sábado, 21 de marzo de 2009

BUSCANDO A CORTÁZAR EN PARÍS

Encontré en la revista Etiqueta Negra un artículo de Ana Laura Lissardy a propósito de la novela Rayuela del gran Julio Cortázar. La autora del artículo recorre el París contemporáneo buscando encontrar algunas huellas dejadas por el personaje central de la novela, Oliveira. Por supuesto que el París de los años sesenta, ha desaparecido por causas naturales, si acaso alguna vez existió más allá del universo de la maravillosa novela del escritor argentino a quien se recuerda mucho ahora que su cumplen los veinticinco años de su muerte.
Para quienes hayan leído la novela, será un nostalgico guiño que busca la complicidad. Para quienes no la hayan leído aún, será una invitación para adentrarse en el universo de ese juego que por aquí llamábamos "mundo", y en donde Oliveira es un poco de cada uno de nosotros saltando voluntariamente los cuadrados apáticos por donde pareciera nos lleva la vida inevitablemente.
INSTRUCCIONES PARA BUSCAR UN PERSONAJE DE CORTÁZAR Y NO ENCONTRARLO
¿Por dónde andarás, Oliveira, en estos días de calor y olores rancios? Me pregunto si estarás fumando galoises debajo de un puente en París o si andarás contando los pesos en Buenos Aires. Ahora que lo pienso, a vos nunca te importaron los pesos. ¿O sí? ¿Cómo saberlo? Sos ese tipo de persona que no se traga las líneas que le quieren hacer recitar. Si fueras Adán, no morderías nunca la manzana. Pero, ¿cómo saber quién es Oliveira cuando Oliveira no es? Cuando estás solo y no sos escrito. Cuando no tenés siquiera tus palabras, tus noemas, tus no-pensamientos. Tal vez estás sentado en el cementerio de Montparnasse, fumándote un cigarrillo junto a la tumba de tu amigo Julio. Yo estuve ahí y no te encontré. No estabas tampoco en el Pont des Arts, y eso que te busqué. No estabas en la rue de Seine, ni en el Quai de Conti, ni en el boulevar de Sébastopol. Tampoco en la rue des Lombards (donde no estaba ni siquiera madame Léonie). Y lo más extraño es que no te encontré en la rue de la Huchette. Subía un fuego sordo, sí, de voces que quieren pero no pueden, de silencios incontenidos y vocales deformadas. Pero no había más. Y el más y el menos son simples mapas mentales, estrategias para… ¿Para qué era, Oliveira? Son muchas las preguntas que quisiera hacerte. Tal vez por eso, cuando ya había recorrido la rue de la Huchette varias veces, para arriba y para abajo (arriba y abajo que, como decís vos, son simples denominaciones, zanahorias que ya no engañan al burro; y agregaría: ni al perro, ni siquiera hubieran engañado a la oveja Dolly) un hombre me paró para preguntarme «Pourquoi es-tu tellement triste?». Y así, al improviso, me di vuelta pensando que eras vos. Porque no se puede lanzar una pregunta así a un desconocido si no se es un poco Oliveira. Si no se te conoce, al menos. O quizás se puede. En tu París sí que se podría. ¿A que sí? «Je cherche à une personne», j’ai dit avec mon pauvre français. «Alors, sorriut!». Sonreí sin ganas, porque no había nada de qué reír. Porque caminando por la París-Oliveira, buscando señales, símbolos, ranas o, cuanto menos, algún caracol, encontré calles de burgueses, turistas, fast foods e internet points. Encontré una París de final de comedia hollywoodiana. ¿Quién sabe cómo era entonces? ¿Cómo era esa París de los años sesenta? Esa París tan naïf, donde uno era la ciudad y la ciudad era uno mismo. Quién sabe si no eran tus anteojos (¿usabas anteojos, Oliveira? ¿Lentes, lentes usabas? Una de las tantas cosas que no sé y querría saber), si no eran tus gafas de miope o astigmático que te hacían ver esas callejuelas de cemento, turistas y «entre, entre, nous avons du bon vin», como las otras que supiste des-andar en busca de la Maga. A propósito, de la Maga ni sombra. La busqué incluso en la librería de la rue de Verneuil, donde iba a jugar con el gato. Pero no había gato, ni Maga, ni siquiera librería. Sólo un camión de basura y un nene cayéndose del monopatín, porque la calle estaba llena de tubos amarillos, bolsas de arena y dragones de plástico. Imagino que la librería donde la Maga pasaba sus tardes fue sustituida por algún restaurante vietnamita o indio, o un negocio de artículos para la casa, porque era lo único que se veía por ahí. Y el señor del gato, ése que sabía tanto de historiografía y libros, estará jubilado o empleado como cajero en alguno de esos supermercados «Proxy» de luces de neón y leche en oferta especial 3×2. Pero de la Maga, nada. Tampoco de vos.

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