sábado, 24 de marzo de 2007

BRYCE Y SUS PECADOS



ALFREDO BRYCE Y SUS PECADOS

Tremendo carga montón el que viene recibiendo Alfredo Bryce Echenique en el penoso asunto del plagio. Para quienes estén desubicados – seguro que muy pocos, pero por si acaso – Bryce ha sido pillado en el plagio de unos artículos que firmó como suyos para diarios como El Comercio, pero que pertenecían a otros autores. En principio el asunto pareció ser apenas un descuido por parte de su secretaria o su esposa, pobre Alfredo, siempre tan despistado; sin embargo, al parecer, la cosa tomó la viada de un escándalo cuando los acuciosos fueron descubriendo más artículos firmados por Bryce y que habían sido publicados anteriormente por otros autores.

La noticia lo sorprendió, dice el escritor español José María Pérez Alvarez, quien colabora habitualmente en el portal Galipress.com, jamás imaginó que un artículo suyo pudiera ser plagiado por uno de los novelistas más importantes de habla hispana. En conversación teléfonica con Correo, Pérez Alvarez expresó su sorpresa inicial: “La primera reacción que tuve cuando me enteré fue en caliente. Y dije que con que me invitara a cenar y hablar con él sería suficiente. Pero ahora estoy pensando que debería haber la posibilidad de, por lo menos, determinar que la autoría es mía”. (amores bizarros de Max Palacios)


El delito se hizo entonces innegable. Inmediatamente llegó la segunda parte del programa cuando de hacer leña de árbol caído se trata. Desde los blogs literarios anónimos y no anónimos, continuando por las declaraciones de autores azuzados por la prensa para opinar sobre el tema y siguiendo por todos los espacios del cotorreo cultural muchos han aprovechado el momento para desencadenar toda la bronca que le pueden haber tenido a este escritor o a la vida en general. En todo caso, cuando de hablar de la moral de otro se trata, siempre habrá una tanda de personas que buscará ganarse un poco de participación en el ajusticiamiento.
Por otro lado, algunos hablan ya de la mafia que pretende encubrir tamaño delito y otros, para variar, demandan que los que defendieron la vida, obra y amistad de Bryce se manifiesten, que tomen una posición. Gustavo Faveron, desde su puente aéreo, escribe que hay nada que obligue a tomar una posición cuando se trata de un amigo en tan difícil trance.

Es curioso: la palabra "mafia" ha vuelto a surgir en los blogs, esgrimida ahora contra los amigos de Alfredo Bryce, que no han dado declaraciones sobre el tema, como si en alguna esfera de la vida fuera una obligación de la gente opinar públicamente sobre sus amigos en sus peores momentos. Se sigue hablando de la pesadillesca "mafia" a pesar de que el primer afectado por los artículos en cuestión sea el diario El Comercio, que, se supone, es el núcleo del grupo; a pesar de que entre los escritores afectados haya amigos de Bryce; a pesar de que la denuncia más clara en la prensa peruana la haya hecho el diario Perú 21, de propiedad de la familia Miró Quesada, propietaria de El Comercio. (Gustavo Faveron, Puente aéro)


Estoy totalmente de acuerdo, Alfredo Bryce Echenique se equivocó de cabo a rabo en este asunto. Tendrá que asumir la responsabilidad y la consecuencias de estos hechos. Sin embargo, esto no desmerece la obra literaria que ha construido con una voz propia y un universo peculiar.
De otro lado, cuando un hombre cae en desgracia no hay por qué participar de la carnicería. Sinceramente, lamento que un escritor de su calidad haya incurrido en este error; pero Bryce es un escritor al que muchos admiramos por su obra. Los que saben qué es escribir y sobrevivir de ello, y a pesar de ello, entenderán que hay momentos en los que se puede tocar la orilla equivocada. Aplaudo a quienes acompañan con la discreción en estos momentos difíciles para un escritor.

lunes, 19 de marzo de 2007

REQUIEM PARA UN DESEO




ANNA NICOLLE SMITH
y el deseo de ser objeto del deseo



El hombre mira el cuerpo de la chica que baja por la Diagonal, la mira como cuando un chachal mira a su presa. Entonces yo, criado en la misma cultura del cuerpo objeto, busco a la chica y también entorno los ojos. No solo que tenga un cuerpo espectacular, de formas abrumadoras, sino que el pantaloncillo de licra y la mínima polera que usa la colocan como una presa deseable en el centro de una selva llena de carroñeros que, desde las mesas del Haití, en las escaleras que dan al cine Pacífico o desde las bancas del parque de Miraflores aúllan descontrolados.
Tengo el suplemento dominical de El Comercio, y justo, como una recriminación en blanco y negro, el articulo de José Castro Urioste sobre la vida de Anna Nicole Smith, la modelo, la conejita de Playboy, la que se casó con anciano millonario, la que no heredó nada luego, la que quería ser como Marilyn Monroe, la que hizo de su cuerpo, de su vida y de su dignidad un producto mediático para ser feliz, la que murió tristemente. El autor de la nota dice: Un cuerpo en constante performance, el de Anna Nicole Smith. Parece haberlo sabido desde muy joven: desde sus primeras actuaciones en un club nocturno, hasta ser modelo de Playboy. Parece haber sabido que para abrirse paso entre un océano de cuerpos el suyo tenía que convertirse en objeto para millones de ojos. Triunfa, si es objeto. Existe, si es objeto. Y para eso había que estar frecuentemente actuando, representando, convirtiéndose en quien esos millones de ojos quieren ver. Esas eran las reglas. Unas reglas que ella no inventa, ni siquiera insinúa. Las reglas están en una cultura, en una industria de la imagen, en unos medios de comunicación.
Entonces levanto la mirada y todavía alcanzo a ver a la mujer que aún no cruza la calle. Desde los autos, se escuchan algunos aullidos y los bocinazos de otros desaforados. La chica no ríe, pero ha tensado un poco más el cuerpo, y ahora sí, las curvas se hacen cerradas y, no hay nada que objetar, ante el público miraflorino, un culo de ensueño.
El autor agrega: De pronto la historia hace un giro. Anna Nicole Smith muere en un hotel de Florida a los 39 años. ¿Parece que su cuerpo ha deseado retirarse de todo performance? Y de otro lado surgen las especulaciones sobre su muerte y este relato comienza a tener signos de novela policíaca. Ya no hay nuevos contorneos, ni insinuaciones. Pero las cámaras, las luces, la prensa, siguen allí. Entonces empiezan las disputas de los cuerpos. Primero, la disputa por la custodia de la niña de meses de Anna Nicole Smith: quien se haga poseedor de ese pequeño e inocente cuerpo, tendrá millones de dólares. Repito: esa niña tiene meses y ya es concebida como un objeto porque para su poseedor representa una fortuna.
Ahora la chica cruza la calzada por el centro mismo de las líneas blancas, como si caminara por una pasarela, los autos que quedan en platea bufan y bocinean. Ni más ni menos.
La tarde se pierde lentamente y, dentro de poco, la penumbra de las siete avivará las luces de neón. La chica de los pantaloncillos de licra estará contoneándose por otros lados y seguro que dentro de poco habrá otra niña pasando por la Diagonal, alucinada por ser un objeto especial del deseo.

ATAQUE A LOS LIBROS Y ESCRITORES



EL ESTADO ATACA

EL LIBRO AGONIZA

Esta semana, la noticia de que el Gobierno – usando una argucia interpretativa de la ley – había eliminado las escasas prerrogativas que tenía el libro, dejó apenados a algunos, confusos a otros tantos e indiferentes, para variar, a la gran mayoría. Al parecer la redacción de algunos capítulos de la Ley del Libro había dejado incompletos algunos temas. Por ejemplo, al no tener determiandas las fechas de duración de las exoneraciones, algún mago del Ministerio de Economía descubrió que se podía eliminar toda exoneración a los tres años si no había fechas claras, y, entonces... soltaron a los chacales que hicieron añicos las ilusiones de algunos, por lo menos de los que pensaban que podría hacerse algo por difundir la lectura. Los libros estaban sujetos a todas las condiciones tributarias de cualquier otra mercancía desde diciembre 2006.
Por supuesto que el asunto es más complejo. Para muestra solo un botón. Las regalías que el autor percibe por la venta de su libro es del 10 por ciento del precio de éste. Si un libro cuesta 35 soles y se venden 100 ejemplares en seis meses, el autor en ese período percibe 350 soles por regalías. ¡Qué se puede hacer con tanto dinero! Ahora, con la retención del 15%, el autor recibirá sólo 302 soles con 75 centavos. Y, atención, este monto es solo un pago a cuenta del impuesto a la renta que se le aplicará al cierre del año en una escala que varía según los ingresos del autor y que puede ser de 15 %, 21 % y 30 %. Lamento lo números y los porcentajes, pero el asunto se acerca a la infamia del robo calculadora en mano. Qué se debe entender. O sea que el creador, el productor, el gestor es el menos importante de la cadena alimenticia.
Por otro lado, cuál es el papel de un Estado ávido en reclamar la instalación de un mercado totalmente libre, sin exoneraciones, en donde sólo sobrevivan los mejores depredadores cuando el mismo Estado deja en libre en plaza el negociado (ya sospechoso) de la piratería de libros, piratería que ha decir de Germán Coronado, director de editorial Peisa se apropia de millones de dólares a vista y paciencia (pendejada, ya) del Estado.
Y más aún, cómo explicar los golpes en el pecho y los lamentos por estar en el penúltimo lugar en lo que se refiere a comprensión lectora, cuando se opta cerrar el paso a lo que era, al menos, una posibilidad.

No creo que ésta, la exoneración por si sola, sea la solución para tan grave problema de lectura y cultura, pero no hemos escuchado de otra. Salvo aquella de llevar algunos libros a los parques para fomentar la lectura. Bien. Aunque me parece la receta de una aspirina para solucionar una infección generalizada.

