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jueves, 22 de octubre de 2009

El Escribidor explica su ausencia

No, no voy a dejar la red. Es algo así como un breve periodo de vacaciones que me tomo, un tanto obligado por un problema de entendimiento con mi computadora. La situación ha llegado al punto en el que tenemos que separarnos definitivamente. Ahora tendré que acostumbrarme a una nueva relación. Todo será distinto. Y los primeros días serán de mucha tensión, por lo menos hasta entendernos. Seguramente, a ratos, extrañaré todo de la anterior máquina. Después de todo, el hecho de haber pasado tantas horas juntos tiene que haber marcado una costumbre. Ni modo, solo me queda esperar que mi querida Elena traiga la nueva computadora, la instale con todos los programas que crea que necesito. Luego, le pediré que nos deje solos por un buen rato para ver si, finalmente, hay química entre nosotros.
Por mientras, escribo esta nota desde una cabina. En un cubil donde apenas cabe mi anatomía que de mediana no pasa. Entonces imagínense el mínúsculo cubil de color naranja en donde, literalmente, escribo a pie juntillas.
Por eso digo que tomo esto como unas vacaciones cibernéticas. Aunque, valgan verdades, ya extraño la rutina de anotar las noticias que llaman mi atención y que quiero compartir con todos los amigos a quienes no siempre puedo ver. Aquí termino porque ahora han subido los parlantes de las cabinas y unos candelejones van gritando los muertos y heridos que dejan en un juego de computadoras que debe ser demencial por los tantos destripados de los que hablan.
Punto final.
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lunes, 30 de marzo de 2009

Juan Manuel Robles: Que pase Laura Bozzo

Juan Manuel Robles es una de las voces principales de unas de las mejores revistas del Perú: Etiqueta Negra. Hace poco leyendo uno que otro artículo en la web, descubrí la polémica que este estupendo cronista ha generado a partir de la publiación de su crónica en la revista colombiana SOHO titulada: Que pase Laura Bozzo, donde cuenta detalles, una vez más, poco santos de nuestra política peruana.
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El show "Laura en América", uno de los más amarillistas y más vistos en América Latina, llevó a su presentadora a convertirse en la más famosa del Perú. El cronista Juan Manuel Robles habló con esta mujer que presentaba personajes desdentados por montones mientras ella luchaba por fingir su mejor sonrisa.

Seamos justos: Laura en América fue un programa legendario. La fina construcción de sus escenarios, la domestica hondura de sus entuertos, la procaz ironía de sus diálogos, la indigencia documental de sus invitados, los llantos precisos, el milimétrico control de los tiempos de cada una de las rabietas de la conductora, la ira incontenible, todo eso era el insumo de una producción que dio al Perú y a su gente la oportunidad de ser famosos en más de veinte países. Porque no hay que ser mezquinos, Laura fue célebre y puso al Perú en el ojo del mundo. De Bogotá a Caracas, de México a Miami. Hasta en La Habana de los hermanos Castro circulan hoy DVD que compilan los mejores episodios de un espacio que, como una gran terapia en vivo, logró que los peruanos sacaran a flote sus más íntimos traumas.

Era julio de 2004 y yo estaba ansioso por verla. Laura Bozzo vivía entonces en la cúspide de la fama, su drama insólito —una mujer encerrada en su propio estudio de TV— concitaba la atención de reporteros de la BBC de Londres, la CNN, Televisa, el New York Times. Todos venían en avión a entrevistarla, a capturar este valioso fragmento de su biografía novelada, a fotografiarla con alguno de los innumerables vestidos de Roberto Cavalli que guardaba en el armario. Ahora era mi turno. Fui a su casa, que era al mismo tiempo el set de grabación y la cárcel en que purgaba condena. Un policía vigilaba en la puerta. Los custodios personales de la diva me pidieron esperar. Luego recibieron la orden. Suba. Laura Bozzo me esperaba en su estudio. Había una foto de Eva Perón, la foto clásica, la que posee una admiradora snob, advenediza, novata. Laura no llevaba maquillaje: tenía el cachete hinchado y eso le daba una asimetría estremecedora que invitaba a frotarse los ojos.

