
jueves, 22 de octubre de 2009
El Escribidor explica su ausencia

lunes, 30 de marzo de 2009
Juan Manuel Robles: Que pase Laura Bozzo

Seamos justos: Laura en América fue un programa legendario. La fina construcción de sus escenarios, la domestica hondura de sus entuertos, la procaz ironía de sus diálogos, la indigencia documental de sus invitados, los llantos precisos, el milimétrico control de los tiempos de cada una de las rabietas de la conductora, la ira incontenible, todo eso era el insumo de una producción que dio al Perú y a su gente la oportunidad de ser famosos en más de veinte países. Porque no hay que ser mezquinos, Laura fue célebre y puso al Perú en el ojo del mundo. De Bogotá a Caracas, de México a Miami. Hasta en La Habana de los hermanos Castro circulan hoy DVD que compilan los mejores episodios de un espacio que, como una gran terapia en vivo, logró que los peruanos sacaran a flote sus más íntimos traumas.
Era julio de 2004 y yo estaba ansioso por verla. Laura Bozzo vivía entonces en la cúspide de la fama, su drama insólito —una mujer encerrada en su propio estudio de TV— concitaba la atención de reporteros de la BBC de Londres, la CNN, Televisa, el New York Times. Todos venían en avión a entrevistarla, a capturar este valioso fragmento de su biografía novelada, a fotografiarla con alguno de los innumerables vestidos de Roberto Cavalli que guardaba en el armario. Ahora era mi turno. Fui a su casa, que era al mismo tiempo el set de grabación y la cárcel en que purgaba condena. Un policía vigilaba en la puerta. Los custodios personales de la diva me pidieron esperar. Luego recibieron la orden. Suba. Laura Bozzo me esperaba en su estudio. Había una foto de Eva Perón, la foto clásica, la que posee una admiradora snob, advenediza, novata. Laura no llevaba maquillaje: tenía el cachete hinchado y eso le daba una asimetría estremecedora que invitaba a frotarse los ojos.
—Yo solo quería que Laura aprendiera a respetar —dice.
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jueves, 8 de enero de 2009
Una más de los cronistas
Julio Villanueva Chang
Un día de primavera algo extraño sucedió en El Bulli. Fue un viernes de junio de 2007, a las diecisiete horas y cincuenta minutos y todos los que estábamos en su cocina volteamos para verlo: uno de sus cocineros había dejado caer un plato. Un plato que cae al piso es una obra maestra del ruido. Pero cuando estalla en El Bulli, el eco se prolonga hasta decibeles de culpabilidad en el expediente de un ayudante de cocina. Todos lo miraron con ojos de escopeta. Lo que en una casa es un accidente doméstico y en cualquier restaurante una torpeza profesional, en la cocina de El Bulli es un tabú. Cuando el culpable vio el plato volador hecho pedazos, se hizo un silencio mineral. Intentó recogerlo como quien se esfuerza por esconder un cadáver en una sala de cuidados intensivos. Ferran Adrià andaba por allí, no muy lejos de la escena del crimen, como un Dios distraído. No se le vio intervenir, pero era como si todos supieran que él ya lo había visto. Ninguno tardó más de cinco segundos en volver a sus deberes. Adrià les exige la concentración, el ritmo y la precisión de un cirujano en el quirófano, de un mecánico de Fórmula Uno en los boxes de una carrera, de un modisto de alta costura durante el desfile principal. En un restaurante que busca la perfección hasta en sus actos microscópicos, romper un plato no es un asunto de mal agüero. Es la caída del equilibrista durante el show: la función debe continuar, pero jamás se van a olvidar de ti. Si alguien falla, puede desencadenar un efecto dominó y derrumbar la armoniosa pero frágil disciplina de un castillo de naipes. Lo que salvó a aquel cocinero de la silla eléctrica fue que no rompió el plato a la hora de la tormenta. A la hora en que lo espera un cliente de El Bulli.
El platillo volador estaba vacío.
Ésa fue la única noticia de la tarde.
Era mi segunda vez en el restaurante, y había regresado siete años después como quien va a posar para un cuadro de la última cena. A las tres y treinta de la tarde, Ferran Adrià hablaba con su voz rocosa por un teléfono móvil, de espaldas a la terraza de El Bulli desde donde el mediterráneo es un inmenso jugo de fruta azul. La cala Montjoi, esa bahía escondida en medio de un parque natural en la ciudad de Roses, en la punta norte de Cataluña, seguía siendo el escenario donde podían convivir una pecera de la nasa y un extraterrestre en la cocina. Ferran Adrià peinaba canas, vestía una chaqueta de chef y unos jeans celestes gastados en su bastilla, como si los arrastrara siempre al caminar. Se le veía fatigado pero macizo. Cuando se sentó, su barriga se acomodó muy por delante de él y, al hablar, alternaba los brazos como si siempre lo molestara un mosquito. Tenía unos ojos saltimbanquis: la más presumida feria de arte vanguardista del mundo, Documenta, iba a inaugurarse en cinco días en el país de Goethe y el invitado más esperado era él. Cada cinco años cualquier artista desobediente aspira a estar allí. Pero nadie entendía bien por qué en las olimpiadas del arte de vanguardia el corredor de fondo sería un cocinero. El chef había declarado en 1999: «Somos los creadores más desgraciados del mundo: hacemos artesanía efímera». Hasta que lo invitaron a Documenta, Adrià insistía en lo evidente: la cocina es cocina, los platos no están en los museos, si no los comes te mueres.
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El pintor de Lavoes