Vamos, si hacemos bulla por otras cosas válidas como el asesinato de los delfines, hagamos algo para evitar el asesinato mental de los que vienen.

jueves, 15 de marzo de 2007

CRÓNICAS DE LA CIUDAD


CONFUSIONES DE UN ESCRITOR
En qué dimensión te puedes perder cuando escribes


En principio, el argumento que había pensado desarrollar tenía como personaje principal a un hombrecito que todavía vendía tercamente billetes de lotería en la esquina de Emancipación con Tacna. Era un personaje que había visto en alguna de mis caminatas por el Centro. En mi historia, iba a ser un personaje que regalaba, como “valor agregado a su producto”, tanto la estampita de algún santo que el cliente escogiera a su gusto como un rezo para la buena suerte.
Mi argumento tenía toda la intención de desarrollar una historia sencilla y, en cierto modo, efectista. En ella, iba a señalar, una vez más - aunque desde otra particular perspectiva- las características de la vida en la ciudad: gente apabullada por sus preocupaciones que iba, venía y se tropezaba con tantos otros seres similares; calles eternamente grises a pesar de la resolana percudida de sus tardes de verano y, por allí, confundido entre el desmadre de cada día, el viejo y desfasado vendedor de loterías ganándose la vida a su manera.
En verdad que no tenía muchas expectativas sobre esa historia, pero debía hacerla porque me había señalado una tarea creativa por día y, a pesar del cansancio, quería cumplir.
Por aquel entonces escribía de noche y solía maldecir a los grillos que me distraían con su porfiado ruido. Trabajaba alumbrado por una luz amarillenta y sucia que nacía de una vieja bombilla colgada en el vigón mayor de un techo que casi podía tocar cuando me empinaba. A veces, cuando el cansancio trataba de vencerme, me asustaban las sombras engañosamente inmensas de las polillas que rondaban la luz.
Ya había comenzado la descripción de los cientos de individuos que caminaban diariamente hacia la Plaza de San Martín y estaba buscando la manera de ingresar sutilmente al núcelo narrativo cuando, repentinamente, uno de los individuos que había mencionado sólo de paso, optó por rebelarse a su destino y arrojando su espléndida corbata sobre el piso sucio de la avenida la Colmena, y molesto por el pequeño papel que yo le había asignado en mi historia, comenzó a recordarme a la madre y a todas las madres que pudieron haberme parido. Le pedí que perdonara la indiferencia hacia él, pero que esta vez pretendía hablar del vendedor de loterías que a veces encontraba por Tacna. Entonces él me aclaró que se cagaba en mis ideas y que nada le interesaba sobre el mal parido del que quería escribir, pero que a él nadie lo colocaba en un cuento sólo de relleno y a la altura de un tacho, un perro o cualquier escenografía secundaria.
Yo estaba aturdido. Sabía que estaba perdiendo el control de la historia, que estaba cansado, que caminaba entre la realidad de mi minúscula habitación y las alucinaciones de la noche. Sentía que los automóviles de mi historia comenzaban a correr por su cuenta y que algunos, hasta disminuían su velocidad para escuchar parte del escándalo que se me estaba armando. Varios de los peatones - como en todo lugar, tiempo o dimensión - cruzaban por el lugar aguzando los oídos; otros, alertados por el barullo, más bien, procuraban cambiar de vereda y hasta de rumbo para pasar inadvertidos. No obstante, el iracundo peatón - del cual sólo pretendía mencionar que iba a la Plaza de San Martín arrastrado por la muchedumbre - ahora se había rebelado por completo a su destino y me reclamaba un lugar más decoroso para su estirpe de hombre citadino y trinfador. Quise hacerle comprender que cada cosa tenía un lugar y que el suyo era, en este argumento, seguir de largo entre la muchedumbre, que lo único que le quedaba era recoger su lujosa corbata mientras yo - quién sabe cómo - hacía lo posible por reconstruir mi argumento; pero él nada. Es que yo, señor mío – me recriminó - soy un hombre importante, que tiene un puesto destacado en el Gobierno y con apellido de tradición republicana, que bien debería estar incluido en primigenio lugar y no en un puesto secundario después de un apestoso vendedor de loterías y que me podía arrepentir de tal estupidez porque una sola tarjeta suya podía cerrarme todos los periódicos y todas las editoriales dejándome peor que el vendedor ése.
Me sobrecogió el temor y le prometí escribir otro cuento, superior al que estaba escribiendo y con el mejor de mis estilos; pero él había comprendido que no valía la pena ser descrito, en su valiosa biografía de hombre verdaderamente importante, por un escritor que se humillaba tan fácilmente ante las amenazas y que, peor aun, prefería hablar de miserables vendedores ambulantes.
Sin decir más, y luego de recoger su corbata de buena marca, y después de acomodarse el elegante saco, optó por marcharse para no seguir viendo a alguien tan mediano como yo. Se encaminó muy tranquilo hacía la plaza de San Martín, dejándome las hojas y la horas totalmente llenas de su orgulloso y altanero discurso de hombre influyente.
Aquella noche, ya no quise escribir más, porque el cansancio – eso espero - me había dado a entender que era mejor abandonar la ficción a tiempo. No fuera alguna noche – sin saberlo - me quedara atrapado en el lado equivocado, si acaso ya no lo había hecho.

miércoles, 14 de marzo de 2007




LA LITERATURA Y LA VIOLENCIA EN AMERICA LATINA

En Madrid, España. Exactamente en las hermosas instalaciones de estilo republicano de la Casa de América, cuatro escritores peruanos y tres escritores colombianos tuvieron una larga conversación sobre un tema tan ingratamente común en nuestros países: La Literatura y Violencia en América Latina.
La mayoría de nuestro países latinoamericanos tiene una larga y amarga experiencia violentista. La violencia política (que ha arrastrado por años a miles de personas por el fango de la miseria y la muerte), la violencia social, la violencia económica. El constante asecho de la muerte que llega desde cualquier parte y por cualquier razón siempre sorprendente, a veces ridícula. Es verdad que la literatura es vista como un sensor constante de estos acontecimientos y que se espera que ella refleje la vida, pasión y muerte de cada día. No hay que demandar una obligación a quien no la tiene.
Jorge Eduardo Benavides, Fernando Ampuero, Alonso Cueto y Fernando Iwasaky fueron los peruanos que expusieron sus ideas sobre esta suerte de mala sombra colectiva de Latinoamérica. Por lo que he leído y luego he escuchado de algunos amigos que anduvieron por allá. Se dejó presente que la literatura no tiene, necesariamente, que convertirse en un reflejo fidedigno de la violencia. Es cierto que quien escribe está alerta a lo que sucede y que no puede, como persona, mantenerse indiferente ante la violencia que se vive en cualquiera de sus facetas (y vaya que la violencia tiene varias caras); pero que esto no es, necesariamente, el núcleo de la creación literaria.
"Los escritores peruanos y colombianos que acudieron a Casa de América, sin embargo, no aceptaron que los encasillen en ese modo de entender el rol del escritor. Todos, incluso Juan Gabriel Vásquez y Jorge Benavides, autores con una obra de marcado tono político, rechazaron esta percepción. "Un escritor debe tener absoluta libertad para elegir los temas de sus libros", dijo Benavides. Y Vásquez acotó que la literatura ha de ser el "bastión de la libertad y que la mejor manera de escribir una novela política muchas veces depende del tratamiento de soslayo de la cosa política, con lo cual no se perjudica el desarrollo de una buena historia" Dice Fernando Ampuero, desde una nota que recojo del blog de Gustavo Faveron, Puente Aéreo.
De allí mismo, destaco otros fragmentos interesantes: Benavides consideró que era mejor hablar de una "literatura de diagnóstico" y no de una "literatura de denuncia", y compartió conmigo mi "pesimismo con ilusiones", tanto para asumir la vida y la literatura, agregando que aquellos que se declaran "optimistas por lo general son gente mal informada". Cueto señaló incluso que un escritor puede ser político sin hablar para nada de política. Con lo cual yo agregué que la novela Un mundo para Julius, con sus universos de patrones y empleados domésticos tan tajantemente separados, era el mejor ejemplo de ese tipo de novela política que no habla nunca de política.

Fernado Ampuero ha tenido la cordialidad de permitirme colocar la ponencia que presentó en dicho encuentro. Creo que es una buena manera de despertar en quienes me leen la reflexión siempre necesaria sobre la violencia y el papel que puede tener la literatura en esta desgracia colectiva.