-El dentista acaba de irse, me duele la muela así que termina rápido.
Encendí velozmente mi grabadora, nervioso e intimidado. Era el vozarrón de una diva, el mismo rugido de su frase más célebre: ¡Que pase el desgraciado! Dialogamos y tomé apuntes. De vez cuando, se llevaba la mano a la mandíbula y entrecerraba los ojos, de dolor. En ese entonces, me concentré más en las declaraciones y no le di demasiada importancia al instante del que era testigo, un instante que, con los años, he llegado a considerar poesía pura.

Ella, la mujer que con los panelistas de programa difundió en el mundo la leyenda de que los peruanos no tenemos dientes, estaba sufriendo inenarrables penurias dentro de ese apagado volcán que era su boca cerrada. Por lo general, los panelistas de su reality llegaban al estudio de televisión con ventanitas graciosas en lugar de incisivos y caninos, encías al aire, rosadísimas, libres, porque cuando la vida es dura nadie se anda preocupando por pequeñeces odontológicas: los colmillos se pierden porque no hay para Colgate ni para Listerine, y si un asalto con golpiza incluida no te arranca los dientes, sin duda el tiempo, la miseria, o las pinzas oxidadas de un odontólogo barato lo harán.

Recordé otra vez aquel instante, Laura con dolor de muela, cuando hace unos meses un noticiero de México difundió imágenes de la supuesta caída de la dentadura de la conductora, en una transmisión en vivo por la mañana. Reproducido en cables de decenas de países, aquel no era, sin embargo, el primer papelón de una vida llena de bochornos, cámaras inoportunas y sapos.

En el Perú, hay un congresista suspendido 120 días por grabar a sus colegas sin que ellos lo sepan. Ponía cámaras en la oficina. Luego llamaba a la prensa. También le atribuyen la difusión de un video privado en que el comandante general del Ejército de Perú dice: "Chileno que entra, sale en cajón". El hecho provocó un incidente diplomático con Chile. Ahora, el señor Gustavo Espinoza Soto aprovecha el castigo para tomarse un largo descanso en su vivienda campestre. Hace sol. Espinoza Soto es hoy famoso por ser un "loco camarita", una especie de aprendiz de Vladimiro Montesinos (el jefe de Inteligencia de Fujimori). Lo que nadie sabe es que este hombre se estrenó en el arte de la extorsión espía con la hoy célebre doctora Laura Bozzo, hace más de veinte años. El congresista Espinoza se ríe, él no usaría esa palabra tan fea, extorsión, qué es eso, no sea malo.

—Yo solo quería que Laura aprendiera a respetar —dice.

Para continuar leyendo la crónica, hacer clic aquí.

jueves, 8 de enero de 2009

Una más de los cronistas

A propósito de los mejores cronistas peruanos, Julio Villanueva Chang, fundador de Etiqueta Negra (el enlace a su edición digital se encuentra desde hace unas semanas hacia la derecha del blog) es uno de los abanderados de este boom. Me informan que muy pronto tendremos en nuestras librerías, puesto que en México ya está, su libro de crónicas Elogios criminales del cual nos permitimos presentar el primer capítulo.

