MI RECUERDO CON LOS LIBROS
No recuerdo la edad exacta que
tenía cuando llegó a mis manos mi primer libro, Las fábulas de Esopo. Digo mi primer libro porque, quien me lo regaló, se había tomado el trabajo
de escribir mi nombre en la primera página de respeto: Propiedad de Ríchar Primo. Fue una sensación rara. Grata eso sí.
Era un libro que me pertenecería por
completo.
De hecho era muy pequeño en aquel tiempo, aunque recuerdo, eso
sí, que leía todo lo que llegaba a mis
manos; pero niño después de todo, perdía, destruía u olvidaba muchas de las
cosas que me regalaban. Sin embargo ese
primer libro estuvo entre los objetos que deambularon conmigo cuando la vida me
sometió a una interminable mudanza mientras mis padres se divorciaban. Aquel
librito de historias inocentes en donde zorros, liebres, sapos vivían aventuras
aleccionadoras, finalmente se quedó en el fondo de alguna maleta olvidada junto
con mi accidentada niñez. Pero hasta hoy, cada vez que veo su carátula en el aparador de una alguna librería, siento una
brisa de ternura que me estremece.
Luego fueron llegando otras lecturas que para entonces marcaron mi adolescencia. En
aquella época, muchas de mis lecturas las realicé en una pequeña biblioteca que
sobrevivía en la avenida Tarapacá, en el Rímac, muy cerca del Colegio Ricardo
Bentín. Muchos años después, en un ataque de nostalgia, pasé por allí, buscando aquella biblioteca, pero ya no quedaban rastros de ese pequeño cubículo de
ocho metro cuadrados, con dos pequeñas ventanas protegidas con barrotes, y muchos libros atiborrados en estanterías que
llegaban hasta el techo, libros de todo tamaño que abarcaban hasta los pequeños pasadizos y cualquier lugar donde pudiera haber
algún espacio. En aquella biblioteca, las mesas de lectura eran
barras de madera adheridas a las paredes y se leía sentado en taburetes
incomodísimos.
Hoy, la avenida Tarapacá es una calle
de mejor ver, con muchos negocios que prosperan; pero, sin su pequeña
biblioteca, pienso que ha quedado incompleta. En fin, cosas de la
nostalgia. Recuerdo que eran libros viejísimos, forrados con vinifán. Los dos veteranos bibliotecarios que se encargaban del lugar, por turnos, solían
prestármelos para llevarlos a casa, aunque por lo general los leía allí mismo.
A pesar de su incomodidad, era un lugar más tranquilo que el hogar en donde
vivía y que aún no terminaba de disolverse. Una tarde encontré a los dos
bibliotecarios exultantes: habían recibido un donativo de libros nuevos, incluso las mismas cajas en donde habían llegado eran
inusitadamente nuevas. Aquella vez, junto con otro par de muchachos, ayudé a los bibliotecarios en el intento de acomodarlos provisionalmente hasta que pudieran organizarlos, ficharlos y cosas por el estilo. Los libros olían a nuevos y recuerdo que dejábamos correr sus hojas solo para deleitarnos con el olor a novedad.
De esa colección, recuerdo haber leído, muchas veces, La palabra del mudo de Julio Ramón
Ribeyro. Descubrí Metamorfosis
de Kafka que me dejó estupefacto. Entonces traté de leer El Proceso. Confieso que no entendí mucho de aquel libro, sino tan solo mucho tiempo después. En cambio sí me asombró Billar a la nueve y
media de Heinrich Böll. Entre esos libros arribados al cubil, encontré varios tomos de historia de Jorge Basadre, los que leí por
recomendación de los bibliotecarios que me increpaban para que buscara otros temas aparte de los literarios. Gran
lección. Confieso que, aunque me agotaron, aquellas lecturas recomendadas ampliaron mi
perspectiva, aunque se me ha
quedado mucho más en la memoria el libro Perú,
problema y posibilidad. Cosas de lector. Poco antes de declarar acomodados
los libros, el bibliotecario más viejo me ofreció un trato extraño. Me dijo que
tenía más copias de las que necesitaba de la novela de Vargas Llosa, Conversación en La Catedral, que si yo
le conseguía otro libro con el que pudiera canjearlo, me lo daba. Dudé, pero el
bibliotecario – que pocas veces sonreía – esa vez lo hizo consciente de la buena oferta que me ofrecía. Luego regresó a sus
quehaceres. De los escombros que
quedaban de mi casa, extraje un libro grande, con tapa de cuerina: Tratado de historia automotriz o algo
así. Afortunadamente, el trato funcionó y
me quedé con el libro. El bibliotecario
le estampó un sello: Donativo de
la Biblioteca Bentín. Luego escribió mi nombre y me lo alcanzó. «Para tu
biblioteca», me dijo.
