viernes, 29 de septiembre de 2006

COMENTARIOS



FOTO DE LIMA ANTIGUA


SE AGRADECE los comentarios y los correos que van llegando en estos dias. También las puyas como la de aquel que me avisa que en el Haití muchos van a "fletear" (venesoso el mensajito, después de mi comentario sobre lo agradable del lugar). Me han prometido un cuento a propósito de ese comentario. Ahora bien, seguro que por allí de todo hay; pero a mí, me sigue gustando ese lugar para leer.
POCO A POCO estamos definiendo el perfil de nuestra página. Ahora hemos creado algunos enlaces que nos van a ayudar a organizar nuestra información. Por ejemplo, hay uno en donde podrán conocer a los escritores peruanos del presente. Leéanlo pues iremos agregando escritores constantemente. Lo van encontrar en el enlace "Escritores peruanos contempoáneos". En otro, podrán leer los cuentos míos. Después de todo tengo un ego. Pueden leer mis cuentos en el enlace "Cuentos de Richar Primo". Eso quiere decir que la zona del escribidor irá quedando para noticias culturales, artículos de fondo y algunas notas de los amigos.
TAMBIÉN nos enlazamos con otros blogs y webs que esperamos le sean muy útiles. Christian Reynoso de Puno aparece con su página y esperamos que otros escritores de otros departamentos se nos unan.

CRÓNICAS DE LA CIUDAD

Cuelgo otra crónica de la ciudad para quien quiera leerla y criticarla
HAY QUE RESPETAR LAS COLAS

Fulano llegó temprano porque todavía seguía creyendo en aquello de la puntualidad. Entonces descubrió, ya sin mucha sorpresa, que los horarios especificados en un letrero grande y triste a la entrada del edificio gubernamental eran, como muchas otros horarios de otras muchas dependencias de este país, una promesa muerta y olvidada desde hacía mucho tiempo. Suspiró con un aire de resignación aburrida y se dispuso a esperar justo en el lugar donde otro letrero grande decía que había que esperar. Revisó sus papeles, sufrió un leve susto cuando supuso que había olvidado uno de ellos. Felizmente lo encontró. Volvió a verificar los datos del formulario N° 7,067 que le habían indicado llenar el día anterior luego de una espera extensa en una cola interminable. Felizmente había preguntado todo lo que debía preguntar y ahora estaba seguro del lugar, del papeleo y de todo lo demás. Se dispuso a esperar tranquilo porque todo estaba en su sitio. Claro, grave error de Fulano que, otra vez, caía en la misma trampa: creer. Desdobló su periódico, se acomodó los lentes bifocales e intentó una lectura ordenada de las noticias del día anterior. Sólo hacía falta esperar y la lectura era lo que más tranquilizaba su viejo espíritu de hombre culto de clase media. Suspiró. El edificio era plomizo, grande y, en la neblina de la mañana, parecía un anciano ancho y curvado, dormitando sentado. La lectura fue llenando los pensamientos de Fulano, momentáneamente olvidó su entorno.
A las nueve y cuarenta y cinco hubo un amago de movimiento detrás de los portones de fierro y, cuando Fulano levantó la mirada del periódico para ver como estaba el mundo, descubrió asombrado que una multitud se apelotonaba en las cercanías del portón sin ningún ánimo de guardar el orden y , peor aún, detrás de él, otro gran tumulto de personas había conformado una cola serpenteante, informe y desesperada. ¿En qué momento se había armado tal enredo?
Por un momento sintió una leve pena por quienes se hallaban tan lejos de alcanzar atención; aunque luego comprendió que más que pena, aquello era un secreto orgullo mal camuflado. Total, él estaba entre los primeros porque tomaba sus previsiones. Se había levantado temprano, había mal desayunado y había soportado estoicamente de pie hasta ese momento: tenía derecho de estar tranquilo y hasta feliz. Además todo lo que debía averiguar ya lo había hecho el día anterior en un ajetreo agotador. Esas eran las ventajas de ser responsable y organizado. En todo caso pensó que lo mejor era preocuparse por los que pretendían saltarse todo su sacrificio colándose a fuerza de esa viveza criolla que le gustaba muy poco. "En este mundo hay de todo", pensó, y luego sonrió impulsado por el orgullo de sentirse diferente.
Cuando el portón finalmente se abrió y los fierros de los cerrojos se callaron del todo, hubo un reacomodo de fuerzas que no dejó muy bien ubicado a Fulano quien, definitivamente ya no era el de años anteriores y, por lo tanto, no había podido correr ni empujar como lo hicieron con él. De todas maneras, su ubicación tampoco no era tan mala. Tal vez demoraría veinte minutos más de los calculado, pero igual, saldría temprano. Un formulario por aquí, una cola por allá y listo.

Un par de jovencitos encorbatados comenzó a distribuir a la gente en distintas colas según sus necesidades. Cuando llegaron a Fulano revisaron sus papeles, lo auscultaron casi con burla y antes de cualquier apelación, simplemente le dijeron que esa no era ni la oficina indicada ni aquel el formulario preciso. Más aún, le recomendaban regresar al día siguiente, eso si, a la hora, porque en esa entidad administrativa eran estrictos en todo y con todos.

