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lunes, 16 de marzo de 2009

Augusto Effio, mención honrosa Caretas

Augusto Effio Ordóñez (Huancayo, 1977) es autor de Lecciones de origami (Matalamanga, 2006). Obtuvo el Copé de Plata en la Bienal de Cuento organizado por Petroperú (2004). Ha colaborado con las revistas Vórtice, Caretas, Etiqueta Negra y Hermanocerdo. Sus cuentos han aparecido en las antologías Encuentro de Escritores Peruanos (UCSUR, 2005), Nuevos Fuegos, Otros Lances (Editorial Recreo) y Disidentes. 


En estos treinta años de servicio, el menor de mis suplicios ha sido redactar memorandos y estatutos con la servil sintaxis de mis superiores. Aún así, jamás se me ocurrió hacerles notar la maraña de pelos que hallé en la sopa de formulismos y lugares comunes con los que, tan solo, alimentaron la ignorancia de otros escritorios.

No reniego de las horas de trabajo que dediqué a afilar precisos consejos en la sombra de los escalafones medios, aún cuando más tarde los viera salivados como atolondradas instrucciones en la boca del jefe de turno. Nunca respondí con una queja o protesta a la insignificancia de los encargos encomendados. Por el contrario, navegué con la frente en alto por las brumas de la administración pública sabiéndome el único tripulante con un remo entre las manos. En ocasiones, he contribuido, lleno de rigor y minuciosidad, a remendar los asuntos de Estado para ocultar sus costuras menos amables: convertí balbuceos de subsecretario en argumentos de estadista, tomé vaguedades de portapliegos para improvisar argumentos de tribuno, arropé la indigencia de informes repletos de cicatrices normativas con los bríos del cinismo jurídico. Acepto mis culpas con dignidad, y no pienso en la jubilación como el purgatorio donde pasearé un arrepentimiento que mi espíritu ya desechó como quien cercena una carnosidad inmunda. Roma gana las guerras, pero nosotros hacemos los refranes. Después de padecer la estrechez y demás penurias del servicio gubernamental, eso es todo lo que me queda: un consuelo de cartaginés. A diferencia de las personas que hoy apuran el trajín de firmas y registros de mi renuncia, me gusta visitar la desnuda quietud de los libros en busca de alguna frase tempestuosa que me mantenga a salvo del “sentido común” que imponen los horarios de oficina. A dos días de abandonar mis labores en la trastienda del poder, di con esta turbulencia: Roma gana las guerras, pero nosotros hacemos los refranes.

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Jaime Bayly los lunes en Perú.21

Les dejo un dato sobre Jaime Bayly, ahora que leo Perú.21 un lunes. El periodista y escritor Jaime Bayly escribe una columna todos los lunes como hoy y como lo dicta su inclinación por la literatura no lo hace con un análisis político, sino con relatos breves que dan muestras claras de un escritor de oficio.  


No me pregunten cómo he terminado con El Tano y su novia en una isla desierta de las Bahamas.

No sé mucho del Tano, lo conocí la otra noche en un hotel de Nassau, me pidió la laptop en el bar del Compass Point para leer sus correos, me dijo que su hija estaba en las Galápagos y que no sabía nada de ella, la novia del Tano me preguntó por qué llevaba boina y chalina en Nassau y luego me preguntó sin esperar mi respuesta si yo era canadiense y le dije que sí, que soy de Montreal.

Todo lo que sé del Tano es que es argentino, vive en Nueva York desde que tenía veinte años (y ahora tiene cincuenta) y alquila cincuenta departamentos amoblados en esa ciudad. Todo lo que sé del Tano es que es dueño de cincuenta departamentos de lujo en Manhattan, que le dejan un millón de dólares al mes. Está claro que el Tano es un maestro porque además me cuenta todo eso como si me estuviera contando que está resfriado.

Todo lo que sé de la novia del Tano es que es sueca y bastante menor que yo y está siempre un tanto borracha y coqueteando, lo que no parece molestarle al Tano, porque el Tano es un grande y nada parece molestarle a estas alturas.

