulano alzó un poco más la rosa que ahora parecía más erguida, más roja, más intensa. Yo estuve  mirándolo a ratos, conmovido y curioso, pero sin descuidar la visión de la avenida por donde tendría que llegar mi transporte. A ratos, los viejos y desfallecientes árboles que vigilaban la avenida Arequipa susurraban intensamente  cuando el viento del crepúsculo y las últimas parvadas de aves vagabundas removían sus hojas.
Cuando por fin llegó  el colectivo que me llevaría a casa, y lo abordé entre empujones, pude ver que Fulano aún permanecía en su lugar, cerca de un puesto de revistas y casi de espaldas a una carretilla que vendía dulces y cigarrillos al paso. Fulano tenía toda la facha de un hombre a quien habían plantado; no obstante, seguía sosteniendo la flor envuelta en su celofán. A ratos parecía difuminarse entre la cerrazón del gentío; luego, reaparecía: la mirada algo extraviada, la casaca azul, el bolsón colgado del hombro derecho, la rosa roja- casi refulgente - entre sus manos entumecidas.
Recordé que mañana tenía una reunión de trabajo muy temprano, que las ventas habían bajado, que había que trazar nuevas estrategias de captación de mercado y que, en lo personal,  debía mejorar mi récord si quería seguir ascendiendo en la empresa. Es decir, como tantos otros: había que trabajar más, afanarse más, la vida era muy corta, había tanto que hacer.


Cuando el colectivo dio la vuelta por la avenida Arequipa con dirección al Centro, todavía pude ver un poco de Fulano y hasta algunas de las miraditas burlonas de los transeúntes de esa hora. Luego el silbato de la policía apresuró el tránsito, la noche se hizo  definitiva y ya no pude ver más a Fulano.

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