Siempre les he contado a mis amigos más queridos que esa novela
cambió mi vida. Después de leerla, mi mundo se descalabró y tuve que
reconstruirla en función de la escritura, y solo entonces todo tomó sentido. Pero
esa es otra historia.
Lo que quiero compartir, tiene que ver con los libros en general. Años después, ya
independiente y sometido a todas las vicisitudes de la vida, igual, siempre
he disfrutado de la compra de un libro. Ya sea nuevo o de segunda. Lo cierto es que los libros me han llevado por muchos lugares
excepcionales y me han salvado de muchas maneras. Los libros han significado ese punto de
referencia que, muchas veces, me ha permitido retomar mi rumbo. Han sido ese faro que me ha
reubicado cuando necesitaba recordar una lección olvidada. A veces, cuando sentía, por ejemplo, que la soledad me abrumaba, allí estaba uno de
ellos, cerca de mi velador. En las librerías, cuando me encontraba con un título que parecía conectarse contigo, leía la
contratapa y luego, bastaban unos segundos de lectura de las primera hojas y, definitivamente,
comprendía que había hallado un nuevo amigo.
También es cierto que, a los largo de mi vida, he tenido que abandonar varias pequeñas
bibliotecas, pero siempre he guardado en la maleta algunos libros que siempre
me han acompañado en alguna nueva aventura: la novela de Vargas Llosa
incluida, por supuesto.
Por eso, en estos días en que se habla de que los libros van a quedar
expuestos a la inflexibilidad de los impuestos, me parece necesario recordar
que los libros – aun cuando parezca iluso – deberían estar por encima de asuntos financieros que, para variar - que yo recuerde - siempre han estado en crisis.
Que cada quien evoque su relación con los libros y que sature la red
con estas memorias - nunca como ahora - tan imprescindibles.
3 comentarios:
Muchas experiencias en común con los libros: casi los mismos autores y títulos al inicio, sólo que mis encuentros se dieron en mi avenida Quilca, a dos cuadras de donde yo vivía. Un abrazo.
Un abrazo,Martín. Que gusto compartir el cariño por los libros
Me encontré con este blog al finalizar un día lunes, de regreso, sin vacaciones, al trabajo.
Muchas cosas coincidieron con mi experiencia como lector. Las fábulas de Esopo en la niñez, Ribeyro, los viajes literarios en las huidas del mundo real que significa el leer en una biblioteca, Conversación en la catedral, y ese sin fin de emociones y verdades (descubrimientos) que conlleva la lectura.
Cada uno ha tenido una manera distinta de cómo llegó a un libro y, sobretodo, de cómo un libro puede afectar (mejorar, o empeorar en muchos casos) su vida. La suya y su experiencia en el Rimac, entre anécdotas familiares y un lugar en que las bibliotecas llegan como una puerta mágica hacia un universo infinito, ha sido de mi agrado y gusto al leer.
Le comparto también una experiencia, muy valiosa para mí y que sin querer y sin buscarlo, me ha salvado en los momentos de extravío personal. Aquella salvación la descubrí no necesariamente al momento de leer el capítulo del libro al que haré referencia, sino en un momento personal, en una especie de extrapolación de una idea en algo real, una situación nefasta. Me refiero al capítulo "Nieve" de La Montaña Mágica de Thommas Mann. Este capítulo, aquella escena en donde Hans Castorp es envuelto por un frío, un escenario glacial por todo el derredor, y una desolación que parece no tener fin, retrata, para mí, aquella voluntad, aquel derecho de vida, de supervivencia y de temor necesario del hombre en su paso por la tierra. Es ahí donde se enfrenta la vida y la muerte, el uno y el todo, y donde gana el hombre, y es esa escena, la que, a mi manera, me ha salvado de los extravíos personales más difíciles que me han tocado vivir.
El leer, me ha llevado también, sin quererlo en un principio, a otro descubrimiento: el escribir, y cuando recuerdo las palabras de Oswaldo Reynoso en su prólogo de "Los inocentes": "¿Por qué escribo? porque quiero leer las historias que aun nadie ha escrito" y me digo a mí mismo, vaya, lo que yo escribo son también historias que nadie ha escrito aún, y que no tienen el afán de ser gloriosas por ser únicas, sino por nacer de uno mismo.
Como lector, comparto con usted esta experiencia, pues el amor por los libros que su post refleja, me ha invitado a escribirle estas palabras.
Un gran abrazo y saludos
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