Feria del Libro en Chile


El invitado de honor será Perú

FERIA DEL LIBRO EN CHILE


Desde el 24 de octubre y hasta el 5 de noviembre, Santiago de Chile se llenará de literatura peruana. Y es que la Feria Internacional del Libro de Santiago (Filsa) tendrá como invitado de honor a Perú. Es una tradición que las grandes ferias internacionales de libro tengan a un país como invitado de honor. Renglón aparte, este año viene siendo muy bueno para los escritores y poetas peruanos quienes están obteniendo premios de gran prestigio como es el caso de Alonso Cueto con el premio Herralde por su novela "La hora azul" o Santiago Roncagliolo, premio Alfaguara por su novela "Abril rojo". En ese sentido la presencia de escritores peruanos como invitados principales en la feria de Chile es otra noticia agradable. Se espera la presencia en Santiago de escritores como Mario Vargas Llosa, Alfredo Bryce Echenique (¿juntos?), así como Alonso Cueto, Oswaldo Reynoso, Santiago Roncagliolo, entre otros. Aparte de 36 editoriales peruanas que alternarán con otras 700 editoriales presentes. Se habla de 24 mil visitantes de los que - esperamos - 30 mil serán los peruanos residentes en Chile. Si alguien puede, dese una escapada esos días por allá y verifique, de paso, aquello del pisco chileno.

Los escritores y la guerra de religiones


LOS ESCRITORES Y
LA GUERRA DE RELIGIONES

Mientras la Iglesia Católica busca apagar el incendio desatado por las afirmaciones del Papa Benedicto XI, sobre la religión musulmana ( muy desatinado, por decir lo menos), escritores de la talla de José Saramago entran al cuento con declaraciones que ponen el dedo en la herida. Saramago - premio Nóbel de literatura 1998 - pidió respeto por las creencias con el fin de erradicar la idea " de que la religión del otro es, por definición, la del enemigo a batir" . El asunto es, agregó, "evitar atentados a nombre de Dios". Añadió, así mismo, "que tenemos mala memoria. Lo que hacen ellos ahora es lo que hicimos nosotros en el pasado con la Inquisición, que no era sino una organización criminal que quemaba a la gente por cuestiones religiosas o de sexo”.
De Saramago tengo la grata memoria de una novela estupenda: "Ensayo sobre la ceguera" (1996). Novela que plantea una dimensión distinta de entender la sociedad desde la anulación de la facultad de ver, esto en el sentido más metafórico. Si no la han leído, hay que darse un tiempo.

BIENAL DE CUENTO "COPE" 2006


BIENAL DE CUENTO "COPE" 2006

En un medio donde la actividad literaria es siempre bastante difícil y los estímulos para los creadores son pocos, es agradable dar el aviso que Petroperú ha convocado a la tradicional Bienal de Cuento Cope 2006. Convocatoria que cerrará el jueves 28 de diciembre de este año. Hay tiempo para pulir una historia que no debe ser mayor de veinte páginas. Han ganado este premio escritores como Washington Delgado (ganador de la primera bienal 1979), asi como Julio Ortega, actualmente crítico literiario de gran presencia; Oscar Colchado, Cronwel Jara, Fernando Iwsaki, José de Píerola, entre otros excelentes narradores.

jueves, 28 de septiembre de 2006

"Tú serás Cortez" (II)