LA MUERTE TIENE SESENTA MIL CARAS

Por Fernando Ampuero
La violencia, ese impetuoso trance del ánimo por el que las personas ceden a la ira, nos recuerda siempre que pertenecemos al mundo animal. Las bestias irracionales, cuando rugen y muerden, lo hacen por hambre, miedo o necesidad de resguardar su territorio; los humanos, como se sabe, revestimos con argumentos propios de nuestra especie tales sentimientos primarios. Desde el bíblico Caín, que ardía de celos frente a su hermano Abel, la quijada de burro es un péndulo eterno que define nuestro paso por el tiempo.
La violencia en el Perú, como expresión colectiva, es muy similar a la que existe en otras partes del mundo. La sociedad peruana, mestiza, pluricultural y, sobre todo, tercermundista, cuenta con motivos que responden a su contexto histórico: diferencias étnicas, económicas o ideológicas, las cuales se traducen de diversas maneras pero que a la larga apuntan más o menos hacia lo mismo: rechazo al abuso, a las hegemonías de un injusto orden político o social, así como la negación de espacios que permitan diluir los prejuicios de orden cultural y racial, y los atavismos mondos y lirondos.
A diferencia del mundo musulmán, la discusión religiosa –la manera de imaginar a Dios, junto a los deberes que le debemos a esta gloriosa fantasía humana–, no nos enfrenta.
A los peruanos, creo yo, nos enfrentan una serie de discordias, frustraciones y resentimientos de larga data. Tan antiguas que, para muchos, ya son una herida que jamás cierra. Nuestras desavenencias comenzaron antes de la peruanidad propiamente dicha. Quiero decir, precedieron a la conquista española. El imperio incaico, una cultura de espléndidos ingenieros líticos y con gran poderío bélico, dominó a otras culturas del antiguo Perú, los Nazcas y los Chimus, entre otros, reconocidas hoy como exquisitos centros de civilización en la costa, pese a tratarse de culturas que rendían culto a dioses sanguinarios como el presunto Dios marino Aipayec, el degollador de los mochicas, pero que sin embargo revelaban a la vez un avanzado desarrollo artístico y tecnológico. Los incas actuaron como los romanos hicieron con los griegos. No los destruyeron, sino que asimilaron esa cultura, aprovechando su notable creatividad, y, tras sojuzgarlos, los incorporaron al imperio. Las culturas pre-colombinas fueron sorprendidas durante estas guerras internas por la llegada de los españoles. Y estos, según cuentan los cronistas, cosecharon tempestades: contaron con la resentida colaboración de los indígenas costeños, quienes darían información a los españoles sobre los invasores incas. Naturalmente, las culturas precolombinas, a su vez, no eran solo un gentío de finos textileros, orfebres y estetas. También se mataban entre ellos, en trifulcas de señoríos, como lo atestiguan los ceramios y los murales de las huacas.
Indudablemente, eso sí, la conquista española acarreó un desastre mayor. Ya no era un mero lío de invasores locales. Los antiguos nativos debían fajarse ahora con invasores foráneos, que los atacaban con cañones atronadores, toda una ruptura de moldes, y, ni qué decir, España no actuó como Roma con la Grecia clásica, ni como los incas con las culturas costeñas del Perú. Las huestes de Francisco Pizarro vinieron a llevarse el oro de las Indias y a extirpar idolatrías. Derritieron los hermosos ídolos de oro de los dioses indígenas y los convirtieron en lingotes. A cambio de tanta rapiña, nos entregaron su idioma, su religión y sus bellas artes. Fundaron ciudades e instauraron métodos modernos de matar al prójimo.
Es difícil, a estas alturas, juzgar lo que aconteció entonces en el Perú. Pero yo tengo una teoría: pienso que, desde que el primer español se amancebó con una india por estos nuevos reinos, no solo nació el primer mestizo en territorio inca, dando lugar a la progenie que convirtió a ese territorio de América en el país que somos ahora, sino que también apareció en la historia uno de los seres más desconfiados del mundo: el peruano.
No hay individuo más desconfiado que este mestizo sudamericano. Los peruanos desconfían de todo. Los han engañado tantas veces, y de formas tan variadas, que ya no creen en nadie. El andino prodiga miradas torvas y el selvático sonrisas taimadas; pero quizá nada supere la desconfianza del costeño, maestro de la suspicacia. Piensa mal y acertarás, dicen los peruanos de la costa con triste y agónica sabiduría. No obstante, el exponente más fino y desarrollado, el escéptico por antonomasia, reside en Lima, zona costera que constituye el núcleo del poder. Un limeño, bien macerado en rumores y chistes venenosos, no te cree ni lo que comes: es alguien que desconfía hasta de su sombra.
¿A qué viene esta personalísima teoría? A que ella, de alguna manera, explica la actitud de los peruanos, seres en permanente colisión con su mundo. El Perú, que es todas las gamas de su mestizaje, nos une y nos separa. Se nos presenta como un territorio hostil, donde campea el cinismo y escasean las oportunidades, en tanto aplasta los sueños de sus habitantes. El Perú, por lo tanto, nos llena de resentimientos, pero, humanos al fin, también de ilusiones. Somos pesimistas con ilusiones, escépticos con expectativas.
Yo soy un mestizo peruano que habla en castellano. En el Perú se habla un centenar de lenguas y dialectos, pero los principales son el castellano y el quechua. El quechua, hasta dónde se sabe, no ha tenido escritura. Los pocos textos que existen en quechua son una castellanización de su fonética. Yo, hispanoparlante, me dedico a la literatura: escribo cuentos y novelas, y lo hago, en efecto, con el idioma del último invasor victorioso, que es, para un tercio del país, la lengua del opresor, de la clase dirigente dominante. Esta forma de ver las cosas, maniquea, polarizada al cien por cien, responde a una arraigada convicción: nuestros gobernantes, gentes invariablemente formadas en la mentalidad del provecho propio, han repetido hasta el hartazgo la conducta del expoliador español. Y a pesar de que hoy vivimos en un régimen político democrático, nos falta mucho para integrar el país en esa forma de gobierno. La democracia sólo tendrá sentido algún día en el Perú cuando las mayorías constaten que la justicia y la igualdad son bienes fraternalmente compartidos.
Con este preámbulo, en fin, pongo mis dudas en vitrina. Yo no sé si en el Perú se puede hablar de una literatura de la violencia, o si lo correcto es hablar simplemente de literatura. Violencia siempre hubo, y no se distingue mucho de la acontecida en otras latitudes. Hubo violencia en las cabezas trofeos de los Paracas y en las cabezas reducidas de los jíbaros. Hubo violencia asimismo, por citar hitos de nuestra historia, en las grandes sublevaciones indígenas, la guerra de la independencia, la guerra del Pacífico y las decenas de cuartelazos o golpes de estado durante los casi dos siglos que tenemos como república emancipada. La violencia, de hecho, no es que más que el énfasis a un punto de vista. La necesidad de orden y de fijar reglas busca precisamente atajar el jaque constante de ese énfasis. A tal punto nos ha sumido la violencia en el caos, y este en la violencia, que en el siglo XIX una famosa banda de salteadores de caminos, encabezada por el negro León Escobar, ingresó como si tal cosa en los salones de Palacio de Gobierno. El bandolero Escobar, fugaz símbolo de su época, se fumó un cigarro repantigado en el sillón presidencial.
¿Esto generó una literatura? No lo creo. Generó más bien un sentimiento de autodefensa, mezcla de desconfianza y buen humor. Más allá de las crónicas y las reseñas de nuestros historiadores, no afloraron grandes cuentos y novelas en el siglo XIX. Tal vez, eso sí, generó un peculiar estado de ánimo, propicio para afilar nuestra percepción. Y eso podría explicar la existencia preponderante de autores como Ricardo Palma, Alfredo Bryce Echenique, el Mario Vargas Llosa de Pantaleón y La Tía julia, el Julio Ramón Ribeyro de Tristes querellas en la vieja quinta, el Jaime Bayly de sus novelas y entremeses y el gran talante de agudos cronistas y humoristas con el que muchos peruanos curamos las tristezas.
Incluyendo al inca Garcilaso, nuestro primer escritor nacional, la literatura peruana es una crónica de la realidad. De ella se nutre la lira satírica de la Colonia y el costumbrismo del siglo XIX, formas de realismo virulentas y amables al mismo tiempo, y de ella además se desprende nuestra narrativa, pasando por el indigenismo y la novela urbana, las dos grandes vertientes que han definido el Perú literario del siglo XX.
Ahora bien, nuestro acendrado realismo, naturalmente, fue un vehículo para exponer las situaciones indignantes (y por cierto muy violentas) que se vivían en el país, cosa que está muy bien desarrollada en los relatos de Enrique López Albújar, Ciro Alegría, José María Arguedas y Manuel Scorza, el canon de toda la literatura con vocación de denuncia de nuestras generaciones posteriores.
Sin embargo, hay a estas alturas una serie de cuentos y novelas recientes, aparecidas entre los años ochenta y principios de siglo, que se ha dado en llamar la literatura de la violencia política. Se refieren con eso a obras que narran historias acontecidas durante los años de la barbarie terrorista que desataron Sendero Luminoso y el MRTA. ¿Estamos en verdad ante una corriente literaria, como sostiene la crítica, o es que tan solo los autores peruanos recogen los acontecimientos que les ha tocado vivir, tal como lo han hecho antes? Tal vez sea lo último. En lo que a mí respecta, yo escribí entonces, según parece, el primer cuento, o uno de los primeros cuentos, sobre esta terrible guerra interna. El cuento se tituló “El departamento” y narraba las desventuras de un individuo que tuvo la mala fortuna de arrendar un departamento en el que antes se había alojado un sospechoso de terrorismo.
Escribí ese relato – lo recuerdo bien – porque estas historias eran algo que yo veía más de cerca que otras personas. El fenómeno terrorista era mi rutina, mi material de trabajo, ya que en esos años, en mi habitual tarea periodística, dirigí el programa televisivo Uno más uno y, posteriormente, ocupé la subdirección de la revista Caretas. Trasladar esa cruenta realidad del periodismo hacia la literatura no fue otra cosa que un tránsito bastante natural. Yo no estaba haciendo literatura comprometida, cosa que jamás ha sido mi intención, sino literatura a secas. Es decir, recreaba una circunstancia dolorosa que ocasionó muchas muertes (tal vez para entenderla mejor).
¿Y cómo me explico entonces este inesperado brote de tantos cuentos y novelas sobre la violencia? Por el mismo criterio con el que mañana podríamos juntar un conjunto de obras sobre otra temática específica, la adolescencia de los peruanos o las dificultades para encontrar trabajo, digamos. Crecer y pelear por un quehacer digno –la adolescencia y el desempleo– son también dramas en el Perú, y de esto hemos escrito mucho. Somos un país lleno de jóvenes y que además registra un 70 % de empleo informal. Hace años se hizo una encuesta en la ciudad de Lima, a propósito de la inmensa devoción que despertaba una santa popular, Sarita Colonia, y, cuándo preguntaron a sus fieles qué milagro les había hecho, la mayoría respondía: “me consiguió trabajo o le consiguió trabajo a mi hijo”. Vivir en una sociedad, donde el hecho de conseguir un trabajo se considera un milagro, puede darles una idea del nivel del desequilibrio social que afecta a tantos peruanos.
A todo ello, el Perú literario, a lo largo del siglo XX, entró en una fase de madurez. O para decirlo con la ironía del poeta Martín Adán, la literatura peruana dejó de ser finalmente un invento en varios tomos de Luis Alberto Sánchez. Hay, pues, un país literario, con diversas preocupaciones, y una de ellas, ciertamente inevitable, ha sido y es la violencia política.
Y es que el terrorismo de los años ochenta e inicios de los noventa constituyó para el Perú una experiencia traumática. Matanzas indiscriminadas (tanto del terrorismo como de las fuerzas armadas), apagones, bombas y asesinatos selectivos, secuestros, masivos desplazamiento de poblaciones, pérdidas económicas, escasez de agua y alimentos.
De toda experiencia traumática sale generalmente una literatura interesante y valiosa. (Surgiría en esta ocasión, a fines del siglo XX, aunque no curiosamente tras la ya mencionada guerra con Chile, de fines del siglo XIX, habiendo sido también ese conflicto un enorme trauma nacional, pues el Perú fue saqueado e invadido por varios años. ¿Por qué no se noveló esa guerra? ¿Porque no se escribe de las derrotas nacionales? ¿O acaso porque estas no duelen tanto como las guerras entre hermanos, las guerras civiles?)
No obstante, las experiencias traumáticas traen asimismo una literatura partidista y panfletaria, con un interés ajeno al arte narrativo. Nosotros tenemos de las dos, pero pienso que nuestros autores, incluso aquellos que dejan flamear banderas en su corazón, tienen la calidad suficiente como para que algunas de sus obras literarias se sostengan. Lo que no se sostiene, en cambio, son varios de sus artículos y sus declaraciones a la prensa. Un conocido escritor, por ejemplo, tropieza hasta en la terminología básica, un desliz francamente inmoral. Al referirse al terrorismo habla de la “guerra popular”, utilizando los falsamente justificativos términos del senderismo. Ya el crítico y estudioso Gustavo Faverón le ha hecho ver con toda razón que, para referirse al Holocausto, al exterminio sistemático de los judíos en la Segunda Gran Guerra, nadie en su sano juicio emplea el término nazi “La solución final”.
Como los demenciales nazis, el terrorismo de Sendero, que tomó lo peor del maoísmo y que postulaba una revolución cultural entre los peruanos, planteó la barbarie como un método para afiliar seguidores. Si el pueblo o los campesinos no se plegaban a su credo, los mataban. Asesinaban al mismo pueblo por el que supuestamente pretendían luchar. Pero ahí, desde luego, no quedó la cosa. Lo mismo, lamentablemente, haría muchas veces el Estado, las fuerzas armadas encargadas de combatir al terror, tal como lo revelara el periodismo en su momento y luego la Comisión de la Verdad y Reconciliación tras la caída de la dictadura fujimorista.
Durante esos convulsos años recuerdo haber conversado en privado con un afligido militar, que estaba horrorizado por lo que pasaba en las serranías del país. Desesperado en su lucha contra un enemigo invisible, y frustrados por no conseguir resultados satisfactorios, me contó que los Operativos de Limpieza del Ejército, acatando una estrategia infame, solían barrerlo todo para asegurarse de eliminar terroristas. Los operativos, en los que buscaban medir la lealtad de la población, se hacían en los pueblos y en los caseríos. El comando enviaba una patrulla a un pueblo y esta sacaba a los pobladores de sus casas, los cuadraba en una larga fila y los amenazaba con sus Fal, exigiéndoles vituallas y alojamiento. Los pobladores, asustados, les daban de todo. Pero unas semanas más tarde, en ese mismo pueblo, aparecía otra patrulla, aunque esta vez sin vestir su uniforme de reglamento. Enmascarados con pasamontañas y vistiendo ropas civiles, iban disfrazados de terroristas. Y si los pobladores se comportaban igual, dándoles vituallas y alojamiento, su suerte estaba echada. Todos los que daban comida a los terroristas eran considerados cómplices. Es decir, la patrulla fusilaba a todo el pueblo, incluyendo mujeres y niños. Y ese operativo lo repetían en otros pueblos.
Creo que esta historia del Operativo de Limpieza da cuenta cabalmente de la tragedia que padeció un pueblo que tuvo que vivir entre dos fuegos. La barbarie rondó a diestra y siniestra, las heridas aún no cicatrizan, y los escritores cuentan, recrean y reflexionan sobre lo que nos sucedió y hasta sobre lo que nos podría suceder.
Los escritores que me acompañan en esta mesa han tocado el tema con gran perspicacia en algunos de sus relatos, Jorge Eduardo Benavides en La noche de Morgana, y Alonso Cueto, en Pálido cielo y en La hora azul, esta última ganadora del prestigioso Premio Herralde de novela. También lo han hecho, con anterioridad, autores destacados como Mario Vargas Llosa en Lituma en los Andes, Miguel Gutiérrez en La violencia del tiempo, y a ellos se suma una importante legión de narradores de todo linaje que ofrecen diferentes modos de asomarse a dicha tragedia. Julio Ortega con su Adiós Ayacucho, Luis Nieto Degregori con Vísperas, Oscar Colchado con La casa del cerro El Pino, Guillermo Niño de Guzmán con Una mujer no hace un verano, Pilar Dughi con El cazador, o bien narradores más jóvenes como Daniel Alarcón en Guerra a la luz de las velas y Santiago Roncagiolo en Abril Rojo. Hay incluso dos muy importantes antologías que reúnen textos literarios sobre este asunto: El cuento peruano en los años de la violencia de Mark R. Cox y Toda la sangre. Antología de cuentos peruanos sobre la violencia política de Gustavo Faverón. Todos estos libros, y sin duda muchos otros con méritos diversos, revelan atisbos o bien miradas detenidas sobre la violencia, sobre sus causas y consecuencias, sobre la enorme miseria y desolación que ha sembrado a su paso.
En tal concierto de voces, yo, como escritor, me siento realmente un tanto al margen. La violencia política, así como la corrupción, me hace trabajar para el periodismo incontables páginas, pero en mi obra de ficción, salvo uno que otro cuento, éstas figuran más bien como una latencia, una ingerencia tangencial o un insoslayable telón de fondo, ya sea en las historias de mis personajes de origen burgués, que pululan en una burbuja, o en aquellas de mis personajes marginales, más expuestos a la descarnada realidad. Y ello, a lo mejor, se ajusta a las luces y sombras de mi visión del país. Yo no lo puedo decir, claro está. No tengo la distancia para semejante ejercicio. Pero en todo caso, pensando en quienes sí puedan decirlo, les puedo asegurar que, en mi lado literario, opto por utilizar la única brújula legítima en medio de la niebla: una desconfianza que se quiere honesta, junto a una actitud de solidaridad, libre de prejuicios, lo más próxima posible a mi modesta percepción de la coherencia y de lo que podría ser la verdad.
Cosa difícil, considerando la avalancha de autores que escriben sobre la violencia. ¿Quién posee la verdad? Todos y ninguno, como siempre. La muerte tiene miles de caras –sesenta mil caras ha contabilizado la Comisión de la Verdad–, y cada escritor, me parece, solo ve algunas de ellas. En cada rostro de nuestros muertos, por una u otra razón, se leen motivos de sobra para discrepar o para aliarnos. La prensa, la sesuda investigación académica, el ensayo literario, aunque parezcan los géneros más adecuados para hurgar y desentrañar ese misterio, nos llevan por lo común a nuevos desacuerdos. El cuento y la novela, por el contrario, son más abiertos, quizá porque las más de las veces se trata de textos que en vez de decir prefieren sugerir, y por esa vía iluminan con mejores luces los pasajes más oscuros. En esto, me parece, estamos casi todos. Muchas
gracias.


