sábado, 24 de septiembre de 2016

CONSEJOS PARA ESCRIBIR DE ERNEST HEMINGWAY



Mucho se ha hablado sobre Ernest Miller Hemingway. Escritor y periodista estadounidense. Uno de los principales novelistas y cuentistas del siglo XX.  Narrador que mantuvo, y sigue manteniendo,  una gran influencia sobre varias generaciones de escritores posteriores.  No solo por  la larga y contundente lista  novelas que ya son parte de la literatura universal, sino porque – para mí, más importante aún - marcó un estilo de narrar sobrio y minimalista.
Obviamente, a todo lo dicho  hay que agregar  la fascinación que siempre suscitó la leyenda de una vida de aventuras, además de un carácter indomable. Por allí leí que era capaz de amedrentar a  puñetazos a quien osara interrumpirlo cuando estaba sumido en sus cavilaciones.
En fin, que era extravagante, que escribía de pie porque,  para él, la literatura era un trabajo semejante a la tarea de  cualquier obrero, al  punto que tenía un mínimo de quinientas palabras que debía escribir por día y, si acaso, quería hacer otra actividad  - por ejemplo pescar -, entonces un día antes debía llegar a las mil palabras.
Pues Ernest Hemingway también tuvo a bien dejar unas recomendaciones para escritores. De la misma manera que su escritura y su vida, sus consejos se muestran duros y directos.
Aquí se los dejo:

1.      Nadie trabaja todos los días durante los meses de calor sin ponerse rancio: hay que tomarse el tiempo de asearse y vivir un poco, no ser un zombi de lápiz y papel (o no quemarse las retinas frente a la computadora), el mundo más allá del escritorio tiene posibilidades que solo puedes explotar si sales y vives un rato.
2.      No crees personajes, crea personas comunes en situaciones no tan comunes.
3.      Los personajes deben ser tan reales que den la sensación de que lo que se narra pasó realmente. Deberán estar proyectados desde el corazón, desde la cabeza, desde el conocimiento, desde la experiencia acumulada del propio escritor.
4.      No se deben recargar los escritos de palabras resonantes, ni crear personajes tan increíbles que ni al autor convenzan.
5.      Nunca sé lo que va a suceder en una novela, a medida que avanza pasa lo que tiene que pasar.
6.      Todas las historias que continúan lo suficiente terminan en la muerte: ésta es pues una premisa ineludible tanto para el lector, como para el escritor, no se puede narrar la historia de la vida sin la antagónica muerte acercándose más y más conforme se alarga el propio relato.
7.      El escritor no puede vivir de espaldas a la realidad social de su época.
8.      Releer lo escrito una y otra vez, cientos de veces, y mejorarlo. Hemingway dejaba sus libros terminados dos o tres meses para retomarlos luego y corregirlos con cabeza fría, libre de influencias, y con nuevas ideas.
9.      El autor debe alejarse de las preocupaciones cotidianas para escribir. Su mesa de trabajo es un lugar tan lejano en la memoria y la imaginación, que sólo el autor —y quienes lean su obra— alcanzarán a vislumbrarlo.
10.  La vida del escritor es solitaria, no esperes rodearte de multitudes que alaben tu trabajo. Nada te asegura el éxito instantáneo. Las grandes obras universales se descubrieron muchos años después de la muerte de sus autores.
11.  Transformar la soledad en algo positivo te ayudará a enfocarte en lo que quieres plantear y a dónde quieres llegar.
12.  No te rindas. No te conformes.
13.  Comer bien para que el hambre no te interrumpa el trabajo.
14.  No escribas por dinero.
15.  Estudia a fondo el diccionario.
16.  Evita el uso de adjetivos, especialmente los extravagantes como “espléndido, grande, magnífico, suntuoso”.
17.  Un escritor, si sirve para algo, no describe. Inventa o construye a partir del conocimiento personal o impersonal.

18.  Escribe frases breves. Comienza siempre con una oración corta. Utiliza un lenguaje vigoroso. Sé positivo, no negativo.

Historia de la la letra "jota"




La siguiente nota le pertenece a la activa página Castellano.org. Creo que es bueno compartirla. En dicho artículo no solo se da cuenta de esta letra, sino que, además, se aclara la historia de una frase muy común en la conversación coloquial de mi país: no sabía ni jota. Por lo que deduzco, la frase de marras es de uso generalizado en el habla castellana en general. 
Pues, por lo visto, como no conocía esa información,  queda en evidencia (queda a pelo) que yo de esta letra no sabía ni jota.

LA JOTA

La letra jota no existía en el alfabeto romano, en el que se confundía con la "i"; y ambas están emparentadas en tal medida que la letra jota se pronuncia como "i" en el alemán moderno y en otras lenguas. La jota fue introducida en la imprenta por tipógrafos holandeses y llegó al español de la mano de uno de ellos, Pedro Ramus, razón por la cual hasta algunas décadas atrás, muchos la llamaban "jota de Holanda".
Sin embargo, los holandeses no inventaron la jota; la tomaron de la iota griega, que provenía, a su vez, de los alfabetos hebreo y caldeo, en los cuales era la letra más pequeña, de donde surgió la expresión "no sabe ni jota", que equivale a "no sabe nada, ni la letra más pequeña". 