II
Colaboración de ARZA

Ariana. Tres sílabas son como son las tres opciones que expande en la mesa antes de acostarse. Las pastillas son mejores que la navaja, la navaja es mucho mejor que la soga. Entre las pastillas y la soga el veredicto es contundente. La navaja, aunque eficaz, no es inmediata. La soga requiere una viga, un punto de apoyo, un vacío, una fuerza de caída y el azar confabulado. La noche no permite el azar. La habitación encierra una serie de posibilidades inútiles: una puerta mal cerrada es posible, el timbre del celular nacer desde un punto incógnito provoca erguirse, buscar, acabar rápidamente con el periodo de impertinencia. Dos toques de buenas noches, pasos ir y venir, incluso una conversación agónica o el arrullo de una radio prendida altera el espacio. No, la soga es uno de los extremos de la decisión. Pero Ariana, impertérrita, evalúa la soga, se acerca a los dinteles, a los marcos de las ventanas, duda de lo ocioso de abrir la puerta del closet, pero la abre, sujeta la soga, acerca la cabeza al recortado vacío que forma y la introduce con cuidado obsesivo. Provoca una fuerza proporcional a su peso, esta mueve las bisagras con violencia. Esboza una fórmula en su cabeza como si lo hiciera en su cuaderno; y sabe que sus cuarenta y cinco kilos son escasos. Masa, fuerza centrípeta, gravedad, vectores, peso: nociones irrelevantes ante la lógica de los veinte años de la bisagra. Una cuerda manifiesta una naturaleza de dos extremos. Esta cuerda solo confirma uno. Las pastillas son amarillas. Su cubierta es gelatinosa. Su sabor es indefinido. Ariana cuenta dieciséis pastillas, las reduce a quince, Ariana es cabalística y recuerda la cantidad de años en la cantidad de velas que hubo en el pastel de lúcumas del mes de febrero. Busca equivalencias: encuentra caramelos en los bolsillos de su maleta, los fracciona con cuidado y cuenta quince. El vaso con agua también reposa en la mesa. Empieza a contar, el sexto caramelo lo siente extraño y el agua se acaba: la ingesta es interminable. Intenta nuevamente. La capacidad de flujo de la boca no es compatible con la geometría de los dulces. Descarta procedimientos. Busca sus vitaminas. Ariana apaga las luces de su habitación. No se escucha el televisor de la sala. A su dormitorio ya no llega más que el sonido de la noche. Para igual número de vitaminas, se necesita un nuevo vaso de agua. Sobre un papel la solución de las vitaminas se esparce por el aliento de Ariana que porfía por abrir la última cápsula. El calor de la lámpara es incompatible con el clima. El vaso contiene quince cápsulas flotantes, la boca del vaso contiene quince cápsulas flotantes: el diámetro es saturado, la inclinación del agua puede dificultar la ingesta. No existen equivalencias, pero sí riesgos en el ensayo. La saturación y lo minucioso son extremos de lo vacío y lo trivial. Dos procedimientos extremos equivalen para Ariana a un extremo superlativo. Se reprocha su negligencia. Vuelve a pensar en la navaja. El papel puede producir un corte en la piel. La piel es más delicada que una simple hoja de papel. Inclinación y fricción se corresponden para lacerar en primer grado el tejido cutáneo. Inclinación, deduce Ariana, más un ángulo apropiado. Compara la hoja de la navaja con el grosor de un papel. Aunque el artefacto es una antigüedad, la hoja nueva es contundente. Un simple corte es un simple corte. Esa afirmación la perturba. Un simple corte es por implicancia superficial. La eficacia no radica en la navaja. Ariana no abandona sus cavilaciones: una navaja no es peor que las pastillas ni mejor que la soga. El ángulo de visión influye en la interpretación. Una navaja es el absoluto medio que posee. Tres cortes en el mismo lugar, uno más fuerte que el anterior, uno más rápido que el anterior. Ariana prefiere la rapidez que lo inmediato. Un estado alterado endurece los músculos, excita el ritmo de respiración, segrega la suficiente fuerza en todo el cuerpo para realizar un ataque vertical en la enramada de venas verdosas que rodea la nívea muñeca. Estas venas están llenas de vida. Ariana esconde las posibilidades, se acuesta, sueña: pastillas, soga, navaja; navaja, pastillas, soga; soga, navaja, pastillas. El espacio, la gravedad, la rapidez.

viernes, 22 de septiembre de 2006

Los concursos literarios


Sacando visa para un sueño
LOS CONCURSOS LITERARIOS
Escribe tu historia. Corrígela con la mayor obsesión que tengas en tu demencial aventura por alcanzar el relato perfecto. Una y otra vez: mueve las palabras, altera las oraciones, cambia el final, sufre con el título. Luego, tienes que dar el gran paso, ese que te llevará a una mayor locura: intentar ser reconocido como escritor. ¿Por qué lo harías? Esa es la pregunta.
Entonces, repentinamente, una tarde encuentras un afiche dormido en los vidrios de una librería o un artículo tímido en algún periódico que nos avisa de un concurso literario. ¿Podría ser? lo piensas, lo sueñas. Lees detidamente las bases: original y tres copias, escritas a doble espacio, con título y seudónimo, los datos en sobre aparte, envíe los trabajos a tal dirección, los resultados se darán a conocer una mañana lejana de algún mes distante. Y luego la espera, la negación de que sueñas con los resultados, la lógica que se enreda con la ilusión: ganar un concurso de cuento o de novela y confirmarte como escritor con talento.
¿Qué tan válidos son los concursos? ¿Cómo hacen para lee tantos? ¿Es verdad que los ganadores ya están separados con anticipación? ¿Cierto que sólo leen el primer párrafo y con eso descartan el noventa por ciento de trabajos?
En vista de los pedidos que me hacen los amigos y estudiantes que buscan cometer delito de literatura, les envío una página que difunde los concursos de literatura
certamenesliterarios@domeus.es y, de paso, aviso que el Banco Central de Reserva ya convocó al concurso de novela corta para este año y que cierra en diciembre. Hay que entrar a la página del Banco. Suerte.

CHOMSKY

CHOMSKY, LA LINGÜÍSTICA Y ...
UNA MANERA LÚCIDA DE VER EL MUNDO
Este admirable filósofo y lingüista viene a Lima en medio de la espectativa y, cuando no, los chismes de pasillo.
Definitivamente la lingüística es un terreno árido por donde los narradores pasamos de mala gana y de costadito. Sin embargo, cuando el mundo del lenguaje es abordado por un investigador de la calidad de Noam Chomsky, la cosa cambia.
Bueno pues, este señor nos visita y nos hablará de "Exploraciones biolingüísticas: diseño, desarrollo y evolución" el 23 de octubre 2006. Chomsky es lingüísta estadounidense, profesor, activista político, Doctor en Filosofía y Lingüística por la Universidad de Pensilvania. En 1961, obtuvo una cátedra en el Departamento de Lingüística y Filosofía del MIT, al tiempo que desarrolló otras actividades académicas en las Universidades de Princeton, Oxford, Cambridge, etc. Es considerado el fundador de la gramática generativa transformacional, un sistema totalmente original para abordar el análisis lingüístico. Dicha teoría defiende que el lenguaje es consecuencia de una facultad humana innata y que, por lo tanto, la finalidad de la lingüística consiste en determinar qué propiedades universales existen. Sin embargo, la totalidad de la obra de Chomsky no se ha ceñido únicamente al estudio de la gramática, sino que también ha reflejado lúcidos e incisivos análisis de la sociedad, la economía y la política mundial, convirtiéndolo en un analista de enorme influencia. Se le conoce no sólo como profesor y escritor, sino también como sistemático opositor a la implicación americana en la guerra del Vietnam.
El chisme limeño dice que este ilustre lingüista iba a llegar por intermedio de una universidad (cuyo nombre no me quiero acordar); universidad que iba a cobrar en dólares contantes y sonantes. Cosa que molestó al filósofo, pues él evita en lo posible hacer un negocio de su conocimiento. Finalmente, lo traerá PUCP y gratis.
Fecha: 23 de octubre 2006. Horario: 12:00 m. Lugar: Auditorio de Derecho, campus PUCP Ingreso: Libre, sujeto a espacio.