Tan grande es el Tano que se ha comprado una isla virgen en las Bahamas por doce millones de dólares y me ha dicho para ir a visitarla y cuando le dije aquella noche en el bar del Compass Point que sí, que iríamos al día siguiente, estaba seguro de que todo era mentira, su isla de la fantasía y mi entusiasmo por conocerla, pero ahora un avión bimotor ha acuatizado frente a una isla desierta más grande que Key Biscayne, a la que hemos llegado volando cuarenta minutos sobre un mar tan transparente que podías ver los tiburones.

El Tano, la sueca y yo hemos bajado de la avioneta, saltado al mar y, con el agua rozándonos el ombligo, hemos caminado hasta la orilla de la isla del Tano, que a lo mejor no es del Tano, pero que él reclama como suya, y nos hemos sentado a la sombra de un árbol y era como estar en un capítulo de Lost esperando a que viniera una criatura monstruosa a devorarnos y arrojar nuestras extremidades en las copas de los árboles.

Solo he visto en la isla a dos criaturas vivas, sin contar al piloto que se quedó cuidando la avioneta y bebiendo cerveza (yo pensaba: si la avioneta falla y no enciende y nos quedamos a pasar la noche acá y el moreno tiene hambre, nos come a los tres crudos y sin sal): una mariposa naranja y un numero indeterminado de moscas más grandes que las moscas domésticas peruanas que me son familiares, tan grandes que el Tano ha dicho que no eran moscas, que eran tábanos y venían por nuestra sangre.

Le he dicho “Tano de mierda, la puta que te parió, no tenemos nada que comer ni tomar en esta isla, todas las islas desiertas son iguales, para qué carajo me has traído acá si estoy enfermo, y ahora me dices que nos van a comer unos tábanos, no me jodas y larguémonos de acá y llévame a un restaurante donde podamos comer como gente civilizada”. La sueca por suerte se ha amotinado conmigo y ha dicho que se muere de sed (cómo no va a tener sed, si está con una resaca feroz) y que vayamos a no sé qué isla perdida en el archipiélago de las Bahamas, donde dice ella que sirven unos pescados fritos deliciosos.

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jueves, 8 de enero de 2009

Una más de los cronistas

A propósito de los mejores cronistas peruanos, Julio Villanueva Chang, fundador de Etiqueta Negra (el enlace a su edición digital se encuentra desde hace unas semanas hacia la derecha del blog) es uno de los abanderados de este boom. Me informan que muy pronto tendremos en nuestras librerías, puesto que en México ya está, su libro de crónicas Elogios criminales del cual nos permitimos presentar el primer capítulo.

