Profesor Tavera,
gracias por todo. Probablemente usted
no alcance a leer estas líneas. No
nos vemos desde que terminé la primaria, y vaya que ha pasado el tiempo; seguro
que mis apellidos y mis nombres deben estar traspapelados en la maraña de otros
tantos apellidos arrinconados en el recodo más apartado de la memoria; pero aun así,
gracias por haber sido el profesor que fue.
Por las mañanas, profesor del
colegio primario 540 en Barrios Altos, y por
las tardes, profesor del colegio primario
752, en La Victoria. Allí estuve yo, en
la segunda carpeta de la izquierda, una de esas carpetas que usted reparó con
clavo y martillo mientras nos enseñaba que todo trabajo debe hacerse bien y de
buena gana. Probablemente, fue también profesor de la nocturna en algún otro
colegio fiscal. ¿Demasiado trabajo? Seguro que sí. Pero aquella vez, como lo
sigue siendo hoy, el trabajo honrado no pagaba bien, pero había que hacerlo, y
si había que hacerlo, tenía que hacerse bien y de buena gana.
Como se dará cuenta, profesor, no
he olvidado esa frase suya ni muchas otras que solía mencionar cuando la
ocasión lo requería y, seguramente, muchos de sus otros alumnos tampoco las
olvidaron, porque, efectivamente, como usted lo predijo, el futuro nos esperaba
con demasiadas cosas por hacer y muchas experiencias que vivir: de las buenas y
de las malas, y que solo el conocimiento y la sabiduría nos permitirían saber
cómo asimilar ambas. Y, exactamente, así fue. Seguro que para algunos el camino fue
más llano que para otros, según cómo se
vea; pero como sea, esos hombres – que antes fueron sus pequeños y arrebatados
alumnos - estuvieron en, cierta forma,
mejor preparados para manejar sus avatares gracias a alguna palabra suya.
Ahora bien, entenderá que en ese
tiempo no lo entendiéramos y lo valoráramos como ahora. Lo siento, profesor. Solo
después, en perspectiva, usted alcanzó la dimensión que le correspondía. En aquel
tiempo, no teníamos la altura para ver nuestro futuro como usted lo veía ni la
lucidez para entender lo que usted buscaba, y, hasta puede que usted mismo no
tuviera muy claro lo que pretendía. Usted, básicamente, era un señor profesor que
buscaba enseñar, con muchas ganas, lo que consideraba necesario, y precisamente
por eso, por sus muchos aciertos – y
claro algunos de sus errores -, muchas gracias.
No recuerdo mucho todos los temas
de los cursos que nos enseñó. Finalmente, nunca me terminó de convencer la
matemática, y mucho menos los principios de la química que venía en
Ciencias Naturales, sin embargo, tengo
la grata sensación de que una parte de lo que soy se debe a sus enseñanzas.
Le contaré algo, profesor. Espero
no turbarlo. Una vez, después de clase, cuando me enseñaba pacientemente cómo
resolver un problema, alcancé a ver el impecable cuello de su camisa blanca
discretamente zurcido. Tiene que entender, profesor, usted era nuestro
referente y jamás recuerdo haberlo visto desprolijo. Usted revisaba que
tengamos el pañuelo correctamente doblado en el bolsillo, las uñas cortas y limpias,
el cabello corto (en eso sí que discrepábamos), la ropa correctamente puesta. Por
eso tiene que entender, profesor, cuando alcancé a ver el cuello zurcido de su nívea
camisa, no hubo un sentimiento negativo. Al contrario, nació una gran ternura,
y poco después – porque los niños a veces demoramos un poco en masticar las
experiencias – se fortaleció mi respeto.
Usted no era ningún ser fuera de
lo común, era, sencillamente, un buen hombre con las vicisitudes propias de
cualquier individuo de pocos recursos; pero que, precisamente, en medio de esas
limitaciones, se había convertido en un gigante que buscaba diariamente cumplir
bien, y de buena gana, con su vocación: ser un profesor.
Gracias por todo, profesor.
1 comentario:
Como muchos que ya han leído, me aúno a las palabras vertidas en esta publicación; muchos somos docentes por el buen ejemplo que nos dejaron aquellos referentes, que en muchos ya no exiten; pero acaso fueron ellos los que nos dejaron ese bichito de la curiosidad, de enseñar, de ser ese ser que daba todo por transmitir sus connocimientos; y mucho de nosotros, como en mi caso, exígíamos más todavía, ellos con su paciencia cas infinita daban lo máximo para ser comprendidos... un abrazo a todos ellos, hombre y mujeres que nos dieron una gran lección
Publicar un comentario