miércoles, 20 de septiembre de 2006

Crónicas de la ciudad

CRÓNICAS DE LA CIUDAD

Hace mucho tiempo recibí el encargo de una columna que relatara anécdotas de la ciudad, pero a modo de cuentos breves. Me pusieron una cámara y me mandaron a la calle. De esa experiencia guardé algunas crónicas. Ahora las cuelgo como nostalgia de mi aventura periodística.

PÁGAME
Finalmente lo alcanzó en la esquina Emancipación con Lampa. Lo cogió por un brazo y cuando aquél volvió el rostro asustado, Zutano lo enfrentó con un gesto desafiante: al fin te encontré. El otro hombre trató de forzar una sonrisa que no pudo ocultar su contrariedad. Incluso miró de reojo a todos lados como si buscara alguna ruta de escape: pero, hombre, qué sorpresa. Trago saliva. Zutano lo siguió sujetando y, al parecer, con excesiva fuerza porque los transeúntes comenzaban a demorar el paso picados por la curiosidad que despertaba aquel hombre flaco y sudoroso que se aferraba al otro, gordito y con cara de sinvergüenza. Zutano respiró muy hondo y lanzó la apelación que tantas veces se había guardado: ¡Págame!
En pocos minutos ya se había formado un aceptable grupo de curiosos que rodeaban a los dos hombres. Algunos miraban con simpatía a Zutano: pobre hombre, uno presta porque es buena gente, pero hay tanto caradura en este país. Otros, más bien, apoyaban al gordito que, después de todo, tenía algo de cada uno, porque – dígame usted - quién no cabecea en este mundo. Algunos bocinazos, como los se que dan cuando se respalda alguna marcha, se empezaron a oír. Desde las otras veredas, la gente aguzaba la mirada tratando de saber lo que sucedía. En el medio del círculo que habían formado los curiosos, Zutano y el otro hombre discutían a toda voz.
- Te juro que ya tenía el dinero y que te llamé por teléfono
- Te juro, nada, y a mí tú nunca me llamaste por teléfono
- Bueno, fatal para ti si no me crees, pero yo sí quería pagarte
- Entonces págame ahora
- Es que ahora no tengo
- No me importa. Hace meses que deberías haberme pagado
- Tú no entiendes que la recesión nos ha fregado
- Por eso, yo también estoy jodido y quiero la plata
De pronto, Zutano se dio cuenta de que estaba rodeado por gente que no conocía, pero que esperaba, ansiosa, la siguiente escena del espectáculo que él les estaba ofreciendo arrastrado por su desesperación. Alguien del grupo le aconsejó, de buen corazón, que lo llevara a la comisaría; otros dijeron que eso era por las puras; del otro sector, más que opinar, murmuraban por un borrón y cuenta nueva y, que caray, la amistad estaba por encima del dinero y, además, – esto sí lo aprobaron todos – la crisis nos estaba obligando a tantas cosas injustas como ésta. En la mirada de Zutano – antes cargada de decisión - comenzó a notarse una sombra de agotamiento o quizás - no estoy seguro - de resignación. Miró la ciudad y se sintió cansado. El hombre gordito intuyó que ya había ganado la batalla; hubo en su rostro un gesto de cabeceador experimentado que lo delató; entonces se dispuso a dramatizar el colofón de su gran actuación.
- En verdad te voy a pagar, te lo juro por lo más sagrado.
- ¿Cuándo?
- Antes de una semana... Yo mismo te voy a buscar... Te doy mi palabra...
- ¿No te creo?
- Hermanito, creéme, por favor, a pesar de la situación, yo te voy a cumplir
Zutano lo miró intensamente una vez más y luego ya no tuvo fuerzas ni ganas de increparle que ya se había dado cuenta de aquel brillo diminuto en su mirada que le avisaba, de manera definitiva y silenciosa, que otra vez se le iba a escapar.
Los bocinazos aumentaron, se oyó muy cerca el silbato de policía. Zutano se marchó silencioso, derrotado, solo. Mientras el gentío se disolvía presuroso en la bruma de las seis de la tarde.

lunes, 11 de septiembre de 2006

"Epistolario de Javier"