Julio Villanueva Chang

Un día de primavera algo extraño sucedió en El Bulli. Fue un viernes de junio de 2007, a las diecisiete horas y cincuenta minutos y todos los que estábamos en su cocina volteamos para verlo: uno de sus cocineros había dejado caer un plato. Un plato que cae al piso es una obra maestra del ruido. Pero cuando estalla en El Bulli, el eco se prolonga hasta decibeles de culpabilidad en el expediente de un ayudante de cocina. Todos lo miraron con ojos de escopeta. Lo que en una casa es un accidente doméstico y en cualquier restaurante una torpeza profesional, en la cocina de El Bulli es un tabú. Cuando el culpable vio el plato volador hecho pedazos, se hizo un silencio mineral. Intentó recogerlo como quien se esfuerza por esconder un cadáver en una sala de cuidados intensivos. Ferran Adrià andaba por allí, no muy lejos de la escena del crimen, como un Dios distraído. No se le vio intervenir, pero era como si todos supieran que él ya lo había visto. Ninguno tardó más de cinco segundos en volver a sus deberes. Adrià les exige la concentración, el ritmo y la precisión de un cirujano en el quirófano, de un mecánico de Fórmula Uno en los boxes de una carrera, de un modisto de alta costura durante el desfile principal. En un restaurante que busca la perfección hasta en sus actos microscópicos, romper un plato no es un asunto de mal agüero. Es la caída del equilibrista durante el show: la función debe continuar, pero jamás se van a olvidar de ti. Si alguien falla, puede desencadenar un efecto dominó y derrumbar la armoniosa pero frágil disciplina de un castillo de naipes. Lo que salvó a aquel cocinero de la silla eléctrica fue que no rompió el plato a la hora de la tormenta. A la hora en que lo espera un cliente de El Bulli.
El platillo volador estaba vacío.
Ésa fue la única noticia de la tarde.
Era mi segunda vez en el restaurante, y había regresado siete años después como quien va a posar para un cuadro de la última cena. A las tres y treinta de la tarde, Ferran Adrià hablaba con su voz rocosa por un teléfono móvil, de espaldas a la terraza de El Bulli desde donde el mediterráneo es un inmenso jugo de fruta azul. La cala Montjoi, esa bahía escondida en medio de un parque natural en la ciudad de Roses, en la punta norte de Cataluña, seguía siendo el escenario donde podían convivir una pecera de la nasa y un extraterrestre en la cocina. Ferran Adrià peinaba canas, vestía una chaqueta de chef y unos jeans celestes gastados en su bastilla, como si los arrastrara siempre al caminar. Se le veía fatigado pero macizo. Cuando se sentó, su barriga se acomodó muy por delante de él y, al hablar, alternaba los brazos como si siempre lo molestara un mosquito. Tenía unos ojos saltimbanquis: la más presumida feria de arte vanguardista del mundo, Documenta, iba a inaugurarse en cinco días en el país de Goethe y el invitado más esperado era él. Cada cinco años cualquier artista desobediente aspira a estar allí. Pero nadie entendía bien por qué en las olimpiadas del arte de vanguardia el corredor de fondo sería un cocinero. El chef había declarado en 1999: «Somos los creadores más desgraciados del mundo: hacemos artesanía efímera». Hasta que lo invitaron a Documenta, Adrià insistía en lo evidente: la cocina es cocina, los platos no están en los museos, si no los comes te mueres.

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El pintor de Lavoes

Luis Miranda en un observador de personajes invisibles de la ciudad, personajes que se mimetizan con el paisaje sórdido de algunas de las calles de esta urbe ceniza llena de combis y estrés. La crónica es uno de los géneros narrativos que más crecimiento ha tenido en los últimos años en los jóvenes peruanos. Para muestra están los excelentes cronistas de Etiqueta Negra: Chang, Wiener, Ángulo, etc. Así como ellos, Luis Miranda es un fascinado de los personajes límite, aquellos que no pensamos o que no imaginamos que existen. Acaso este sea una de sus principales virtudes. La otra, y más importante y obvia, es reconocer que ese individuo carga con él una serie de historias, manías, costumbres, que antes de sorpredernos por ser insólitas, debemos concluir que también son posibilidades de este género humano. La entrevista aparecida en Perú.21 la realizó José Gabriel Chueca.

Un doctor que receta orina, una virgen llevada en procesión por travestis, el patriotismo de los peruanos en Estados Unidos y una serie de temas sorprendentes ofrece el periodista Luis Miranda en El pintor de Lavoes, reunión de crónicas breves e irónicas que muestran el otro lado de la vida. "Mi mamá tenía una concesión, vendía cervezas en un club, y yo estaba en el fondo de ese cuarto leyendo. Ahí me comenzó la fiebre de la lectura. Me compraba libros como otros se compran CD. Tenía 16, 17 años y escribía", cuenta.

¿Cuál fue su primer trabajo?
Recoger bolas en una cancha de tenis. Después me gustó el tenis y hasta ahora juego. Otro trabajo que tuve fue repartir volantes de Sears.

