lunes, 27 de septiembre de 2010

El loco de mi infancia

Nunca me gustaron los fideos en salsa verde, no tengo ninguna razón que lo explique, sencillamente, desde niño, nunca me gustaron. Claro que a mi madre eso le importaba poco y los viernes de cada quince días, a la hora del almuerzo, había un plato de tallarines desesperanzadores, a veces disimulados con un jugoso bisté y en otras, así nomás, en la más cruda y verde realidad.

Después de una larga batalla que se iniciaba con palabras que apelaban incluso al hambre de los niños en el mundo, después de haber pasado a la segunda fase que contenía amenazas que incluían a mi padre (un señor con olor a licor, que apenas si veía por las noches), mi persistente madre pasaba a la tercera y más desesperada fase: amenazarme con el loco que solía pasar – para mala suerte mía – más o menos los viernes de cada quince días. Confieso que más de una vez llegué a comerme casi el plato completo de fideos, con los ojos cerrados, haciendo todo tipo de gestos y apretando los puños.

Nunca llegué a ver por completo al loco de mi infancia. Mis hermanos y yo, temerosos y curiosos, lo atisbábamos desde las rendijas de la ventana: era un bulto que avanzaba apoyándose en una gran muleta y que cascabeleaba inconfundiblemente porque se había llenado los harapos con todo tipo de metales que iban desde tenedores hasta pedazos de lata oxidada. Ahora ya no estoy seguro si fue mi fantasía, pero juraría que no lo acosaban ni lo perros y menos los palomillas de aquel tiempo. El loco pasaba por la calle de mi niñez totalmente solo y contundente.

Ahora bien, el tiempo que, claro es inexorable, se fue llevando mi niñez, mi familia, los tallarines verdes que ahora huelen tanto a mi madre y, por supuesto, al loco de los cascabeles.

Hace unos días, mientras caminaba con mi hija en busca de no sé qué artilugio para uno de esos cursos raros que llevan los arquitectos. De pronto, de repentino, al voltear hacia una calle casi abandonada, me encontré con una versión actual del loco de mi infancia. No voy a decir que quise correr a buscar una rendija para verlo mejor, ni que el olor de los tallarines de mis recuerdos se mezcló con las imágenes gastadas de aquel tiempo grato de mi infancia. Que va. Tan solo me quedé mirándolo un rato. Seguro que un buen largo rato, lo suficiente como para que mi hija tenga el tino alcanzarme la cámara fotográfica.

En una de las fotos, aquel hombre mira la cámara, mejor dicho, me mira, y sus ojos son tan reales y ciertos que nada tienen que ver con mis fantasías de infancia. Es simplemente la mirada de un hombre común que va caminando por la vida protegido a su manera, tal vez envuelto en su propia fantasía, tan válida como por ejemplo, la mía.

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1 comentario:

Martha Isarra dijo...

Richar, me fascinan tus crónicas. Excelente, amigo, tan ameno y entrañable como siempre