EL VENCEDOR
Cuento ganador del concurso "Julio Ramón Ribeyro"


Todos lo odiábamos porque era antipático, y ese sentimiento fue, en verdad, lo único que llegamos a sentir con claridad por él desde la primera vez que apareció en el salón. Sus maneras calculadas, su uniforme inmaculado, el verde hiriente de su mirada, la seguridad pedante de sus afirmaciones, su aire de triunfador. Todo eso llegó a ser, paulatinamente, demasiado para nosotros: adolescentes comunes y corrientes que sólo queríamos vivir a prisa y sin pena ni gloria la educación secundaria.
- Es que yo nací para ganar - nos explicaba de tanto en tanto cuando justificaba sus inevitables triunfos - y eso es algo que no se puede evitar.
En esos momentos lo odiábamos mucho más y si hubiésemos podido, lo habríamos destruido con el fuego de nuestro encono. En verdad, odiábamos tanto a Domínguez, el ganador. Sin embargo, aun ahora cuando estamos totalmente seguros de que lo detestábamos visceralmente, todavía no podemos determinar con exactitud el núcleo, la razón principal de nuestro malestar contra él. Aun ahora que sólo nos queda mirarnos y soportar nuestra derrota final, no podemos aclarar del todo la rara relación que nos vinculó tan intensamente a él en ese único y último año de secundaria.

¿Cómo era finalmente él? ¿Quién era en verdad? ¿Un superdotado que había llegado por accidente a nuestro colegio de estudiantes mediocres? ¿Un loco? ¿Un ángel?
- Fíjense que yo casi ni me esfuerzo para ser el mejor - se ufanaba entre risueño y meditabundo - sólo hago lo que debo hacer y todo está listo, como cuando alcanzas el jaque en una buena partida de ajedrez.
Domínguez y sus triunfos en todo: letras, ciencias, deportes, arte. Domínguez, el ganador absoluto. No tenían por qué afectarnos tanto tus logros, Domínguez. Y al comienzo, en verdad, no nos importó. A nosotros, antes de ti, no nos atraía lograr algún mérito. Habíamos aprendido a vivir tranquilos en nuestro definitivo camino hacia la nada; habíamos descubierto que el cielo gris de nuestra ciudad sería eterno y habíamos aceptado que ya los últimos mitos de nuestra niñez se habían terminado de consumir en la fragua de nuestra resentida adolescencia. Pero con la llegada de Domínguez todo nuestro ordenado mundo de desidia se trastrocó.
- Te odiamos, Domínguez.
- ¿Y se puede saber por qué?
No es que Domínguez haya sido un sobrado o un creído porque, después de todo, él sí caminaba con nosotros y, a ratos, parecía compartir nuestras pasiones de adolescentes; no obstante, siempre hubo algo en él que nos hizo sospechar que caminaba junto a nosotros, pero nunca con nosotros. ¿Y entonces? Tampoco era un típico y delicado estudioso - o al menos no lo veíamos transcurrir con ese afán - aunque siempre obtenía las mejores notas aun por encima de los aislados chancones que, a esa hora, se aunaban al odio colectivo del salón.
- Qué puedo hacer, es mi destino.
No, no era por eso. Alguna vez un profesor quiso aprovechar aquellas brillantes notas para criticar nuestra apatía, pero tuvo que callar porque se dio cuenta - como nosotros - que Domínguez simplemente miraba más allá de los vidrios rotos de la ventana sin importarle para nada la minúscula alabanza de un oscuro profesor. Y entonces ¿Por qué?
- Domínguez, nos fregaste la secundaria
- Lo siento. Soy lo que soy.

