sábado, 17 de enero de 2009

CUENTO DE ISAAC GOLDEMBERG

Su obra ha sido traducida a varios idiomas y publicada en numerosas revistas y antologías de América Latina, Europa y los Estados Unidos. Ha recibido varios premios y distinciones. En el 2001 su novela La vida a plazos de don Jacobo Lerner fue seleccionada por un distinguido grupo de críticos y escritores internacionales, convocado por el National Yiddish Book Center de Estados Unidos, como una de las 100 obras más importantes de la literatura judía mundial de los últimos 150 años. Actualmente es Profesor Distinguido de Hostos Community College de The City University of New York, donde dirige el Instituto de Escritores Latinoamericanos y la revista internacional de cultura Hostos Review. Isaac Goldemberg nos envía un cuento en donde el lenguaje tierno y evocativo camufla hábilmente un relato de corte realista.




MISA DE SEMANA SANTA

Por ese entonces yo tenía seis años y la única comida que me gustaba era la de mi abuela Jesús, una verdadera artista de la cocina. Mano prodigiosa. De bruja. Mi mamá y yo vivíamos en su casa, junto con el abuelo, más mis doce tíos, todos hermanos y hermanas de mi mamá. Así que con tantas bocas que alimentar, más la casi patológica tacañería de mi abuelo, mi abuela tenía que hacer malabares para que no faltara comida en esa casa. Por eso tenía su corral donde criaba gallinas, cuyes, conejos. Yo la ayudaba en la cocina: le molía el ají y el culantro, le espulgaba el arroz, le avivaba el fogón, le traía agua de la tinaja y le hacía los mandados. Y más de una vez la vi degollar, con mano certera y una amplia sonrisa, a una gallina o a un conejo, como si Dios los hubiese puesto en su corral para nuestro sustento. De cualquier cosa hacía un manjar, pero su especialidad era el estofado de pollo. Una verdadera delicia. Embriagador. Lo preparaba sencillo, su arroz y su papa, pero con una sazón que todos en casa atribuían a sus artes de bruja. Todavía recuerdo, al cabo de casi cincuenta años, lo que fue, para mi, su último estofado.
Fue un día cualquiera de Semana Santa. A eso de las once de la mañana, mi abuela anunció que iba a preparar estofado para el almuerzo. Yo me apresté a ayudarla pero ella me ordenó que me fuera a la iglesia y que no regresara, por nada del mundo, hasta la hora de almuerzo. El par de horas que duró la misa yo tenía la boca hecha agua. Toda la iglesia olía a ají, a culantro. Empecé a sentir algo extraño, la cabeza me daba vueltas. Me pareció que al Cristo de la cruz le salían alas y escuché el chillido de un gallo. Me salí corriendo de la iglesia y me regresé a la casa. Todos ya estaban sentados a la mesa. Comían extasiados, como transportados a una especie de paraíso. Yo comí despacio, apachurrando el arroz con la papa, saboreando cada bocado, rezando en mis adentros para que no se vaciara mi plato.
En eso oí un chasquido. Era el abuelo, que, relamiéndose los labios, exclamó suspirando: “¡Carajo, qué bueno que había estado el cojo!”
La comida regresó desde mi estómago al plato. Clavé mis ojos en los de mi abuela y ella me devolvió una mirada de piedra, ordenándome que contuviera las lágrimas. El cojo era mi pollo. Mi mascota. Mi pata del alma. Casi mi hermano. Todos le decían el cojo porque rengueaba de la pata derecha, pero se llamaba Jesús. El nombre se lo puse yo, en honor a mi abuela. Y justo, por pura coincidencia, nos lo comimos en Semana Santa. Años más tarde, a mi abuela Jesús le amputaron la pierna derecha.


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