jueves, 10 de abril de 2008

ARTE EN EL PERÚ

LA COSAS DEL ARTE EN EL PERÚ

De pronto uno se encuentra que alguien a dicho o ha escrito precisamente lo que se venía cavilando desde hacía días. Eso me sucede ahora que leo un post de Gustavo Faverón, desde su Puente Aéreo. Y es que cuando se trata de reflexionar sobre cómo caminan las cosas en este país, el asunto va para rato y hay muchos lados desde se puede coger al toro. Pero bueno, tampoco es cosa de ponerse pesado, cuando las cifras dicen que en algo se está mejorando.¿Si? Ahora bien, si el tema se circunscribe al plano del arte, que es preocupación de algunos desubicados como el que les escribe, coincido plenamente que en esos asuntos hay vida de puro milagro.
Últimamente, cuando pienso en las artes en el Perú, la palabra que más rápidamente me viene a los labios es "precariedad". Casi no hay arte que no se ejerza en el Perú; casi no hay ninguna cuyo ejercicio no penda de un hilo.Por muchos años la ópera ha existido en el Perú porque existe Luis Alva. En el futuro acaso subsista porque hay un Juan Diego Flórez. Pero la ópera peruana, como casi todas las posibles manifestaciones de lo que antes se llamaba "música culta", es un arte subsidiario, un eco por lo general bastante pobre, como los ecos de las escasísimas, casi fantasmales orquestas clásicas que aún suenan en el Perú (o, mejor dicho, en la capital del Perú y un par de ciudades más).
Líneas adelante, Faverón agrega que la danza clásica en el país no es un mundo menos precario, y tampoco son muchas más personas con talento las que lo mantienen respirando. La danza contemporánea patea con más vitalidad, pero no es del todo errado decir que los ochentas y los noventas fueron mejores tiempos, y que los artistas más destacados incluso hoy son los que perseveran desde aquellos tiempos.
La música peruana es en general un páramo: la música criolla no estaría más muerta si le metieran un balazo en la nuca cada mañana; las músicas populares en general se han convertido en elementos raigalmente conservadores, se niegan a la experimentación, es decir, se declaran fuera del mundo del arte. El rock peruano en los últimos veinte años sólo ha podido generar grupos comerciales con cierto rigor de producción, pero sin ninguna vida; los grupos alternativos o marginales no han aprendido una sola nota nueva en toda una generación.
Las músicas híbridas, mestizas, los nuevos sonidos populares, han firmado su sentencia de muerte a muy poco de nacer, porque han descubierto cada vez más la moderada mina de oro de las ventas y las giras y la celerbridad local inmediata y eso los ha conducido a la misma espiral del humor televisivo nacional: la idea de que para ganar dinero hay que ser enteramente superficial y minuciosamente carente de interés. La chicha y la tecnocumbia han conseguido una cosa que ninguna otra música popular en el mundo, de la que tenga yo noticia, logró jamás: ser un género musical en el que no existe ni un solo instrumentista apreciado por su genio o su originalidad.
El cine de buena calidad en el Perú se reduce a Francisco J. Lombardi y a la promesa temprana pero expectante de apenas otras dos personas: Claudia Llosa y Josué Méndez, y estos dos últimos ni siquiera estaban en el panorama dos años atrás. La economía, asesina de tantos esfuerzos, deja a muchos cineastas en potenia encarcelados en el mundo de los cortometrajes que nadie nunca ve, y cualquiera que tenga aspiraciones en el mundo de la animación tiene en frente una carrera cuesta arriba, en una industria que, en el Perú, es virtualmente inexistente.
Pero se hace arte. Con lo que queda. Se intenta. Definitivamente esto no quiere justificar la mediocridad o la pobre satisfacción de aceptar resignadamente lo que se tiene. Es imprescindible entonces entender que hace falta mirar hacia adelante y buscar salir de este entrampamiento que tiene varios niveles. Es un asunto de sobrevivencia que la política cultural sea asumida no solo por el estamento gubernamental (y se espera tan poco de ellos por defecto), sino por todos los que tengan responsabilidad. No obstante, tiene razón Faverón, cuando se desconsuela al final y se pregunta para qué está diciendo todo esto. La misma pregunta de tantos, la misma pregunta desde hace tanto tiempo. La sensación de ser parte de alguno de los círculos de esta condena eterna.

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