lunes, 19 de noviembre de 2007

NOTAS DE LA CIUDAD


SE VENDE MAUSOLEO FAMILIAR
SE REMATAN LOS HUESOS



Desde hacía muchos años que no caminaba por las veredas envejecidas del cementerio El Ángel. Mi madre había fallecido hacía tanto tiempo, y había vuelto a fallecer cuando dejé de visitarla por esas cosas egoístas que tiene la vida cuando te pide vivirla sin pensar en los que se quedan. El día en que regresé, apabullado por la nostalgia y la soledad, volví a ver lo de siempre: los envejecidos cuarteles de pobres, con su carga de lápidas pequeñas, a veces con ramos de flores mustios o moribundos; también vi, de tanto en tanto, entre setos empolvados, las lápidas de mármol labrado que alguna familia cariñosa había dejado en un tiempo ya añejo, como testigo de un aprecio que ese mineral tendría eternizar. Madre, habíamos hablado tanto de la vida, que nunca entendí que algo de ti estuviera por allí, derruyéndose paulatinamente, como mi corazón esa mañana.

Entonces me encontré con el primer letrero: grande, correctamente escrito, hecho quizás por un profesional contratado, experto en diseñar avisos de ese tamaño. Estaba pegado en uno de los lados de un panteón familiar. Se vende por 30, 000 dólares. El panteón era una especie de casita a dos aguas, con cornisas en forma de pequeños ángeles que miraban hacia el cielo, con paredes de mármol que espantaban, a duras penas, al polvo del olvido, y con grandes ventanas de vidrio que dejaban entrar la luz de la mañana para que calentara el ambiente así como los últimos recuerdos dormidos en los diez nichos simétricamente repartidos en ambos lados.
Se vendía por treinta mil dólares. ¿Cómo así? Pensé. Es decir, hace 50 o 40 años, un jefe de familia decidió creer en la muerte de esa manera: los cuerpos de los seres que amaba deberían estar juntos hasta el final de los tiempos. Pensaron en un lugar cómodo. Con estremecedora tranquilidad escogieron el lugar, el diseño. Seguro hasta pensaron en la luz que debería entrar por las mañanas o en el aire que azotaría su perpetuo hogar por las tardes. Y aunque la muerte es un tránsito lleno de zozobra - y eso es inevitable la mayoría de las veces - seguramente, entre los resquicios de la agonía, los acompañó la certeza de que había un lugar físico en donde sus cuerpos volverían a estar otra vez juntos como el hogar de siempre.
No tengo idea de las razones por las que los descendientes de de tercera o cuarta generación están queriendo vender aquel mausoleo, o los otros, porque luego encontré que había otros; sus razones tendrán y, seguro, convincentes para ellos; pero, ciertamente, había un aroma acidificado por la indiferencia y la insensibilidad rodeando el letrero aquel. En fin, cosa de cada quien

Dejé unas flores en donde mi madre, quise decirle tantas cosas: que estaba en un paradero incierto de mi vida, que hasta ahora no había aprendido a no creer, que todavía podía ser lastimado; también quise hablarle de la venta de los panteones y de tantas cosas que me abrumaban como cuando era un adolescente y crecía a su lado amparado bajo su sombra.
Luego, sentí, clarito, como la voz de mi madre resonaba, como antaño, con la fuerza ronca y áspera de la gran jefa de la familia que fue: “Pórtate como hombre, carajo, y deja de hablar con las tumbas que allí sólo están los huesos”.

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