ACOTACIÓN:

Para no quedarme en corto con la nota, agrego lo que de la "j" dice el Panhsipánico (2005):


Undécima letra del abecedario español y décima del orden latino internacional. Su nombre es femenino: la jota (pl. jotas). Representa el sonido consonántico velar fricativo sordo /j/. Esta pronunciación es la normal en los dialectos del centro, este y norte de España y en varias regiones de Hispanoamérica. Pero en los dialectos meridionales de la España peninsular, en Canarias y en amplias zonas de Hispanoamérica, existe una tendencia generalizada a la aspiración de este sonido: [muhér, hamón, tehádo] por mujer, jamón, tejado. El sonido /j/ lo representa también la letra g ante e, “I”.  En algunos nombres propios y sus derivados,  se usa la grafía arcaica “x”.

domingo, 18 de septiembre de 2016

MI VIEJA MÁQUINA DE ESCRIBIR (REMEMBRANZA)



Finalmente logré bajarla de la parte alta del estante en donde la había tenido confinada en los últimos años. Mi vieja máquina de escribir mecánica. Estaba envuelta en una gran bolsa de plástico, aunque, previamente, había sido arropada con algunas hojas de periódico para protegerla de la humedad. Por unos momentos  me  quedé estupefacto con las fechas que vi impresas en el encabezado del periódico: ¡Cómo había transcurrido el tiempo!  
Sin embargo, allí estaba, sobre la mesa: desenvuelta y, por lo visto, bastante conservada. Mi máquina de escribir Olivetti. De cubierta celeste, con el teclado en blanco y las letras negras, con una hoja ya amarillenta en el rodillo de jebe de negro: habíamos dejado la hoja  intencionalmente puesta porque alguien nos había dicho que así se protegería mejor.   La palanca  niquelada para mover el cilindro mostraba apenas algunos piquetes anaranjados por la  humedad.  La cinta roja y negra correctamente puesta. Entonces quise volver a murmurar que el tiempo sí que había transcurrido, pero se me vino, más bien, una pregunta diferente: ¿En verdad, había transcurrido tanto tiempo? Por lo menos el que se suele medir con los almanaques que se van descolgando cada año o, más bien,  lo que había transcurrido era ese otro tiempo, el del abrumador desarrollo tecnológico que había convertido al mundo, rápidamente,  en una vertiginosa autopista en el campo de las comunicaciones.
Fue mi hija – pequeña y absorbente – la que me sacó de mis cavilaciones cuando se apareció repentinamente junto a la mesa y,   empinándose un poco,  miraba por encima del tablero. « ¿Y eso que es?», preguntó inmediatamente.
-          Es mi vieja máquina de escribir – le respondí echando un suspiro bastante afectado, como para darle un relente de nostalgia a mis palabras.
Ella levantó la mirada y giró la cabeza hacía mí para observarme. Sus pequeños ojos ni se inmutaron con mi largo suspiro. Luego regresó la vista a la máquina de escribir.
Ahora bien, aquí hay que hacer una digresión para señalar el contexto en el que ya vivíamos mi hija y yo en aquel tiempo. Como ya señalé,  la tecnología había ingresado a nuestras vidas vertiginosamente. Mi pequeña de aquellos años, ya contaba con una  computadora con la que se entendía a la perfección. La verdad es que ella se acomodaba mucho mejor  que nosotros a los constantes cambios de la tecnología.  Incluso, alguna que otra vez,  nos sacó de algún enredo con los controles remotos que se habían multiplicado por la casa. Por lo tanto, para ella,  la presencia de ese artilugio celeste sobre la mesa era totalmente extraña. « ¿Y para qué sirve?», preguntó.
-          ¿Cómo para qué? – respondí  en tono sorprendido – Pues para escribir.
Se quedó en silencio por un rato y luego:
-          ¿Y la pantalla? – preguntó
-          No tiene, pero allí está  la hoja en donde se puede ver lo que se escribe.
-          Y las letras
-          ¿No las ves? – inquirí – Son esos botones blancos, que están unidos a unas palanquitas de metal. Las tecleas y las letras se marcan en el papel.
Guardó silencio otro pequeño instante. El movimiento de sus ojos me indicaba que lo estaba pensando.
-          ¿Y para cambiar de letras?
-          No, eso no tiene. Es de un solo tipo –. Luego agregué -; pero tiene un sistema para escribir en mayúsculas.
-          ¿Y los colores?
-          Pues tiene dos – respondí - ¿Ves esa cinta roja y negra que atraviesa el papel en la parte de abajo? Allí tienes: dos colores.
-          ¿Y cómo haces para borrar y para cambiar de lugar las palabras?  - volvió a contraatacar.
Para esos momentos, no solo había disminuido mi paciencia de padre, sino que, en verdad – conociendo más o menos el razonamiento implacable de mi pequeña –  sabía que esas inocentes preguntas iban a llegar a una contundente afirmación que finalmente llegó:
-          ¿Y con eso se escribía?