Julio Villanueva Chang

Un día de primavera algo extraño sucedió en El Bulli. Fue un viernes de junio de 2007, a las diecisiete horas y cincuenta minutos y todos los que estábamos en su cocina volteamos para verlo: uno de sus cocineros había dejado caer un plato. Un plato que cae al piso es una obra maestra del ruido. Pero cuando estalla en El Bulli, el eco se prolonga hasta decibeles de culpabilidad en el expediente de un ayudante de cocina. Todos lo miraron con ojos de escopeta. Lo que en una casa es un accidente doméstico y en cualquier restaurante una torpeza profesional, en la cocina de El Bulli es un tabú. Cuando el culpable vio el plato volador hecho pedazos, se hizo un silencio mineral. Intentó recogerlo como quien se esfuerza por esconder un cadáver en una sala de cuidados intensivos. Ferran Adrià andaba por allí, no muy lejos de la escena del crimen, como un Dios distraído. No se le vio intervenir, pero era como si todos supieran que él ya lo había visto. Ninguno tardó más de cinco segundos en volver a sus deberes. Adrià les exige la concentración, el ritmo y la precisión de un cirujano en el quirófano, de un mecánico de Fórmula Uno en los boxes de una carrera, de un modisto de alta costura durante el desfile principal. En un restaurante que busca la perfección hasta en sus actos microscópicos, romper un plato no es un asunto de mal agüero. Es la caída del equilibrista durante el show: la función debe continuar, pero jamás se van a olvidar de ti. Si alguien falla, puede desencadenar un efecto dominó y derrumbar la armoniosa pero frágil disciplina de un castillo de naipes. Lo que salvó a aquel cocinero de la silla eléctrica fue que no rompió el plato a la hora de la tormenta. A la hora en que lo espera un cliente de El Bulli.
El platillo volador estaba vacío.
Ésa fue la única noticia de la tarde.
Era mi segunda vez en el restaurante, y había regresado siete años después como quien va a posar para un cuadro de la última cena. A las tres y treinta de la tarde, Ferran Adrià hablaba con su voz rocosa por un teléfono móvil, de espaldas a la terraza de El Bulli desde donde el mediterráneo es un inmenso jugo de fruta azul. La cala Montjoi, esa bahía escondida en medio de un parque natural en la ciudad de Roses, en la punta norte de Cataluña, seguía siendo el escenario donde podían convivir una pecera de la nasa y un extraterrestre en la cocina. Ferran Adrià peinaba canas, vestía una chaqueta de chef y unos jeans celestes gastados en su bastilla, como si los arrastrara siempre al caminar. Se le veía fatigado pero macizo. Cuando se sentó, su barriga se acomodó muy por delante de él y, al hablar, alternaba los brazos como si siempre lo molestara un mosquito. Tenía unos ojos saltimbanquis: la más presumida feria de arte vanguardista del mundo, Documenta, iba a inaugurarse en cinco días en el país de Goethe y el invitado más esperado era él. Cada cinco años cualquier artista desobediente aspira a estar allí. Pero nadie entendía bien por qué en las olimpiadas del arte de vanguardia el corredor de fondo sería un cocinero. El chef había declarado en 1999: «Somos los creadores más desgraciados del mundo: hacemos artesanía efímera». Hasta que lo invitaron a Documenta, Adrià insistía en lo evidente: la cocina es cocina, los platos no están en los museos, si no los comes te mueres.

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El pintor de Lavoes

Luis Miranda en un observador de personajes invisibles de la ciudad, personajes que se mimetizan con el paisaje sórdido de algunas de las calles de esta urbe ceniza llena de combis y estrés. La crónica es uno de los géneros narrativos que más crecimiento ha tenido en los últimos años en los jóvenes peruanos. Para muestra están los excelentes cronistas de Etiqueta Negra: Chang, Wiener, Ángulo, etc. Así como ellos, Luis Miranda es un fascinado de los personajes límite, aquellos que no pensamos o que no imaginamos que existen. Acaso este sea una de sus principales virtudes. La otra, y más importante y obvia, es reconocer que ese individuo carga con él una serie de historias, manías, costumbres, que antes de sorpredernos por ser insólitas, debemos concluir que también son posibilidades de este género humano. La entrevista aparecida en Perú.21 la realizó José Gabriel Chueca.

Un doctor que receta orina, una virgen llevada en procesión por travestis, el patriotismo de los peruanos en Estados Unidos y una serie de temas sorprendentes ofrece el periodista Luis Miranda en El pintor de Lavoes, reunión de crónicas breves e irónicas que muestran el otro lado de la vida. "Mi mamá tenía una concesión, vendía cervezas en un club, y yo estaba en el fondo de ese cuarto leyendo. Ahí me comenzó la fiebre de la lectura. Me compraba libros como otros se compran CD. Tenía 16, 17 años y escribía", cuenta.

¿Cuál fue su primer trabajo?
Recoger bolas en una cancha de tenis. Después me gustó el tenis y hasta ahora juego. Otro trabajo que tuve fue repartir volantes de Sears.