martes, 13 de marzo de 2007

LA INTELIGENCIA DE BUSH



Según un instituto de investigación

BUSH, PRESIDENTE CON MENOS INTELIGENCIA

Un artículo publicado en Perú21 da cuenta de que el coeficiente de intelingencia del actual presidente de Estados Unidos es de 91. La nota agrega que Bush es el presidente con el más bajo nivel que haya habido en la nación norteamericana. "El resultado que obtiene Bush obedece a su aparente dificultad para el dominio del inglés durante sus intervenciones en público, su limitado uso del vocabulario, que se calcula que es de cerca de 6.500 palabras, contra las 11.000 de las que hacían uso normalmente sus antecesores". Sazona la nota con datos como que Bill Clinton tenía 181 - el más alto de todos los presidentes gringos - y que Richar Nixon sería el republicano de mayor nivel con 155. La noticia ha sido hecha a partir de un artículo difundido por el Instituto lovenstein Scranton.

Gustavo Faveron, desde su blogs Puente Aéreo desautoriza la validez de la nota con argumentos bastante sólidos. Desde la falta de credebilidad de un Instituto que al parecer ni siquiera existe, hasta la afirmación - estoy de acuerdo - de que es una insensatez medir el coeficiente de intelingencia en general, y menos a partir de datos como el escazo vocabulario del Presidente, o los poco méritos conseguidos en su etapa de estudiante. "Lo malo es que, hasta donde sé, nadie podría ser un "prestigioso intelectual" y hacer algo tan burdo como pretender calcular el IQ de alguien a partir de datos tan azarosos y sujetos a deformación, recogidos en momentos muy diversos de sus vidas, sin ninguna base en común, y en su inmensa mayoría referidos sólo a las habilidades lingüísticas de los individuos".

Ahora bien, aun cuando esta no es una página dedicada a asuntos de esta índole (al menos no directamente) quiero dejar constancia de lo siguiente. Si bien la nota es evidentemente un refrito sin pies ni cabeza que se usa para llenar espacios en blanco dentro de una sección de noticias con una semana floja, el asunto me lleva a pensar que hubiera sido al menos un explicación para la sucesión de estupideces que viene cometiendo el gobierno norteamericano en su relación con el mundo. Pero no, por supuesto que no. La ola de invasiones, actos prepotentes y crímenes de lesa humanidad del régimen norteamericano no es una consecuencia por tener al presidente menos inteligente de su historia. Sino que esa es la línea política de un estado enloquecido por las ambiciones insaciables de los que la dirigen.

Al momento de redactar este post, leo que termina la gira de George Bush por Latinoamérica y que, entre líneas, se lee que su presidencia no nos descuida, sino que nos tiene siempre presente. Hay que temblar ante semejante insinuación.