Efectivamente con ese artilugio – para entonces añejo – se escribía. Eso lo sentencié solo para mí. A mi hija solo le puse una mano cariñosa sobre su cabecita: «Sí, con eso».

Había bajado la máquina del anaquel porque había pensado donársela a un alumno que – limitado económicamente aún – no tenía de otra que seguir presentando sus trabajos de esa manera. En esos tiempos, la transición a la tecnología del procesador de textos había llegado como una tromba para el mundo desarrollado, pero en países como el nuestro, el proceso no fue tan rápido, aunque finalmente también arrasó.
Por supuesto que la computadora tiene muchos otros valiosos servicios que – como ya dije – han transformado el ritmo de la civilización contemporánea. En esta nota, solo hay una remembranza a la máquina de escribir mecánica que acompañó mi vida de escritor inicial. El pequeño armatoste que en ese momento estaba sobre la mesa, tenía un significado especial para mí. Había sido mi primera compra con un dinero que había juntado con los primeros  pago que recibí como escritor de una columna para un diario. La compré en una tienda por la avenida Abancay en cruce con Emancipación. Lo mejor de lo mejor para un aspirante a escritor, pensé en aquel tiempo. Era una moderna Olivetti, de triple tabulador, teclado sensible, con un sistema que disminuía las posibilidades del odioso trabado de teclas cuando se escribía con prisa. Además era pequeña y venía en una funda con una correa que me permitiría llevarla a todas partes, con las previsiones de siempre por supuesto.
Que lejana estaba de la otra, la Underwod que tenía en casa, y seguro que aquella – entonces   enorme máquina para mí –  era una ligereza en comparación con la Remington de metal sólido que había conocido en casa de unos tíos, una gigante cuyos teclados recios, me harían recordar aquellas anécdotas de escritores que tecleaban hasta que le sangraran los dedos. Y, aun así, seguro que aquella había sido una muestra de modernidad en relación con las primeras máquinas experimentales  del siglo XIX o la de Christopher Sholes que – más o menos – se convirtió en algo útil para formalizar los textos a mano. Por lo que sé,  la máquina de escribir manual o mecánica había alcanzado un diseño más o menos estándar en los comienzos del siglo XIX. A partir de esa base,  fue perfeccionándose durante décadas y le permitió,  a cada persona, la independencia de formalizar su escritos en algo más claro y un tanto más duradero que el lapicero y el pulso firme.

Mi hija hizo unos intentos de escribir en mi Olivetti. Me enterneció ver sus pequeños dedos golpeando las teclas y hundiéndose entre los espacios libres que había entre ellas.  Se divirtió un poco, pero luego se aburrió. Eso sí, me ayudó a embalarla en una caja y dejarla lista para cuando llegara mi alumno para recibir el donativo. Por supuesto que no iba a hacer mucho aspaviento. Solo le iba a entregar la máquina y a desearle suerte con ella, y que ojalá pronto tuviera las posibilidades de conseguirse una computadora (de pantalla negra y letras ámbar en aquellos tiempos), y con su debido procesador de textos. Sin embargo, bien hubiera querido decirle que aquella máquina había significado mucho para mí. No solo por el el hecho de  haber sido mi primera compra con un  dinero ganado como redactor, sino que esa máquina había  aumentado mi entusiasmo de ser un poco más escritor. 
Pero había algo más todavía. Un hecho paradójico. Apenas unos meses después de haberla comprado, alguien me ilustró sobre las ventajas del procesador de textos para un escritor que gustaba teclear más que escribir a mano.  Lo confieso: quedé fascinado con lo que podía hacer con ese programa.
Poco tiempo después ya me había conseguido mi propia computadora, bastante artesanal, pero eso era lo de menos. Luego, ya metido en la autopista de la tecnología, fui acomodándome a los nuevos aparatos, a los nuevos servicios, a la funcionalidad de una laptop, a los discos duros, a las memorias portátiles, a la memoria en la nube cibernética. 
No obstante, cierro esta nota, evocando un viejo cuento de Manuel Beingolea, un escritor de comienzos del siglo anterior. Un cuento en donde el personaje evocaba una vida a la que había renunciado a cambio del progreso, pero que - aún muchos años después - seguía recordando con nostalgia.
En mi caso, aunque me siento muy cómodo con esta laptop en la que estoy escribiendo esta nota, a veces, también recuerdo con ternura  a mi pequeña máquina de escribir, con triple tabulador. Probablemente, recuerdo con  más intensidad aquella época heroica en donde - por lo menos para mí -  parecía que todo estaba comenzando.