¿Y el periodismo?
Entré a estudiar a la Universidad Garcilaso de la Vega y llevé un taller con Hernán Velarde, director del suplemento dominical de Expreso, Estampa. Un día, pidió que todos escribieran un texto sobre la drogadicción, para ver quién podría colaborar con él. Nos escogió a dos y, al poco tiempo, ya estaba yo en planilla. Velarde amaba la crónica, se hacía llamar 'El Cronicante’. En su libro de crónicas, El pintor de Lavoes, retrata personajes muy inusuales, algunos marginales.Caminando se encuentran las cosas. Se trata de personajes que no están al alcance. Hay que ir a buscarlos, quizá, en zonas marginales. Escribo sobre personas extraordinarias que quizá, simplemente, no tuvieron oportunidades.

¿Qué le atrae de lo marginal?
Creo que yo también tengo algo de eso. Siempre me ha atraído. Por las lecturas que tengo y por la mirada que puedo tener, encajo más con esos personajes. Creo que me dan un nivel de adrenalina en la lectura que otros no tienen. Lu.Cu.Ma, Misterio o la procesión de travestis de la Virgen de la Floral me parece que ofrecen muchos más ángulos que un académico que ha ganado un premio.

¿Para escribir estos textos pasó mucho tiempo con las personas?
Pasé dos semanas para escribir de la Virgen de la Floral, que es la Virgen de la Puerta, en la versión de un grupo de travestis de La Victoria, concretamente de la Mami Rosa, que era un travesti anciano que tenía una cantina. Él comenzó a sacar una procesión, por emular a la Virgen de la Puerta de Otuzco, en la Floral con cuatro o cinco travestis que daban la vuelta a la cuadra y listo. Él fue acuchillado, pero la procesión siguió. Y ahora ha crecido bastante. Tanto que ya no son solo travestis. Pero la Virgen solo se detiene en las peluquerías.

¿No le dio miedo?
Yo, en esa época, vivía en Breña, en una zona que podía ser medio turbia para otras personas, y meterme... podía darme miedo, es cierto, sobre todo la Floral, que estaba llena de callejones y de viejos aspirando terokal… era bien sórdido. Con Lu.Cu.Ma, este pintor, también tuve miedo. Es paranoico y pensaba que el cuchillo que siempre lleva con él podía terminar clavado en mí en cualquier momento. Me contó cómo mató a su hermano, lo descuartizó y lo frió en aceite, cuando era chibolo, porque el hermano le paraba pegando.

¿Se ha encontrado con lectores?
El malo del catch es la historia de un catchascanista. Estuve con él todo un día, escuchándolo. Él estaba feliz, porque nadie le preguntaba. Era un mueble viejo más de la historia. Y al poco tiempo murió. Pero luego me encontré con su hijo. Le enseñé la nota y le gustó. Me la pidió para toda la familia.

¿Se involucra emocionalmente?
Cuando uno escribe una historia que no va a ser una nota de prensa y quiere darle un toque especial, no puede ir como un doctor y decir “saque la lengua” y, después, irse. Me decía que estuvo en Estados Unidos.

¿Por qué regresó?
Fui porque quería conocer. Y regresé por una nostalgia horrible. Además, Estados Unidos puede ser impactante en los primeros pasos, pero luego viene el olor a grasa de las calles detrás de las luces y la manera en que miran a los latinos y cómo sus barrios pueden estar peor que La Victoria. A raíz de eso escribí Con pe de Paterson, una nota muy irónica sobre el patriotismo de los peruanos allá. Algunos me han insultado. Pero la mayoría entendió el sentido. Pero la crónica más comentada ha sido la de Misterio (el líder la barra de la 'U’ que se suicidó).

¿Ser periodista es un buen trabajo?
Sí. A pesar de que en algunos medios no paguen bien, los periodistas tienen una condición privilegiada respecto a otros… que tampoco ganan bien. Me gustaría que me leyeran como si leyeran un cómic: que se entretengan y les quede un sabor de la calle, de lo peruano, como si oyeran música de Chacalón.