¿Por qué no lo golpeamos? Claro que lo pensamos y hasta lo planificamos, pero, cosa rara en la adolescencia, no encontrábamos la ocasión, y a pesar de que en esa etapa no siempre se necesita de una razón para golpear, en el caso de Domínguez ninguno de nosotros quiso liderar esa batalla: también perdida de antemano. No era miedo, a esa edad se le tiene más miedo al título de cobarde, pero con él las cosas siempre fueron así: extrañas, complicadas.
Hubo un momento en que nos resignamos a que Domínguez fuera un anticipo de ese futuro inevitable que nos estábamos labrando a punta de dejadez. Un futuro en donde nosotros nos íbamos a acomodar bajo la sombra cómoda de la mediocridad para observar a los que, como él, iban a luchar toda su vida por un algo que no veíamos y no queríamos entender, pero que gente como él llamaría mañana más tarde: Realización Personal.
Sin embargo, siempre hay un momento, Domínguez, un momento crucial, como en las películas; un instante en donde todo lo establecido se remueve, y ese momento se inició para nosotros cuando una tarde el tutor anunció un examen especial para probar quién sabe que cosa. Un examen extraordinario que nos llamó a una batalla que, contra todo lo esperado, estábamos aceptando.
Francamente no nos importaba el objetivo aparente de ese examen. Nos importaba la oportunidad tantas veces despreciada de competir contra ti, Domínguez. La posibilidad de ganarte, de aplastar contra tu cara de triunfador nuestra nota. Nunca habíamos sentido ese deseo. Nos creíamos libres de esa plaga, pero caímos en ella y estábamos emocionados. Te íbamos a aplastar y no importaba si al final sólo te ganara uno de nosotros: éramos todos contra ti.
- He nacido para cumplir un papel especial, muchachos.
- Vas a caer, Domínguez.
Los días previos al examen acaso fueron los más iluminados de nuestra existencia. Sentimos por primera vez la emoción de una meta y tropezábamos torpemente con ella a cada rato. El sol se descolgaba cada tarde más allá de los muros viejos que rodeaban el patio de nuestra escuela y podíamos escuchar, en el silencio del salón, los ruidos monocordes de los motores y los rieles oxidados por donde corría nuestra obsesión. Estábamos viviendo de otra manera y en nuestras venas la sangre corría con inquietud.
- Ya eres historia, Domínguez.
Hasta que finalmente llegó el día del examen. Te fregaste, Domínguez. Todos estuvimos a tiempo y totalmente preparados; pero algo raro estaba pasando: Domínguez no llegaba. El profesor repartió las hojas del examen y Domínguez aún no llegaba. La zozobra nos estremeció y el tutor comprendió que algo no estaba bien en nosotros, pero no le importó. Nos recitaron las mismas recomendaciones, se nos amenazó como siempre y se dio la orden de comenzar, y la banca de Domínguez seguía vacía. Terminamos el examen y Domínguez no llegó.
Una hora después fuimos saliendo al corredor uno por uno, y mientras esperábamos los resultados y fumábamos por turnos en el baño y nos mirábamos silenciosos, fuimos aprendiendo a reconocer la sutil diferencia entre la confusión y la frustración. Cuando ya la noche estaba por cerrar, el tutor salió apresurado para entregar las notas. Silva había sacado el máximo puntaje y por ausencia de Domínguez él era el ganador, pero algo no estaba bien: no nos importaba la nota, queríamos la presa mayor, queríamos a Domínguez.
- Debo avisarles - dijo el tutor - que el alumno Domínguez no ha podido asistir por una repentina enfermedad.
- ¿Qué tiene?
- Yo no soy su noticiero. Vayan a su casa si tanto les importa.

Fuimos esa misma noche, en grupo, apresurados; no tanto por indagar sobre su salud, sino para enrostrale el triunfo de Silva, que en definitiva era el triunfo de cada uno de nosotros: los perdedores.
Pero Domínguez nos había guardado su última carta y de eso, sólo nos dimos cuenta cuando llegamos a su casa, y encontramos las coronas mortuorias vigilando su puerta, y las luces mortecinas de los cirios rodeando su ataúd, y escuchamos el llanto de la madre desolada; sólo allí lo fuimos comprendiendo. Siempre había un último segundo en el partido, siempre la posibilidad de un giro inesperado en la mano de una estrella: Domínguez, te odiamos.
Uno por uno desfilamos por el ataúd para ver su rostro ceroso, eternamente dormido. Al salir, terminamos por aceptar lo evidente.
Nos había vencido definitivamente

"Tú serás Cortez"

“Tú serás Cortez”
Colaboración de "ARZA"


I

Para ser una mujer de quince años, Valeria había solucionado muy bien el no sentir remordimientos cada vez que miraba a su rival sentada en la última carpeta del salón. Un par de conversaciones sutiles en el receso, unas cuantas miradas y otros desplantes habían hecho de su rival un animalejo asustadizo. Semejante a una bestia inconforme, Valeria se acercaba a ella, la rodeaba, llamaba a un par de compañeras y hablaban sin dirigirle la palabra. Esa acción la hacía sentirse saciada, poderosa, aguda. Podía notar cada movimiento de su rival y descifraba en ellos el peso de su decisión, pues lo que hacía la víctima era inevitable: mover incontrolablemente una de sus piernas, mirar el vacío, fingir leer, pausar su respiración hasta volver los jadeos inconstantes, evitar el sollozo o detener el abismarse en un grito. Entonces, alguien preguntaba si ya era suficiente, si tres semanas de ostracismo enseñaba a la rival a no subir las cuestas de Valeria ni abrigarse en su nombre para no morir en lo gélido de su identidad.

- No era suficiente con una semana.
- Ni con dos, me has escuchado, ni con dos meses. No la miren, sigamos hablando –y los ojos de Valeria se inyectaban de rabia, su labio temblaba.

Así había solucionado el trance de la piedad: con frases calibradas y tonos ásperos. Cortaba la compasión con nuevas historias o con nuevos secretos de la rival. Y el grupo se alineaba, renovaba el ánimo y se convocaba muy cerca de la víctima para conversar, reírse, celebrar sin miramientos. Entonces la víctima se hartaba, salía de su carpeta y cruzaba todo el salón hasta protegerse en la ventana, solo pensando arribar a ese espacio para darse aire. Pero Valeria hacía callar al grupo para que el camino de su víctima sea silencioso, áspero, acechado de vacíos. La rival sabía que era inevitable ese silencio; ineludible, esas miradas escudriñar todo movimiento para volver la distancia titánica y el esfuerzo por llegar a ese nuevo refugio, inútil. Valeria era sabia para su edad. Sabia porque al rival se le dejaba un espacio por donde escapar, sabia porque ese espacio era vital para que no luchara con todas sus armas como un animal enjaulado. Así se anticipaba a los llantos, a los gritos, incluso a las agresiones. Pero esa huida debía ser vigilada con arrogancia para que palpe el poder, ese extraño poder que saboreaba Valeria desde el círculo donde se encontraba satisfecha.