lunes, 12 de marzo de 2007

CUENTO DE GARCIA MARQUEZ


A LOS ESCRITORES SE LES LEE

Hay algo que me molesta sobre los homenajes a los escritores (el asunto se extiende a las otras artes). Se anota con entusiasmo la trascendencia del escritor, la valoración de su obra en el contexto, su probable universalización, y muchas cosas más. Pero sucede que me he encontrado con más de uno en estos días que ya no recuerda bien, por ejemplo, Cien años de soledad, pero eso sí, concuerda que fue impactante en su vida y alguno que otro palabreo más. Luego, solo queda subirse al coche de los que están de acuerdo con ello, leer algunos artículos del domingo y listo: ya está cubierta la dosis cultural de la semana.
Creo que lo más importante para un escritor es su obra, su creación verbal cincelada a punta de correcciones y, por lo tanto, otra manera de honrarlo es releyendo parte de su obra, un cuento al menos, diría yo. Como este blog tiene un público diverso de amigos, me subo a la jornada ya bastante recargada de homenajes a García Márquez colgando un cuento suyo. Ojalá haya tiempo de leerlo o releerlo.
EL RASTRO DE TU SANGRE EN LA NIEVE
Al anochecer, cuando llegaron a la frontera, Nena Daconte se dio cuenta de que el dedo con el anillo de bodas le seguía sangrando. El guardia civil con una manta de lana cruda sobre el tricornio de charol examinó los pasaportes a la luz de una linterna de carburo, haciendo un grande esfuerzo para que no lo derribara la presión del viento que soplaba de los Pirineos. Aunque eran dos pasaportes diplomáticos en regla, el guardia levantó la linterna para comprobar que los retratos se parecían a las caras. Nena Daconte era casi una niña, con unos ojos de pájaro feliz y una piel de melaza que todavía irradiaba la resolana del Caribe en el lúgubre anochecer de enero, y estaba arropada hasta el cuello con un abrigo de nucas de visón que no podía comprarse con el sueldo de un año de toda la guarnición fronteriza. Billy Sánchez de Ávila, su marido, que conducía el coche, era un año menor que ella, y casi tan bello, y llevaba una chaqueta de cuadros escoceses y una gorra de pelotero. Al contrario de su esposa, era alto y atlético y tenía las mandíbulas de hierro de los matones tímidos. Pero lo que revelaba mejor la condición de ambos era el automóvil platinado, cuyo interior exhalaba un aliento de bestia viva, como no se había visto otro por aquella frontera de pobres. Los asientos posteriores iban atiborrados de maletas demasiado nuevas y muchas cajas de regalos todavía sin abrir. Ahí estaba, además, el saxofón tenor que había sido la pasión dominante en la vida de Nena Daconte antes de que sucumbiera al amor contrariado de su tierno pandillero de balneario.Cuando el guardia le devolvió los pasaportes sellados, Billy Sánchez le preguntó dónde podía encontrar una farmacia para hacerle una cura en el dedo a su mujer, y el guardia le gritó contra e1 viento que preguntaran en Indaya, del lado francés. Pero los guardias de Hendaya estaban sentados a la mesa en mangas de camisa, jugando barajas mientras comían pan mojado en tazones de vino dentro de una garita de cristal cálida y bien alumbrada, y les bastó con ver el tamaño y la clase del coche para indicarles por señas que se internaran en Francia. Billy Sánchez hizo sonar varias veces la bocina, pero los guardias no entendieron que los llamaban, sino que uno de ellos abrió el cristal y les gritó con más rabia que el viento:
-Merde! Allez-vous-en!Entonces Nena Daconte salió del automóvil envuelta con el abrigo hasta las orejas, y le preguntó al guardia en un francés perfecto dónde había una farmacia. El guardia contestó por costumbre con la boca llena de pan que eso no era asunto suyo. Y menos con semejante borrasca, y cerró la ventanilla. Pero luego se fijó con atención en la muchacha que se chupaba el dedo herido envuelta en el destello de los visones naturales, y debió confundirla con una aparición mágica en aquella noche de espantos, porque al instante cambió de humor. Explicó que la ciudad más cercana era Biarritz, pero que en pleno invierno y con aquel viento de lobos, tal vez no hubiera una farmacia abierta hasta Bayona, un poco más adelante.-¿Es algo grave? -preguntó.-Nada -sonrió Nena Daconte, mostrándole el dedo con la sortija de diamantes en cuya yema era apenas perceptible la herida de la rosa-. Es sólo un pinchazo.Antes de Bayona volvió a nevar. No eran más de las siete, pero encontraron las calles desiertas y las casas cerradas por la furia de la borrasca, y al cabo de muchas vueltas sin encontrar una farmacia decidieron seguir adelante. Billy Sánchez se alegró con la decisión. Tenía una pasión insaciable por los automóviles raros y un papá con demasiados sentimientos de culpa y recursos de sobra para complacerlo, y nunca había conducido nada igual a aquel Bentley convertible de regalo de bodas. Era tanta su embriaguez en el volante, que cuanto más andaba menos cansado se sentía. Estaba dispuesto a llegar esa noche a Burdeos, donde tenían reservada la suite nupcial del hotel Splendid, y no habría vientos contrarios ni bastante nieve en el cielo para impedirlo. Nena Daconte, en cambio, estaba agotada, sobre todo por el último tramo de la carretera desde Madrid, que era una cornisa de cabras azotada por el granizo. Así que después de Bayona se enrolló un pañuelo en el anular apretándolo bien para detener la sangre que seguía fluyendo, y se durmió a fondo. Billy Sánchez no lo advirtió sino al borde de la media noche, después de que acabó de nevar y el viento se paró de pronto entre los pinos, y el cielo de las landas se llenó de estrellas glaciales. Había pasado frente a las luces dormidas de Burdeos, pero sólo se detuvo para llenar el tanque en una estación de la carretera pues aún le quedaban ánimos para llegar hasta París sin tomar aliento. Era tan feliz con su juguete grande de 25.000 libras esterlinas, que ni siquiera se preguntó si lo sería también la criatura radiante que dormía a su lado con la venda del anular empapada de sangre, y cuyo sueño de adolescente, por primera vez, estaba atravesado por ráfagas de incertidumbre.
Se habían casado tres días antes, a 10.000 kilómetros de allí, en Cartagena de Indias, con el asombro de los padres de él y la desilusión de los de ella, y la bendición personal del arzobispo primado. Nadie, salvo ellos mismos, entendía el fundamento real ni conoció el origen de ese amor imprevisible. Había empezado tres meses antes de la boda, un domingo de mar en que la pandilla de Billy Sánchez se tomó por asalto los vestidores de mujeres de los balnearios de Marbella. Nena Daconte había cumplido apenas dieciocho años, acababa de regresar del internado de la Châtellenie, en Saint-Blaise, Suiza, hablando cuatro idiomas sin acento y con un dominio maestro del saxofón tenor, y aquel era su primer domingo de mar desde el regreso. Se había desnudado por completo para ponerse el traje de baño cuando empezó la estampida de pánico y los gritos de abordaje en las casetas vecinas, pero no entendió lo que ocurría hasta que la aldaba de su puerta saltó en astillas y vio parado frente a ella al bandolero más hermoso que se podía concebir. Lo único que llevaba puesto era un calzoncillo lineal de falsa piel de leopardo, y tenía el cuerpo apacible y elástico y el color dorado de la gente de mar. En el puño derecho, donde tenía una esclava metálica de gladiador romano, llevaba enrollada una cadena de hierro que le servía de arma mortal, y tenía colgada del cuello una medalla sin santo que palpitaba en silencio con el susto del corazón. Habían estado juntos en la escuela primaria y habían roto muchas piñatas en las fiestas de cumpleaños, pues ambos pertenecían a la estirpe provinciana que manejaba a su arbitrio el destino de la ciudad desde los tiempos de la Colonia, pero habían dejado de verse tantos años que no se reconocieron a primera vista. Nena Daconte permaneció de pie, inmóvil, sin hacer nada por ocultar su desnudez intensa. Billy Sánchez cumplió entonces con su rito pueril: se bajó el calzoncillo de leopardo y le mostró su respetable animal erguido. Ella lo miró de frente y sin asombro.-Los he visto más grandes y más firmes -dijo, dominando el terror-, de modo que piensa bien lo que vas a hacer, porque conmigo te tienes que comportar mejor que un negro.En realidad, Nena Daconte no sólo era virgen sino que nunca hasta entonces había visto un hombre desnudo, pero el desafío le resultó eficaz. Lo único que se le ocurrió a Billy Sánchez fue tirar un puñetazo de rabia contra la pared con la cadena enrollada en la mano, y se astilló los huesos. Ella lo llevó en su coche al hospital, lo ayudó a sobrellevar la convalecencia, y al final aprendieron juntos a hacer el amor de la buena manera. Pasaron las tardes difíciles de junio en la terraza interior de la casa donde habían muerto seis generaciones de próceres en la familia de Nena Daconte, ella tocando canciones de moda en el saxofón, y él con la mano escayolada contemplándola desde el chinchorro con un estupor sin alivio. La casa tenía numerosas ventanas de cuerpo entero que daban al estanque de podredumbre de la bahía, y era una de las más grandes y antiguas del barrio de la Manga, y sin duda la más fea. Pero la terraza de baldosas ajedrezadas donde Nena Daconte tocaba el saxofón era un remanso en el calor de las cuatro, y daba a un patio de sombras grandes con palos de mango y matas de guineo, bajo los cuales había una tumba con una losa sin nombre, anterior a la casa y a la memoria de la familia. Aun los menos entendidos en música pensaban que el sonido del saxofón era anacrónico en una casa de tanta alcurnia. "Suena como un buque", había dicho la abuela de Nena Daconte cuando lo oyó por primera vez. Su madre había tratado en vano de que lo tocara de otro modo, y no como ella lo hacía por comodidad, con la falda recogida hasta los muslos y las rodillas separadas, y con una sensualidad que no le parecía esencial para la música. "No me importa qué instrumento toques" -le decía- "con tal de que lo toques con las piernas cerradas". Pero fueron esos aires de adioses de buques y ese encarnizamiento de amor los que le permitieron a Nena Daconte romper la cáscara amarga de Billy Sánchez. Debajo de la triste reputación de bruto que él tenía muy bien sustentada por la confluencia de dos apellidos ilustres, ella descubrió un huérfano asustado y tierno. Llegaron a conocerse tanto mientras se le soldaban los huesos de la mano, que él mismo se asombró de la fluidez con que ocurrió el amor cuando ella lo llevó a su cama de doncella una tarde de lluvias en que se quedaron solos en la casa. Todos los días a esa hora, durante casi dos semanas, retozaron desnudos bajo la mirada atónita de los retratos de guerreros civiles y abuelas insaciables que los habían precedido en el paraíso de aquella cama histórica. Aun en las pausas del amor permanecían desnudos con las ventanas abiertas respirando la brisa de escombros de barcos de la bahía, su olor a mierda, oyendo en el silencio del saxofón los ruidos cotidianos del patio, la nota única del sapo bajo las matas de guineo, la gota de agua en la tumba de nadie, los pasos naturales de la vida que antes no habían tenido tiempo de conocer.Cuando los padres de Nena Daconte regresaron a la casa, ellos habían progresado tanto en el amor que ya no les alcanzaba el mundo para otra cosa, y lo hacían a cualquier hora y en cualquier parte, tratando de inventarlo otra vez cada vez que 1o hacían. Al principio lo hicieron como mejor podían en los carros deportivos con que el papá de Billy trataba de apaciguar sus propias culpas. Después, cuando los coches se les volvieron demasiado fáciles, se metían por la noche en las casetas desiertas de Marbella donde el destino los había enfrentado por primera vez, y hasta se metieron disfrazados durante el carnaval de noviembre en los cuartos de alquiler del antiguo barrio de esclavos de Getsemaní, al amparo de las mamasantas que hasta hacía pocos meses tenían que padecer a Billy Sánchez con su pandilla de cadeneros. Nena Daconte se entregó a los amores furtivos con la misma devoción frenética que antes malgastaba en el saxofón, hasta el punto de que su bandolero domesticado terminó por entender lo que ella quiso decirle cuando le dijo que tenía que comportarse como un negro. Billy Sánchez le correspondió siempre y bien, y con el mismo alborozo. Ya casados, cumplieron con el deber de amarse mientras las azafatas dormían en mitad del Atlántico, encerrados a duras penas y más muertos de risa que de placer en el retrete del avión. Sólo ellos sabían entonces, 24 horas después de la boda, que Nena Daconte estaba encinta desde hacía dos meses.De modo que cuando llegaron a Madrid se sentían muy lejos de ser dos amantes saciados, pero tenían bastantes reservas para comportarse como recién casados puros. Los padres de ambos lo habían previsto todo. Antes del desembarco, un funcionario de protocolo subió a la cabina de primera clase para llevarle a Nena Daconte el abrigo de visón blanco con franjas de un negro luminoso, que era el regalo de bodas de sus padres. A Billy Sánchez le llevó una chaqueta de cordero que era la novedad de aquel invierno, y las llaves sin marca de un coche de sorpresa que le esperaba en el aeropuerto.La misión diplomática de su país los recibió en el salón oficial. El embajador y su esposa no sólo eran amigos desde siempre de la familia de ambos, sino que él era el médico que había asistido al nacimiento de Nena Daconte, y la esperó con un ramo de rosas tan radiantes y frescas, que hasta las gotas de rocío parecían artificiales. Ella los saludó a ambos con besos de burla, incómoda con su condición un poco prematura de recién casada, y luego recibió las rosas. Al cogerlas se pinchó el dedo con una espina del tallo, pero sorteó el percance con un recurso encantador.