¿Y el periodismo?
Entré a estudiar a la Universidad Garcilaso de la Vega y llevé un taller con Hernán Velarde, director del suplemento dominical de Expreso, Estampa. Un día, pidió que todos escribieran un texto sobre la drogadicción, para ver quién podría colaborar con él. Nos escogió a dos y, al poco tiempo, ya estaba yo en planilla. Velarde amaba la crónica, se hacía llamar 'El Cronicante’. En su libro de crónicas, El pintor de Lavoes, retrata personajes muy inusuales, algunos marginales.Caminando se encuentran las cosas. Se trata de personajes que no están al alcance. Hay que ir a buscarlos, quizá, en zonas marginales. Escribo sobre personas extraordinarias que quizá, simplemente, no tuvieron oportunidades.

¿Qué le atrae de lo marginal?
Creo que yo también tengo algo de eso. Siempre me ha atraído. Por las lecturas que tengo y por la mirada que puedo tener, encajo más con esos personajes. Creo que me dan un nivel de adrenalina en la lectura que otros no tienen. Lu.Cu.Ma, Misterio o la procesión de travestis de la Virgen de la Floral me parece que ofrecen muchos más ángulos que un académico que ha ganado un premio.

¿Para escribir estos textos pasó mucho tiempo con las personas?
Pasé dos semanas para escribir de la Virgen de la Floral, que es la Virgen de la Puerta, en la versión de un grupo de travestis de La Victoria, concretamente de la Mami Rosa, que era un travesti anciano que tenía una cantina. Él comenzó a sacar una procesión, por emular a la Virgen de la Puerta de Otuzco, en la Floral con cuatro o cinco travestis que daban la vuelta a la cuadra y listo. Él fue acuchillado, pero la procesión siguió. Y ahora ha crecido bastante. Tanto que ya no son solo travestis. Pero la Virgen solo se detiene en las peluquerías.

¿No le dio miedo?
Yo, en esa época, vivía en Breña, en una zona que podía ser medio turbia para otras personas, y meterme... podía darme miedo, es cierto, sobre todo la Floral, que estaba llena de callejones y de viejos aspirando terokal… era bien sórdido. Con Lu.Cu.Ma, este pintor, también tuve miedo. Es paranoico y pensaba que el cuchillo que siempre lleva con él podía terminar clavado en mí en cualquier momento. Me contó cómo mató a su hermano, lo descuartizó y lo frió en aceite, cuando era chibolo, porque el hermano le paraba pegando.

¿Se ha encontrado con lectores?
El malo del catch es la historia de un catchascanista. Estuve con él todo un día, escuchándolo. Él estaba feliz, porque nadie le preguntaba. Era un mueble viejo más de la historia. Y al poco tiempo murió. Pero luego me encontré con su hijo. Le enseñé la nota y le gustó. Me la pidió para toda la familia.

¿Se involucra emocionalmente?
Cuando uno escribe una historia que no va a ser una nota de prensa y quiere darle un toque especial, no puede ir como un doctor y decir “saque la lengua” y, después, irse. Me decía que estuvo en Estados Unidos.

¿Por qué regresó?
Fui porque quería conocer. Y regresé por una nostalgia horrible. Además, Estados Unidos puede ser impactante en los primeros pasos, pero luego viene el olor a grasa de las calles detrás de las luces y la manera en que miran a los latinos y cómo sus barrios pueden estar peor que La Victoria. A raíz de eso escribí Con pe de Paterson, una nota muy irónica sobre el patriotismo de los peruanos allá. Algunos me han insultado. Pero la mayoría entendió el sentido. Pero la crónica más comentada ha sido la de Misterio (el líder la barra de la 'U’ que se suicidó).

¿Ser periodista es un buen trabajo?
Sí. A pesar de que en algunos medios no paguen bien, los periodistas tienen una condición privilegiada respecto a otros… que tampoco ganan bien. Me gustaría que me leyeran como si leyeran un cómic: que se entretengan y les quede un sabor de la calle, de lo peruano, como si oyeran música de Chacalón.

martes, 23 de diciembre de 2008

CUENTO DE ENRIQUE VÁSQUEZ VALLADARES

El flamante ganador del concurso de cuento Las Mil Palabras 2008 de la revista Caretas colabora con la Zona del Escribidor enviándome un sólido cuento. Tuve la oportunidad de conocerlo la noche de la premiación en la Casa Wiesse. Aquella fue una breve conversación, pero que me dejó clara la impresión de haber conocido a un buen escritor y a una persona muy amable. Luego nos cruzamos en un club de tenis, ambos raqueta en mano, y nos ha quedado un partido pendiente para el cual ya nos hemos prevenido de que quien escribe bien no necesariamente juega bien. En fin, ya veremos.