- Parece que va a llorar. Mejor no la miramos, Valeria.
- Un minuto más.
- Un minuto es una eternidad, Valeria. Es demasiado.
- Está bien.

Y esa piedad era fingida, calculada según la condición psicológica de la víctima y la reacción de ese grupo que la seguía con una lealtad ondulante, pero lealtad que ahora poseía sin concesiones. Valeria la piadosa, eso pensaban, Valeria la justa y esa idea la hacía divagar: debía dejarla escapar, escuchar a sus subalternas, seguir sus intuiciones, retomar el castigo sin piedad. Para eso ya el círculo se había disuelto al sonar el timbre. La víctima parecía sonreír al sujetar su mochila y sacar sus audífonos. Guardó sus últimos libros, esperó que todas salieran y subió al máximo el volumen de la música. Cuando cruzó la puerta, todo fue una caída. Valeria la esperaba sola. Sola la había hecho caer, y sola se había aproximado muy cerca de su cara y sacado los audífonos y sola se reía: “Mañana va a ser peor, Ariana”.

La visitante


LA VISITANTE
Un cuento para empezar
Richar Primo


El timbre había interrumpido mi sueño a las tres y cinco de la madrugada. Tengo un reloj colgado en la pared izquierda, que es el lado por donde generalmente duermo. Por eso, apenas abrí los ojos y, a pesar del aturdimiento, me encontré con el círculo fosforescente de siempre que movía su segundero silenciosamente enmarcado en la pared. No sé, son esas cosas que uno tiene cuando despierta, o lo despiertan: tratar de comprobar que ha sido una equivocación y que aún no es la hora de levantarse.
Entonces el timbre de la puerta volvió vibrar con una frecuencia aguda que nunca me había gustado. Uno piensa de todo y a la vez no sabe exactamente qué pensar cuando lo despiertan de abrupto con una llamada a la puerta en la madrugada. Me vino la imagen de César, el otro inquilino que a veces solía llegar a la mil quinientas horas totalmente ebrio: lo maldije por anticipado. Luego recordé que él había viajado por trabajo hacía dos días y que no volvería sino hasta dos días después. Entonces ¿Quién? Esperé el siguiente timbrazo, pero éste demoraba, y pensé en la dueña de la casa o en su hijo que a lo mejor llamaba por alguna razón; cualquier razón en ellos tendría que ser mala para mí. Madre e hijo solterón sólo se acercaban para importunar ya sea a mí o a cualquiera de los inquilinos. Recordé que entre mis prioridades de ese año estaba el buscar otro cuarto en un lugar muy distante de esos dos enajenados.
Mis ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad. No había encendido la lámpara, a pesar de que estaba al alcance de mi mano. Esa es otra de las actitudes que uno se explica, cuando – mucho después - se empieza a recomponer los hechos con un criterio lógico que, definitivamente, no está presente en el despertar abrupto de un dormilón como yo, o como lo fui, hasta ese tiempo. Había una ventana grande que daba a la calle, desde donde se veía las luces amarillentas y distantes de un edificio encendidas hasta muy tarde. Luego, esas luces se iban apagando de una en una. Había encontrado una secuencia de apagado que pocas veces se alteraba, incluso tenía un tiempo exacto de intervalo entre una luz y otra cuando se apagaba. En verdad que algunas de mis noches eran muy largas y tediosas.
Estaba por aceptar que el timbrazo había sido una equivocación reiterada y que debía volver a acostarme en lugar de acercarme a la ventana para indagar quién molestaba; pero, tan repentino como la primera vez, el sonido repicado y antipático del timbre volvió a vibrar. Sentí un estremecimiento que me abrumó porque, entre todas las posibilidades, podía estar una mala noticia, es decir, el accidente de un pariente o algo peor. Sólo que mis parientes no vivían cerca. La verdad, ellos no vivían en la ciudad y, más aun, pocos, muy pocos sabían de mi paradero, por no decir que para algunos ni siquiera estaba clara mi existencia. Sin embargo, lo reconozco, sentí que una opresión parecida a la incertidumbre o quizás al miedo, me invadía. Salí de la cama y me dirigí lentamente hacia la ventana.
¿Qué vi? O mejor dicho ¿A quién vi? Fue tan insólito y estremecedor. No hay que olvidar la hora peculiar y las circunstancias de un viejo edificio de cuatro piso y que era invierno, el invierno de lluvia menuda, pero constante que atormenta a Lima durante toda la estación.
Cuando saqué la cabeza por la ventana y bajé la mirada hacia la entrada desde donde se podía tocar el timbre, me encontré con los ojos luminiscentes y fríos de una pequeña mujer que cargaba a un bebé, al menos lo cargaba como se carga a un bebé, aunque yo sólo alcanzaba a ver unos trapos que envolvían un pequeño bulto. dijo con una voz quejumbrosa. Sentí un gran estremecimiento. volvió a clamar. Traté de verla mejor, pero no lograba definirle el rostro, sólo distinguía sus ojos, penetrantes y duros. Su voz era aguda y en ella se percibía los quiebres de quien quiere llorar; sin embargo – eso lo entendí tiempo después -, había algo de fastidio y hasta de enojo entre las notas de esa voz. El viento de la noche agitó las cortinas de mi ventana y por un momento perdí la imagen de la mujer. Lamenté que todo esto me estuviera sucediendo, a mí, a esa hora de la noche.
Volvió a suplicar la voz, pero, repito, no alcanzaba ver si ella movía la boca. Sin embargo, vivir en una ciudad en donde - como se dice en el refranero de la sobrevivencia - todos los días nace un tonto, lo hace a uno constantemente desconfiado. Quise comprobar si lo que cargaba era un bebé, pero tampoco lograba definirlo por completo. Miré a los alrededores como para encontrar a alguien que estuviera viendo la misma escena patética; pero las dos calles que cruzaban cerca del edificio estaban desiertas y las luces amarillentas de los faroles languidecían en hileras que se entrecruzaban hasta perderse en la distancia. Las veredas parecían brillantes por la lluvia que no había dejado de caer. dijo la mujer, pero – lo puedo asegurar – no lograba ver sus manos. Sólo distinguía una silueta que más parecía una sombra y sus ojos, unos ojos enormes y totalmente inexpresivos. . Menuda cosa la que me sugería a esa hora; no obstante, yo seguía callado y receloso. Volvió a suplicar. Quería reclamarle que por qué me importunaba a mí, si había otros timbres y otras casas más accesibles. Por último tenía ganas de preguntarle cuánto era lo que necesitaba para saber si me alcanzaba y tirárselo desde la ventana, o, en todo caso, mandarla al cuerno de una vez, ya sea con su pena o con su engaño.
. Dijo la mujer como si hubiera adivinado mis pensamientos. exclamó. No obstante, como dije, yo había vivido en ciudades desde los diez años y había aprendido, a fuerza de engaños, a desconfiar hasta de lo más verosímil. Pero más que por la posibilidad del engaño, estaba enojado por otras cosas: por la hora, por la situación misma, porque alguna parte de mi corazón se entristecía con la historia de esa mujer y porque, la otra parte de mi razonamiento, me decía que mucho de aquella escena no parecía sincera. Tal vez estaba molesto por la incapacidad de creer que se va asumiendo conforme avanza la vida. Regresé a mi cama y busqué en mi gaveta una moneda o algo de dinero que no me hiciera mucha falta para salirme de una vez de esa situación. Encontré una moneda de cinco soles. Debo agregar que en mi billetera tenía algunos billetes que aun me sobraban de mi ajustada quincena.
Regresé a la ventana. La mujer no se había movido. En otras circunstancias hubiera pensado que era sólo una sombra y que lo demás lo había puesto mi alucinación y mi sueño. Tiré la moneda lo más cerca de ella, pero no escuché el tintineo. La lluvia había aumentado. Dijo la mujer y yo, irritado o, tal vez, avergonzado, contesté antes de cerrar la ventana: .
Aquella noche ya no pude descansar igual. Tenía la imagen de una mujer vagabundeando por las desiertas calles de Lima con un bebé que se moría entre sus brazos. Imaginaba la lluvia salpicando su silueta difuminada por las débiles luces de la noche; pero, sobre todo, imaginaba sus ojos fríos. Por supuesto que no hubiera bajado a ver la receta porque ese cuento ya se lo habían hecho a varios samaritanos que terminaron con la habitación vacía; sin embargo, poco me hubiera costado darle el dinero que faltaba. Me dormí pensando en que la conciencia – así se le llama generalmente – debe ser el último espacio que queda en nuestra vida para la autocrítica y que deberían eliminarla por completo o dejarla reinar, pero por completo.