-Lo hice adrede -dijo- para que se fijaran en mi anillo.En efecto, la misión diplomática en pleno admiró el esplendor del anillo, calculando que debía costar una fortuna no tanto por la clase de los diamantes como por su antigüedad bien conservada. Pero nadie advirtió que el dedo empezaba a sangrar. La atención de todos derivó después hacia el coche nuevo. El embajador había tenido el buen humor de llevarlo al aeropuerto, y de hacerlo envolver en papel celofán con un enorme lazo dorado. Billy Sánchez no apreció su ingenio. Estaba tan ansioso por conocer el coche que desgarró la envoltura de un tirón y se quedó sin aliento. Era el Bentley convertible de ese año con tapicería de cuero legítimo. El cielo parecía un manto de ceniza, el Guadarrama mandaba un viento cortante y helado, y no se estaba bien a la intemperie, pero Billy Sánchez no tenía todavía la noción del frío. Mantuvo a la misión diplomática en el estacionamiento sin techo, inconsciente de que se estaban congelando por cortesía, hasta que terminó de reconocer el coche en sus detalles recónditos. Luego el embajador se sentó a su lado para guiarlo hasta la residencia oficial donde estaba previsto un almuerzo. En el trayecto le fue indicando los lugares más conocidos de la ciudad, pero él sólo parecía atento a la magia del coche.Era la primera vez que salía de su tierra. Había pasado por todos los colegios privados y públicos, repitiendo siempre el mismo curso, hasta que se quedó flotando en un limbo de desamor. La primera visión de una ciudad distinta de la suya, los bloques de casas cenicientas con las luces encendidas a pleno día, los árboles pelados, el mar distante, todo le iba aumentando un sentimiento de desamparo que se esforzaba por mantener al margen del corazón. Sin embargo, poco después cayó sin darse cuenta en la primera trampa del olvido. Se habla precipitado una tormenta instantánea y silenciosa, la primera de la estación, y cuando salieron de la casa del embajador después del almuerzo para emprender el viaje hacia Francia, encontraron la ciudad cubierta de una nieve radiante. Billy Sánchez se olvidó entonces del coche, y en presencia de todos, dando gritos de júbilo y echándose puñados de polvo de nieve en la cabeza, se revolcó en mitad de la calle con el abrigo puesto.Nena Daconte se dio cuenta por primera vez de que el dedo estaba sangrando, cuando salieron de Madrid en una tarde que se había vuelto diáfana después de la tormenta. Se sorprendió, porque había acompañado con el saxofón a la esposa del embajador, a quien le gustaba cantar arias de ópera en italiano después de los almuerzos oficiales, y apenas si notó la molestia en el anular. Después, mientras le iba indicando a su marido las rutas más cortas hacia la frontera, se chupaba el dedo de un modo inconsciente cada vez que le sangraba, y sólo cuando llegaron a los Pirineos se le ocurrió buscar una farmacia. Luego sucumbió a los sueños atrasados de los últimos días, y cuando despertó de pronto con la impresión de pesadilla de que el coche andaba por el agua, no se acordó más durante un largo rato del pañuelo amarrado en el dedo. Vio en el reloj luminoso del tablero que eran más de las tres, hizo sus cálculos mentales, y sólo entonces comprendió que habían seguido de largo por Burdeos, y también por Angulema y Poitiers, y estaban pasando por el dique de Loira inundado por la creciente. El fulgor de la luna se filtraba a través de la neblina, y las siluetas de los castillos entre los pinos parecían de cuentos de fantasmas. Nena Daconte, que conocía la región de memoria, calculó que estaban ya a unas tres horas de París, y Billy Sánchez continuaba impávido en el volante.-Eres un salvaje -le dijo-. Llevas más de once horas manejando sin comer nada.Estaba todavía sostenido en vilo por la embriaguez del coche nuevo. A pesar de que en el avión había dormido poco y mal, se sentía despabilado y con fuerzas de sobra para llegar a París al amanecer.-Todavía me dura el almuerzo de la embajada -dijo-. Y agregó sin ninguna lógica: Al fin y al cabo, en Cartagena están saliendo apenas del cine. Deben ser como las diez.Con todo Nena Daconte temía que él se durmiera conduciendo. Abrió una caja de entre los tantos regalos que les habían hecho en Madrid y trató de meterle en la boca un pedazo de naranja azucarada. Pero él la esquivó.-Los machos no comen dulces -dijo.Poco antes de Orleáns se desvaneció la bruma, y una luna muy grande iluminó las sementeras nevadas, pero el tráfico se hizo más difícil por la confluencia de los enormes camiones de legumbres y cisternas de vinos que se dirigían a París. Nena Daconte hubiera querido ayudar a su marido en el volante, pero ni siquiera se atrevió a insinuarlo, porque é le había advertido desde la primera vez en que salieron juntos que no hay humillación más grande para un hombre que dejarse conducir por su mujer. Se sentía lúcida después de casi cinco horas de buen sueño, y estaba además contenta de no haber parado en un hotel de la provincia de Francia, que conocía desde muy niña en numerosos viajes con sus padres. "No hay paisajes más bellos en el mundo", decía, "pero uno puede morirse de sed sin encontrar a nadie que le dé gratis un vaso de agua." Tan convencida estaba, que a última hora había metido un jabón y un rollo de papel higiénico en el maletín de mano, porque en los hoteles de Francia nunca había jabón, y el papel de los retretes eran los periódicos de la semana anterior cortados en cuadritos y colgados de un gancho. Lo único que lamentaba en aquel momento era haber desperdiciado una noche entera sin amor. La réplica de su marido fue inmediata.-Ahora mismo estaba pensando que debe ser del carajo tirar en la nieve -dijo-. Aquí mismo, si quieres.Nena Daconte lo pensó en serio. Al borde de la carretera, la nieve bajo la luna tenía un aspecto mullido y cálido, pero a medida que se acercaban a los suburbios de París el tráfico era más intenso, y había núcleos de fábricas iluminadas y numerosos obreros en bicicleta. De no haber sido invierno, estarían ya en pleno día.-Ya será mejor esperar hasta París -dijo Nena Daconte-. Bien calienticos y en una cama con sábanas limpias, como la gente casada.-Es la primera vez que me fallas -dijo él.-Claro -replicó ella-. Es la primera vez que somos casados.Poco antes de amanecer se lavaron la cara y orinaron en una fonda del camino, y tomaron café con croissants calientes en el mostrador donde los camioneros desayunaban con vino tinto. Nena Daconte se había dado cuenta en el baño de que tenía manchas de sangre en la blusa y la falda, pero no intentó lavarlas. Tiró en la basura el pañuelo empapado, se cambió el anillo matrimonial para la mano izquierda y se lavó bien el dedo herido con agua y jabón. El pinchazo era casi invisible. Sin embargo, tan pronto como regresaron al coche volvió a sangrar, de modo que Nena Daconte dejó el brazo colgando fuera de la ventana, convencida de que el aire glacial de las sementeras tenía virtudes de cauterio. Fue otro recurso vano pero todavía no se alarmó. "Si alguien nos quiere encontrar será muy fácil", dijo con su encanto natural. "Sólo tendrá que seguir el rastro de mi sangre en la nieve." Luego pensó mejor en lo que había dicho y su rostro floreció en las primeras luces del amanecer.-Imagínate -dijo: -un rastro de sangre en la nieve desde Madrid hasta París. ¿No te parece bello para una canción?No tuvo tiempo de volverlo a pensar. En los suburbios de París, el dedo era un manantial incontenible, y ella sintió de veras que se le estaba yendo el alma por la herida. Había tratado de segar el flujo con el rollo de papel higiénico que llevaba en el maletín, pero más tardaba en vendarse el dedo que en arrojar por la ventana las tiras del papel ensangrentado. La ropa que llevaba puesta, el abrigo, los asientos del coche, se iban empapando poco a poco de un modo irreparable. Billy Sánchez se asustó en serio e insistió en buscar una farmacia, pero ella sabía entonces que aquello no era asunto de boticarios.-Estamos casi en la Puerta de Orleáns -dijo-. Sigue de por la avenida del general Leclerc, que es la más ancha y con muchos árboles, y después yo te voy diciendo lo que haces.Fue el trayecto más arduo de todo el viaje. La avenida del General Leclerc era un nudo infernal de automóviles pequeños y bicicletas, embotellados en ambos sentidos, y de los camiones enormes que trataban de llegar a los mercados centrales. Billy Sánchez se puso tan nervioso con el estruendo inútil de las bocinas, que se insultó a gritos en lengua de cadeneros con varios conductores y hasta trató de bajarse del coche para pelearse con uno, pero Nena Daconte logró convencerlo de que los franceses eran la gente más grosera del mundo, pero no se golpeaban nunca. Fue una prueba más de su buen juicio, porque en aquel momento Nena Daconte estaba haciendo esfuerzos para no perder la conciencia.Sólo para salir de la glorieta del León de Belfort necesitaron más de una hora. Los cafés y almacenes estaban iluminados como si fuera la media noche, pues era un martes típico de los eneros de París, encapotados y sucios y con una llovizna tenaz que no alcanzaba a concretarse en nieve. Pero la avenida Denfer­Rochereau estaba más despejada, y al cabo de unas pocas cuadras Nena Daconte le indicó a su marido que doblara a la derecha, y estacionó frente a la entrada de emergencia de un hospital enorme y sombrío.Necesitó ayuda para salir del coche, pero no perdió la serenidad ni la lucidez. Mientras llegaba el médico de turno, acostada en la camilla rodante, contestó a la enfermera el cuestionario de rutina sobre su identidad y sus antecedentes de salud. Billy Sánchez le llevó el bolso y le apretó la mano izquierda donde entonces llevaba el anillo de bodas, y la sintió lánguida y fría, y sus labios habían perdido el color. Permaneció a su lado, con la mano en la suya, hasta que llegó el médico de turno y le hizo un examen rápido al anular herido. Era un hombre muy joven, con la piel del color del cobre antiguo y la cabeza pelada. Nena Daconte no le prestó atención sino que dirigió a su marido una sonrisa lívida.-No te asustes -le dijo, con su humor invencible-. Lo único que puede suceder es que este caníbal me corte la mano para comérsela.El médico concluyó el examen, y entonces los sorprendió con un castellano muy correcto aunque con raro acento asiático.-No, muchachos -dijo-. Este caníbal prefiere morirse de hambre antes que cortar una mano tan bella.Ellos se ofuscaron pero el médico los tranquilizó con un gesto amable. Luego ordenó que se llevaran la camilla, y Billy Sánchez quiso seguir con ella cogido de la mano de su mujer. El médico lo detuvo por el brazo.-Usted no -le dijo-. Va para cuidados intensivos.
Nena Daconte le volvió a sonreír al esposo, y le siguió diciendo adiós con la mano hasta que la camilla se perdió en el fondo del corredor. El médico se retrasó estudiando los datos que la enfermera había escrito en una tablilla. Billy Sánchez lo llamó.-Doctor -le dijo-. Ella está encinta.-¿Cuánto tiempo?-Dos meses.El médico no le dio la importancia que Billy Sánchez esperaba. "Hizo bien en decírmelo," dijo, y se fue detrás de la camilla. Billy Sánchez se quedó parado en la sala lúgubre olorosa a sudores de enfermos, se quedó sin saber qué hacer mirando el corredor vacío por donde se habían llevado a Nena Daconte, y luego se sentó en el escaño de madera donde había otras personas esperando. No supo cuánto tiempo estuvo ahí, pero cuando decidió salir del hospital era otra vez de noche y continuaba la llovizna, y él seguía sin saber ni siquiera qué hacer consigo mismo, abrumado por el peso del mundo.Nena Daconte ingresó a las 9:30 del martes 7 de enero, según lo pude comprobar años después en los archivos del hospital. Aquella primera noche, Billy Sánchez durmió en el coche estacionado frente a la puerta de urgencias y muy temprano al día siguiente se comió seis huevos cocidos y dos tazas de café con leche en la cafetería que encontró más cerca, pues no había hecho una comida completa desde Madrid. Después volvió a la sala de urgencias para ver a Nena Daconte pero le hicieron entender que debía dirigirse a la entrada principal. Allí consiguieron, por fin, un asturiano del servicio que lo ayudó a entenderse con el portero, y éste comprobó que en efecto Nena Daconte estaba registrada en el hospital, pero que sólo se permitían visitas los martes de nueve a cuatro. Es decir, seis días después. Trató de ver al médico que hablaba castellano, a quien describió como un negro con la cabeza pelada, pero nadie le dio razón con dos detalles tan simples.Tranquilizado con la noticia de que Nena Daconte estaba en el registro, volvió al lugar donde había dejado el coche, y un agente de tránsito lo obligó a estacionar dos cuadras más adelante, en una calle muy estrecha y del lado de los números impares. En la acera de enfrente había un edificio restaurado con un letrero: "Hotel Nicole". Tenía una sola estrella, y una sala de recibo muy pequeña donde no había más que un sofá y un viejo piano vertical, pero el propietario de voz aflautada podía entenderse con los clientes en cualquier idioma a condición de que tuvieran con qué pagar. Billy Sánchez se instaló con once maletas y nueve cajas de regalos en el único cuarto libre, que era una mansarda triangular en el noveno piso, a donde se llegaba sin aliento por una escalera en espiral que olía a espuma de coliflores hervidas. Las paredes estaban forradas de colgaduras tristes y por la única ventana no cabía nada más que la claridad turbia del patio interior. Había una cama para dos, un ropero grande, una silla simple, un bidé portátil y un aguamanil con su platón y su jarra, de modo que la única manera de estar dentro del cuarto era acostado en la cama. Todo era peor que viejo, desventurado, pero también muy limpio, y con un rastro saludable de medicina reciente.A Billy Sánchez no le habría alcanzado la vida para descifrar los enigmas de ese mundo fundado en el talento de la cicatería. Nunca entendió el misterio de la luz de la escalera que se apagaba antes de que él llegara a su piso, ni descubrió la manera de volver a encenderla. Necesitó media mañana para aprender que en el rellano de cada piso habla un cuartito con un excusado de cadena, y ya había decidido usarlo en las tinieblas cuando descubrió por casualidad que la luz se encendía al pasar el cerrojo por dentro, para que nadie la dejara encendida por olvido. La ducha, que estaba en el extremo del corredor y que él se empeñaba en usar des veces al día como en su tierra, se pagaba aparte y de contado, y el agua caliente, controlada desde la administración, se acababa a los tres minutos. Sin embargo, Billy Sánchez tuvo bastante claridad de juicio para comprender que aquel orden tan distinto del suyo era de todos modos mejor que la intemperie de enero, se sentía además tan ofuscado y solo que no podía entender cómo pudo vivir alguna vez sin el amparo de Nena Daconte.
