miércoles, 15 de abril de 2009

House: un antihéroe de la postmodernidad y del cinismo

La postmodernidad trajo abajo a varios paradigmas. El dejar de creer en modelos éticos ilustrados y racionales, propios de la Ilustración, derivó en la edificación de otro tipo de heroes, o antihéroes, que la televisión supo darle espacio con grandes ganancias. La televisión se convirtió en un espacio que albergó diversos discursos que han ido moldeando las ideas de finales de siglo y comienzos del XXI. Uno de los antihéroes que con más y mejor éxito se ha mantenido en el presente es el doctor Gregory House de la serio House md. Les dejo un artículo que es un esbozo de cómo en la actualidad se construyen personajes con éxito y calidad.


Dr. House , la serie que funciona a la vez como éxito de masas e historia de culto, es seguida muy de cerca por los intelectuales. Representa la consagración de una nueva heroicidad y habla mucho del descreído mundo en el que vivimos.

La planilla de medición de audiencia de los estrenos de series de alta calidad de esta temporada registra una fuerte caída de Lost , una disminución expectable de 24 , y un ascenso indisimulable de los nuevos capítulos de Dr. House . Esa tendencia ratinguística provoca cierta esperanza en que se ha puesto en marcha el movimiento de reforma universal del gusto, que de seguro derramará sus beneficios en todo el planeta. Este movimiento, además, parece contraponerse a la tendencia general del consumo masivo que se venía experimentando durante los últimos años (después de Borges, Eco, y como eco de Eco, Dan Brown)... la licuefacción de la sustancia se compensa dialécticamente con la expansión de las ventas, y la decadencia parece siempre infinita. Una nota erudita -no ésta- debería meditar las razones estéticas de esta aparente y momentánea reversibilidad de esa degradación que parecía infinita.

Sin embargo, existen algunas razones que explican semejante anomalía. En el caso de Lost , es evidente que, tras de su último retorcijón temporal o espacial, esa confusa mamarrachada de tintes metafísicos agotó hasta al fantasma de Bioy Casares y sus máquinas morelianas. En cuanto a 24 , la tensión en su relato se ha vuelto pura rutina. Su mecanismo de suspenso adictivo es una droga que ha perdido su eficacia por culpa del abuso, y nada, ni siquiera la más radical suspensión momentánea de la incredulidad, permite tolerar eternamente que el interés de un relato radique año tras año en la reiteración de un esquema maniqueo en el que los enemigos de siempre (chinos, coreanos, árabes, latinos o iraníes, nunca WASPS) apenas poseen la entidad suficiente como para subrayar por contraste el liderazgo político y moral de los Estados Unidos, gendarme de los destinos del planeta. Sobre todo, si la figura de esa salvaguarda reposa exclusiva y paradojalmente sobre la esmirriada osamenta de Jack Bauer, un agente melancólico y fuera de forma que ritualmente se ve obligado a torturar en busca de la información contenida en un pendrive o cualquier otro chiche de alta tecnología.

24 , además, ha tenido la desdicha de anticipar la posibilidad de que en Estados Unidos gobierne un presidente negro; y al anticiparla, la volvió legítima y posible, pensable, para la vasta minoría de los votantes blancos americanos. El problema, para la serie, fue que esa anticipación obró su antítesis; así, mientras Barack Obama anunció que desarticulará por motivos éticos (quizá incluso estéticos) la cárcel colonial y multiétnica de Guantánamo y avisó también que en 2011 desarmará (por nobles razones económicas) el plan de transformación cultural y exacciones petroleras de Irak, el universo narrativo de 24 continúa aferrado a la retórica beligerante bushista, que vuelve legítima cualquier razón si se tiene el recaudo de esgrimir cualquier pretexto. Por más que Jack Bauer muerda yugulares, amenace con hincar biromes en los ojos de los reticentes a brindar información y desparrame su desconcierto en los arrabales de un mundo cuya complejidad nunca termina de desplegarse ante su entendimiento, su destino coquetea con la indiferencia masiva y el retiro próximo, lo cual en el fondo sería una lástima. Los que hemos disfrutado de la serie y de su estructura de revelaciones inéditas y progresivas, quienes jugábamos a adivinar cómo, dónde y por qué se producía la nueva vuelta de tuerca de su historia, adoraríamos que los guionistas despertaran un tanto de su nostálgica ensoñación de grupo de tareas intelectuales y produjeran una reorganización narrativa lejana de las impostaciones idealistas y de la crédula adoración del mito americano del destino manifiesto. Dudo de que puedan hacerlo.

Pero Dr. House no tiene ninguno de esos problemas. Mientras vida y misión de Bauer se cifran en su recorrido de esclavo por las espirales del poder concebido a la manera de los terribles años noventa, House transita sus propios combates en una especie de alevoso limbo de hospital provinciano. Como en el teatro, la serie elige el ámbito de un encierro casi absoluto para subrayar que es en el artificio donde la vida se vive con más honduras y relieves. La existencia de House y sus satélites se parece a la de un grupo de cínicas monjas de clausura cuyas historias escribe un Dios de gustos very british , que ama el vértigo cultural de las citas ocultas y las citas explícitas, al punto de guiñarnos el ojo subrayando lo parecido que suena House a Holmes y Wilson a Watson. Desde luego, Dr. House está lejos de ser una típica serie médica al estilo de las que asuelan la pantalla desde nuestra infancia. Es un policial inglés que ha renovado las reglas del género luego de un período demasiado extenso durante el cual éstas abandonaron la habitación amarilla que oculta un cadáver que se encerró solo, y cayeron en manos de puritanos que escribían para denunciar las lacras del capitalismo y reconstruir el tópico de la amistad.
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