Para mis queridos alumnos con quienes, hace unos días, tuvimos un interesante debate sobre la importancia de la ortografía, aquí les dejo una ponencia de Gabriel García Márquez en la cual pide simplificar la ortografía. No obstante, atención, les tiendo este puente para extender la buena discusión, pero también dejo constancia de que la belleza del contenido de un texto debe estar iluminado por la precisión de la forma.
Un tanto barroca la última la frase, pero señala mi posición con respecto al uso correcto de la ortografía. Disfruten de la lectura.
Ponencia de García Márquez
en el I Congreso Internacional
de la Lengua Española
A mis doce años de edad estuve a
punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó
con un grito: ¡Cuidado! El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin
detenerse, me dijo: ¿Ya vio lo que es el poder de la palabra? Ese día lo supe.
Ahora sabemos, además, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y
con tanto rigor, que tenían un dios especial para las palabras. Nunca como hoy
ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el
imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que
pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo
tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa
Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la
prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y
cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces
públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al
oído en las penumbras del amor.
No: el gran derrotado es el
silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es
fácil saber cómo se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de
madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un
lenguaje global. La lengua española tiene que prepararse para un ciclo grande
en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia
económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica
creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en
un ámbito propio de diecinueve millones de kilómetros cuadrados y cuatrocientos
millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras
hispánicas en los Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en
servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la
atención que el verbo pasar tenga cincuenta y cuatro significados, mientras en
la república del Ecuador tienen ciento cinco nombres para el órgano sexual
masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y
que tanta falta nos hace, aun no se ha inventado. A un joven periodista francés
lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida
doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un
cordero, dijo: ``Parece un faro''. Que una vivandera de la Guajira colombiana
rechazo un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que Don
Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejó escrito de su
puño y letra que el amarillo es el color de los enamorados. ¿Cuántas veces no
hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a
rincón, una cereza que sabe a beso?
Son pruebas al canto de la
inteligencia de una lengua que desde hace tiempos no cabe en su pellejo. Pero
nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al
contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo
veintiuno como Pedro por su casa.
En ese sentido, me atrevería a
sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que
la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes,
aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen
todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los
neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir,
negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los ques endémicos, el dequeísmo parasitario, y devolvamos al
subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos
en vez de cantemos, o el armonioso muéramos
en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano
desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites
entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al
fin y al cabo nadie ha de leer lagrima
donde diga lágrima ni confundirá revolver
con revólver. ¿Y qué de nuestra be de
burro y nuestra ve de vaca, que los
abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?
Son preguntas al azar, por
supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que les lleguen
al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él
como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me
hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis doce años.
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