Tan pronto como subió al cuarto, la mañana del miércoles, se tiró bocabajo en la cama con el abrigo puesto pensando en la criatura de prodigio que continuaba desangrándose en la acerca de enfrente, y muy pronto sucumbió en un sueño tan natural que cuando despertó eran las cinco en el reloj, pero no pudo deducir si eran las cinco de la tarde o del amanecer, ni de qué día de la semana ni en qué ciudad de vidrios azotados por el viento y la lluvia. Esperó despierto en la cama, siempre pensando en Nena Daconte, hasta que pudo comprobar que en realidad amanecía. Entonces fue a desayunar a la misma cafetería del día anterior, y allí pudo establecer que era jueves. Las luces del hospital estaban encendidas y había dejado de llover, de modo que permaneció recostado en el tronco de un castaño frente a la entrada principal, por donde entraban y salían médicos y enfermeras de batas blancas, con la esperanza de encontrar al médico asiático que había recibido a Nena Daconte. No lo vio, ni tampoco esa tarde después del almuerzo, cuando tuvo que desistir de la espera porque se estaba congelando. A las siete se tomó otro café con leche y se comió dos huevos duros que él mismo cogió en el aparador después de cuarenta y ocho horas de estar comiendo la misma cosa en el mismo lugar. Cuando volvió al hotel para acostarse, encontró su coche solo en una acera y todos los demás en la acera de enfrente, y tenía puesta la noticia de una multa en el parabrisas. Al portero del Hotel Nicole le costó trabajo explicarle que en los días impares del mes se podía estacionar en la acera de números impares, y al día siguiente en la acera contraria. Tantas artimañas racionalistas resultaban incomprensibles para un Sánchez de Ávila de los más acendrados que apenas dos años antes se había metido en un cine de barrio con el automóvil oficial del alcalde mayor, y había causado estragos de muerte ante los policías impávidos. Entendió menos todavía cuando el portero del hotel le aconsejó que pagara la multa, pero que no cambiara el coche de lugar a esa hora, porque tendría que cambiarlo otra vez a las doce de la noche. Aquella madrugada, por primera vez, no pensó sólo en Nena Daconte, sino que daba vueltas en la cama sin poder dormir, pensando en sus propias noches de pesadumbre en las cantinas de maricas del mercado público de Cartagena del Caribe. Se acordaba del sabor del pescado frito y el arroz de coco en las fondas del muelle donde atracaban las goletas de Aruba. Se acordó de su casa con las paredes cubiertas de trinitarias, donde serían apenas las siete de la noche de ayer, y vio a su padre con una pijama de seda leyendo el periódico en el fresco de la terraza.
Se acordó de su madre, de quien nunca se sabía dónde estaba a ninguna hora, su madre apetitosa y lenguaraz, con un traje de domingo y una rosa en la oreja desde el atardecer, ahogándose de calor por el estorbo de sus tetas espléndidas. Una tarde, cuando él tenía siete años, había entrado de pronto en el cuarto de ella y la había sorprendido desnuda en la cama con uno de sus amantes casuales. Aquel percance del que nunca había hablado, estableció entre ellos una relación de complicidad que era más útil que el amor. Sin embargo, él no fue consciente de eso, ni de tantas cosas terribles de su soledad de hijo único, hasta esa noche en que se encontró dando vueltas en la cama de una mansarda triste de París, sin nadie a quién contarle su infortunio, y con una rabia feroz contra sí mismo porque no podía soportar las ganas de llorar.Fue un insomnio provechoso. El viernes se levantó estropeado por la mala noche, pero resuelto a definir su vida. Se decidió por fin a violar la cerradura de su maleta para cambiarse de ropa pues las llaves de todas estaban en el bolso de Nena Daconte, con la mayor parte del dinero y la libreta de teléfonos donde tal vez hubiera encontrado el número de algún conocido de París. En la cafetería de siempre se dio cuenta de que había aprendido a saludar en francés y a pedir sanduiches de jamón y café con leche. También sabía que nunca le sería posible ordenar mantequilla ni huevos en ninguna forma, porque nunca los aprendería a decir, pero la mantequilla la servían siempre con el pan, y los huevos duros estaban a la vista en el aparador y se cogían sin pedirlos. Además, al cabo de tres días, el personal de servicio se habla familiarizado con él, y lo ayudaban a explicarse. De modo que el viernes al almuerzo, mientras trataba de poner la cabeza en su puesto, ordenó un filete de ternera con papas fritas y una botella de vino. Entonces se sintió tan bien que pidió otra botella, la bebió hasta la mitad, y atravesó la calle con la resolución firme de meterse en el hospital por la fuerza. No sabia dónde encontrar a Nena Daconte, pero en su mente estaba fija la imagen providencial del médico asiático, y estaba seguro de encontrarlo. No entró por la puerta principal sino por la de urgencias, que le había parecido menos vigilada, pero no alcanzó a llegar más allá del corredor donde Nena Daconte le había dicho adiós con la mano. Un guardián con la bata salpicada de sangre le preguntó algo al pasar, y él no le prestó atención. El guardián lo siguió, repitiendo siempre la misma pregunta en francés, y por último lo agarró del brazo con tanta fuerza que lo detuvo en seco. Billy Sánchez trató de sacudírselo con un recurso de cadenero, y entonces el guardián se cagó en su madre en francés, le torció el brazo en la espalda con una llave maestra, y sin dejar de cagarse mil veces en su puta madre lo llevó casi en vilo hasta la puerta, rabiando de dolor, y lo tiró como un bulto de papas en la mitad de la calle.Aquella tarde, dolorido por el escarmiento, Billy Sánchez empezó a ser adulto. Decidió, como lo hubiera hecho Nena Daconte, acudir a su embajador. El portero del hotel, que a pesar de su catadura huraña era muy servicial, y además muy paciente con los idiomas, encontró el número y la dirección de la embajada en el directorio telefónico, y se los anotó en una tarjeta. Contestó una mujer muy amable, en cuya voz pausada y sin brillo reconoció Billy Sánchez de inmediato la dicción de los Andes. Empezó por anunciarse con su nombre completo, seguro de impresionar a la mujer con sus dos apellidos, pero la voz no se alteró en el teléfono. La oyó explicar la lección de memoria de que el señor embajador no estaba por el momento en su oficina, que no lo esperaban hasta el día siguiente, pero que de todos modos no podía recibirlo sino con cita previa y sólo para un caso especial. Billy Sánchez comprendió entonces que por ese camino tampoco llegaría hasta Nena Daconte, y agradeció la información con la misma amabilidad con que se la habían dado. Luego tomó un taxi y se fue a la embajada.Estaba en el número 22 de la calle Elíseo, dentro de uno de los sectores más apacibles de París, pero lo único que le impresionó a Billy Sánchez, según él mismo me contó en Cartagena de Indias muchos años después, fue que el sol estaba tan claro como en el Caribe por la primera vez desde su llegada, y que la Torre Eiffel sobresalía por encima de la ciudad en un cielo radiante. El funcionario que lo recibió en lugar del embajador parecía apenas restablecido de una enfermedad mortal, no sólo por el vestido de paño negro, el cuello opresivo y la corbata de luto, sino también por el sigilo de sus ademanes y la mansedumbre de la voz. Entendió la ansiedad de Billy Sánchez, pero le recordó, sin perder la dulzura, que estaban en un país civilizado cuyas normas estrictas se fundamentaban en criterios muy antiguos y sabios, al contrario de las Américas bárbaras, donde bastaba con sobornar al portero para entrar en los hospitales. "No, mi querido joven," le dijo. No había más remedio que someterse al imperio de la razón, y esperar hasta el martes.-Al fin y al cabo, ya no faltan sino cuatro días -concluyó-. Mientras tanto, vaya al Louvre. Vale la pena.Al salir Billy Sánchez se encontró sin saber qué hacer en la Plaza de la Concordia. Vio la Torre Eiffel por encima de los tejados, y le pareció tan cercana que trató de llegar hasta ella caminando por los muelles. Pero muy pronto se dio cuenta de que estaba más lejos de lo que parecía, y que además cambiaba de lugar a medida que la buscaba. Así que se puso a pensar en Nena Daconte sentado en un banco de la orilla del Sena. Vio pasar los remolcadores por debajo de los puentes, y no le parecieron barcos sino casas errantes con techos colorados y ventanas con tiestos de flores en el alféizar, y alambres con ropa puesta a secar en los planchones. Contempló durante un largo rato a un pescador inmóvil, con la caña inmóvil y el hilo inmóvil en la corriente, y se cansó de esperar a que algo se moviera, hasta que empezó a oscurecer y decidió tomar un taxi para regresar al hotel. Sólo entonces cayó en la cuenta de que ignoraba el nombre y la dirección y de que no tenía la menor idea del sector de París en donde estaba el hospital.Ofuscado por el pánico, entró en el primer café que encontró, pidió un cogñac y trató de poner sus pensamientos en orden. Mientras pensaba se vio repetido muchas veces y desde ángulos distintos en los espejos numerosos de las paredes, y se encontró asustado y solitario, y por primera vez desde su nacimiento pensó en la realidad de la muerte. Pero con la segunda copa se sintió mejor, y tuvo la idea providencial de volver a la embajada. Buscó la tarjeta en el bolsillo para recordar el nombre de la calle, y descubrió que en el dorso estaba impreso el nombre y la dirección del hotel. Quedó tan mal impresionado con aquella experiencia, que durante el fin de semana no volvió a salir del cuarto sino para comer, y para cambiar el coche a la acera correspondiente. Durante tres días cayó sin pausas la misma llovizna sucia de la mañana en que llegaron. Billy Sánchez, que nunca había leído un libro completo, hubiera querido tener uno para no aburrirse tirado en la cama, pero los únicos que encontró en las maletas de su esposa eran en idiomas distintos del castellano. Así que siguió esperando el martes, contemplando los pavorreales repetidos en el papel de las paredes y sin dejar de pensar un solo instante en Nena Daconte. El lunes puso un poco de orden en el cuarto, pensando en lo que diría ella si lo encontraba en ese estado, y sólo entonces descubrió que el abrigo de visón estaba manchado de sangre seca. Pasó la tarde lavándolo con el jabón de olor que encontró en el maletín de mano, hasta que logró dejarlo otra vez como lo habían subido al avión en Madrid.El martes amaneció turbio y helado, pero sin la llovizna, y Billy Sánchez se levantó desde las seis, y esperó en la puerta del hospital junto con una muchedumbre de parientes de enfermos cargados de paquetes de regalos y ramos de flores. Entró con el tropel, llevando en el brazo el abrigo de visón, sin preguntar nada y sin ninguna idea de dónde podía estar Nena Daconte, pero sostenido por la certidumbre de que había de encontrar al médico asiático. Pasó por un patio interior muy grande con flores y pájaros silvestres, a cuyos lados estaban los pabellones de los enfermos: las mujeres, a la derecha, y los hombres, a la izquierda. Siguiendo a los visitantes, entró en el pabellón de mujeres. Vio una larga hilera de enfermas sentadas en las camas con el camisón de trapo del hospital, iluminadas por las luces grandes de las ventanas, y hasta pensó que todo aquello era más alegre de lo que se podía imaginar desde fuera. Llegó hasta el extremo del corredor, y luego lo recorrió de nuevo en sentido inverso, hasta convencerse de que ninguna de las enfermas era Nena Daconte. Luego recorrió otra vez la galería exterior mirando por la ventana de los pabellones masculinos, hasta que creyó reconocer al médico que buscaba.Era él, en efecto. Estaba con otros médicos y varias enfermeras, examinando a un enfermo. Billy Sánchez entró en el pabellón, apartó a una de las enfermeras del grupo, y se paró frente al médico asiático, que estaba inclinado sobre el enfermo. Lo llamó. El médico levantó sus ojos desolados, pensó un instante, y entonces lo reconoció.-¡Pero dónde diablos se había metido usted! -dijo.
Billy Sánchez se quedó perplejo.-En el hotel -dijo-. Aquí a la vuelta.Entonces lo supo. Nena Daconte había muerto desangrada a las 7:10 de la noche del jueves 9 de enero, después de setenta horas de esfuerzos inútiles de los especialistas mejor calificados de Francia. Hasta el último instante había estado lúcida y serena, y dio instrucciones para que buscaran a su marido en el hotel Plaza Athenée, tenían una habitación reservada, y dio los datos para que se pusieran en contacto con sus padres. La embajada había sido informada el viernes por un cable urgente de su cancillería, cuando ya los padres de Nena Daconte volaban hacia París. El embajador en persona se encargó de los trámites de embalsamamiento y los funerales, y permaneció en contacto con la Prefectura de Policía de París para localizar a Billy Sánchez. Un llamado urgente con sus datos personales fue transmitido desde la noche del viernes hasta la tarde del domingo a través de la radio y la televisión, y durante esas 40 horas fue el hombre más buscado de Francia. Su retrato, encontrado en el bolso de Nena Daconte, estaba expuesto por todas partes. Tres Bentleys convertibles del mismo modelo habían sido localizados, pero ninguno era el suyo.Los padres de Nena Daconte habían llegado el sábado al mediodía, y velaron el cadáver en la capilla del hospital esperando hasta última hora encontrar a Billy Sánchez. También los padres de éste habían sido informados, y estuvieron listos para volar a París, pero al final desistieron por una confusión de telegramas. Los funerales tuvieron lugar el domingo a las dos de la tarde, a sólo doscientos metros del sórdido cuarto del hotel donde Billy Sánchez agonizaba de soledad por el amor de Nena Daconte. El funcionario que lo había atendido en la embajada me dijo años más tarde que él mismo recibió el telegrama de su cancillería una hora después de que Billy Sánchez salió de su oficina, y que estuvo buscándolo por los bares sigilosos del Faubourg-St. Honoré. Me confesó que no le había puesto mucha atención cuando lo recibió, porque nunca se hubiera imaginado que aquel costeño aturdido con la novedad de París, y con un abrigo de cordero tan mal llevado, tuviera a su favor un origen tan ilustre. El mismo domingo por la noche, mientras él soportaba las ganas de llorar de rabia, los padres de Nena Daconte desistieron de la búsqueda y se llevaron el cuerpo embalsamado dentro de un ataúd metálico, y quienes alcanzaron a verlo siguieron repitiendo durante muchos años que no habían visto nunca una mujer más hermosa, ni viva ni muerta. De modo que cuando Billy Sánchez entró por fin al hospital, el martes por la mañana, ya se había consumado el entierro en el triste panteón de la Manga, a muy pocos metros de la casa donde ellos habían descifrado las primeras claves de la felicidad. El médico asiático que puso a Billy Sánchez al corriente de la tragedia quiso darle unas pastillas calmantes en la sala del hospital, pero él las rechazó. Se fue sin despedirse, sin nada qué agradecer, pensando que lo único que necesitaba con urgencia era encontrar a alguien a quien romperle la madre a cadenazos para desquitarse de su desgracia. Cuando salió del hospital, ni siquiera se dio cuenta de que estaba cayendo del cielo una nieve sin rastros de sangre, cuyos copos tiernos y nítidos parecían plumitas de palomas, y que en las calles de París había un aire de fiesta, porque era la primera nevada grande en diez años.