Enrique Vásquez, quien se de dedica a los negocios inteligentemente, viene sosteniendo una correcta presencia literaria desde 2002. Desde aquella época, ha publicado tanto en páginas virtuales como en ediciones tangibles trabajos narrativos importantes. En el blog Escritores Peruanos Contemporáneos, encontrarán más información sobre este escritor que, definitivamente, todavía tiene mucho que contar. Por lo pronto, gracias Enrique.

TODO POR CULPA DE MURIEL

I.
Fue por eso que estaba allí. De otra manera nunca hubiera sucedido. Sin embargo, ahora, frente a esas mujeres de escandalosos labios humedecidos por alcohol barato, cubiertos de ese acre olor a tabaco, no estoy seguro de poder seguir con esto. ¿Que nunca debí venir? Quizás, es probable. Sin embargo estoy aquí, enfrentado a mis debilidades, disfrutando mi miseria, y es entonces cuando me siento apabullado, humillado, insignificante ante una realidad que me aplasta, me enmudece y me atrapa. Y todo por culpa de Muriel. Si no hubiese sido por ella, su estúpido interés en casarse, en verse a mi lado, de blanco, entrando a una iglesia, quizás ahora en vez de estar acá, estaría a su lado, tomando una cerveza en alguna taberna barranquina o mejor aún en algún hotelito de esos en los que solíamos esperar las primeras horas de un domingo, reposando aquellas copas de vino que habían encendido nuestras pasiones y encandilado nuestras miradas. Pero la realidad es sólida y fría como un hielo. Estoy aquí, sintiéndome un tonto irremediable, por culpa de esa estúpida pelea con Muriel, por culpa de esa vida al lado de Muriel, por culpa de esa boda con Muriel. Sí, porque aunque para muchos resultara una sorpresa (para mí también lo fue), una tarde de febrero, caliente y sudorosa, en la iglesia de Fátima, frente a un puñado de incrédulos invitados y vestido con aquel terno que aún llevaba la etiqueta de la lavandería, me casé con esa muchacha, con Muriel.
Muriel Martínez Melgar, así se llamaba. Dueña de unos imperturbables ojos grises y salpicada con miles de pecas en su cara, era con su alargada figura, su cabello desordenado y sus gestos nerviosos, lo que cualquiera llamaría «una extraña mujer»; sin embargo, para mí, desde aquella noche en que me vio llorar, lo único extraño que percibí en ella, era ese afán descontrolado por casarse conmigo. Muriel, desde que la conocí, se convirtió en la artesana de mis noches, y fue tan diestra en su labor, tan amplia y minuciosa en su entrega, que luego de un amanecer saturado de tabaco, alcohol y un aroma escondido de Givenchi, la mañana del domingo nos encontró acurrucados en un viejo hotel, hablando distraídamente sobre sexo y matrimonio. Y a mí lo primero me terminó llevando irremediablemente a lo segundo. Sucedió algunas semanas después de romper con Malena; entonces resultó fácil, muy fácil, que luego de aquel descalabro sentimental, tomara la decisión (o acatara la de ella) de casarnos. Ahora, luego de algunos años, lo puedo decir sin remordimientos; arrepentido sí, pero sin remordimientos: me casé con Muriel para olvidar a Malena.

lunes, 20 de octubre de 2008

Alonso Cueto en Internet

Con un diseño elegante y sobrio, el escritor Alonso Cueto ha estrenado hace muy poco una página web personal donde podremos acceder a la información sobre su carrera literaria. Sin embargo, lo más atractivo de la página es la serie de entrevistas recopiladas sobre su carrera.
Aquí la dirección: http://www.alonsocueto.com.pe/