Aun cuando tengo muy claro que en la música se aplica muy bien aquello de que en gustos y en colores no hay otra autoridad mayor que el gusto personal, también tengo claro, clarísimo, que aquello que es artísticamente bueno trasciende el gusto de una época y se hace inmortal, o clásico, para no hacer tan recargado el lenguaje.
En ese sentido, se puede decir que el jazz - ese género que germinó entre el espasmo de la segregación racial y los últimos estertores de una guerra civil – aún mantiene plenamente su vigencia como columna sobre la que se han construido los tantos y tantos géneros que han enriquecido la música contemporánea. Y si tuviera que mencionar nombres que han inmortalizado el jazz habría que recordar a Louis Armstrong, Duke Ellington, Charlie Parker, Dizzy Gillespie, Mille Davis solo por mencionar a aquellos que cultivaron lo que podría llamarse ahora jazz clásico.
No obstante, encuentro en el diario La Nación un artículo escrito por Héctor Guyot en donde se recuerda que un diecisiete de julio de 1959 se apagó la voz de Billie Holliday. Entonces, ni modo, este post tiene como fin recordar a Billie, cuya biografía fue casi tan dolorosa como su penetrante voz.
Tenía poco más de 15 años y vivía en Harlem con su madre, que se ganaba la vida limpiando pisos ajenos. Su madre enfermó y el poco dinero que habían ahorrado empezó a escasear, hasta que llegó a su apartamento de la calle 139 la notificación de que las echarían a la calle. Eran tiempos de la Depresión, pero ella enfrentó el frío de la noche de invierno y bajó por la Séptima Avenida dispuesta a conseguir la plata que necesitaban. Llegó hasta la calle 133, que por entonces, a principios de los años 30, hervía de cafeterías y bares que vibraban al ritmo del swing . Decidida, entró al Pod´s and Jerry´s y pidió trabajo. Dijo que era bailarina. La prueba fue un fracaso. Pero el pianista se apiadó de ella y, cuando todo estaba perdido, le preguntó si sabía cantar. Ella le pidió que tocara "Trav´lin´ All Alone", una canción que reflejaba cómo se sentía. Las voces del bar se acallaron cuando empezó a cantar, y en ese momento mágico, como una Cenicienta, Eleanora Fagan se convirtió en Billie Holiday.
Así lo cuenta ella misma en Lady Sings the Blues , las memorias que redactó con la ayuda del pianista Wiliam Dufty. Publicó el libro en 1956, tres años antes de su muerte, de la que el viernes se cumplen cincuenta años y que, tras la fama y el éxito, la encontró en una cama del Metropolitan Hospital de Nueva York tan sola y pobre como aquella chica desesperada por evitar el desalojo. En el libro -se sabe- ella cambió y embelleció ciertos pasajes de su vida en el intento de mostrarse fuerte y determinada. De todos modos, ese episodio suena tan de cuento de hadas como aquel otro rigurosamente cierto en el que John Hammond, célebre productor del sello Columbia, la escucha al poco tiempo en otro local de Harlem y escribe en el Melody Maker que, a sus 18 años, Billie canta mejor que todas las cantantes que ha oído en su vida. "Ella podía tomar una canción vulgar y hacerla de cuarenta modos diferentes", diría más tarde.
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2 comentarios:
Gracias por mostrarme a Billy Holiday, ella me acompañó en momentos difíciles. Realmente su voz y manera de entregarse a su arte es espectacular...te hace poner la 'piel de gallina'. Hermoso.
La empresa Columbia se negó a grabar Strange fruit, y el autor tuvo que firmar con otro nombre.
Pero cuando Billie Holiday cantó Strange fruit, cayeron las barreras de la censura y el miedo. Ella cantó con los ojos cerrados y la canción fue un himno religioso por obra y gracia de esa voz nacida para cantarlo, y desde entonces cada negro linchado pasó a ser mucho más que un extraño fruto colgado de un árbol, pudriéndose al sol.
http://joseluisregojo.blogspot.com.es/2012/03/natalie-merchant-billie-holiday-yolande.html
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