martes, 6 de marzo de 2007

FELIZ CUMPLEAÑOS GABO




GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
Y SUS OCHENTA AÑOS





No hay mucho que agregar que sea novedoso a todo lo que se viene escribiendo y diciendo sobre la obra literaria de este genial escritor y la simpatía que el mundo guarda por él ahora que cumple ochenta años de permanencia en esta parte del mundo que él nos ayudó a redescubrir desde su particular perspectiva.
Como no me va bien eso de adicionar más disgregaciones intrascendentes, sólo me queda levantar una copa, interrumpir a los comenzales y decir algunas palabras antes del brindis general por el cumpleañero.
Cuando leí Cien años de soledad por primera vez, quedé tan anonadado que tuve que volver a leerla inmediatamente porque me había quedado una sensación de mareo y confusión. La lectura me había activado un aluvión de sensaciones. No sólo era la manera contarla con un lenguaje engañosamente sencillo, con una estructura que te llevaba por un laberinto de tiempos y espacios sin percartarte sino hasta mucho tiempo después. Era también el contenido de la historia, las situaciones que vivían los personajes que parecían tan mágicas, extravagantes y, sin embargo, tan cercanas a mi vida, a mi familia.
Con el tiempo leí otras novelas que igualmente me dejaron gratamente asombrado. Crónica de una muerte anunciada me encontró cuando la literatura ya era algo decisivo en mi vida, y desde mi flamante experiencia narrativa quedé apabullado con la perfección narrativa de esta pieza literaria.
Con El amor en los tiempos del cólera quedaría en mi vida la sensación agradable de haber vivido en una época en la que había nacido un talento narrativo. El amor en los tiempos del cólera es - desde mi modesto punto de vista - la más certera apología al amor.
El tiempo que todo se lo lleva, también se fue llevando la pasión desmedida con la que muchos leyeron a García Márquez. En este tiempo en que los mitos se destruyen con tanta facilidad en la ansiosa búsqueda de íconos más representativos de la postmodernidad, se escuchan voces múlitples diciendo que las obras de García Márquez envejecen tanto como el propio autor. Es más, he leído por allí que Gabo vive de un pasado que tampoco fue gran cosa, sino el apogeo de una ideología que también envejeció. Tranquilos, muchachos. Alonso Cueto en su columna de la semana en Perú21, precisamente, hablaba de los "clásicos": Es el escritor que ha encontrado, desarrollado y legado un camino nuevo en la narrativa; el que ha descubierto posibilidades nuevas en el idioma y, sobre todo, el que ha fundado un universo.
No voy a amargar el brindis con alguna polémica fuera de lugar. Lo cierto es que García Márquez está de cumpleaños y quienes los queremos por todo lo que significó para nosotros, le deseamos que la pase bien. Feliz cumpleaños, Gabo