Días después, le conté la anécdota a todos los que me quisieron escuchar y casi todos estuvieron de acuerdo en que, lo que hice, había sido lo más inteligente; es más, que probablemente era una estafadora, pero, aunque no lo hubiera sido, con lo que había hecho era suficiente. Otro amigo, me consoló diciéndome que si había pedido diez soles, era porque necesita sólo eso y no que yo bajara, cual salvador, para llevarla hasta al hospital más cercano. Seguramente había encontrado a otro que le había completado la cuota. El más duro de todos me aniquiló con aquello de que no tenía tiempo para tranquilizar conciencias baratas.

Cuando, finalmente, estaba por declarar cerrada la historia, una tarde, una anciana a quien yo conocía como la lavandera de algunos inquilinos y que también había escuchado mi historia cuando se la narraba al bohemio de César, se cruzó conmigo en la puerta del edificio. Supongo que intencionalmente.
- Sabe qué joven – me dijo, como quien recuerda algo muy lejano – yo conocí a la finadita. Vivía en el callejoncito del frente y en verdad se le murieron los dos hijitos. El último se le murió porque lo sacó en la madrugada para el hospital y lo remató con una pulmonía.
Miré a la anciana alelado y traté de buscar en su arrugado rostro la muestra de una sonrisa que me dijera que estaba bromeando.
- Pobre mujer – suspiró la mujer - pero de eso hace ya tanto años, joven – dijo con melancolía -: ¡Quién podía saber que todavía no descansa, la pobre mujer! ¡Dios la ampare!
Me dirigí a mi habitación, miré a la anciana que ya se iba y cerré la puerta totalmente confundido.