Al parecer, sería el título de la siguiente novela del reconocido escritor Jorge Eduardo Benavides. Aquí un fragmento del nuevo título a modo de cortesía total y que, de entrada, hace recordar - con un inevitable estremecimiento - el olor enrarecido de las dictaduras.
«Sudaremos, sudaremos, sudaremos»: la frase le salta inopinadamente, de vez en cuando, en medio del frenético ritmo que no lo ha abandonado desde hace cuatro días, tiñéndole el rostro de rojo, obligándolo a detener lo que está haciendo en ese momento, avasallado de humillación. El General Carranza se lo ha preguntado en algún momento, ¿sucede algo, Juan? Y él hace un gesto con la mano, nada, Benito, nada, y continúa despachando con quien en ese momento se encuentre, pero ahí sigue la frase, como un maldito mal presagio, un nubarrón repentino en su futuro centelleante de obligaciones para con la patria: sudaremos, sudaremos, sudaremos, carajo, qué imbécil. Quizá a eso se debe el permanente mal humor que lo tiene empantanado en una ciénaga de imprecaciones, piensa levantándose con sigilo para no despertar a Amparo, que duerme tranquilamente a su lado. Ya deben ser cerca de las cinco, calcula y atisba por entre las cortinas: el parque solitario, mustio, emboscado por la neblina, los dos coches patrulleros estacionados en la puerta, el murmullo de la conversación de los policías militares, qué ganas de fumar, maldición.Sudaremos, sudaremos, qué imbécil, carajo. El reloj de la sala ha dejado caer otra gota de tiempo, lenta, pesada, que sugiere como un batir de aguas que inunda la casa y el General se revuelve incómodo, maldiciendo en voz baja, acezando como un buey por el cansancio, por el insomnio que no lo abandona pese a que el doctor Ezquenasi ha dicho que no es nada, un poco de relax, mi General, y él lo fulminó con la mirada, se quitó de mala manera la goma de medir la presión, cómo iba a tener relax, carajo doctor, masculló frente a los perplejos ojos azules del médico, cómo iba a conseguir tranquilidad si desde hace tres días apenas ha dormido unas horas, ha comido sin saber qué se llevaba a la boca, ha recibido en audiencia a cien, doscientas personas, ha tenido que despachar con Benito Carranza, con el General Antón del Valle, con el Almirante Saura, con el Comandante Carlin, con el Coronel Figueroa, ha tenido que lidiar desde el principio para que los marinos y los aviadores acepten los hechos, que participen y respalden al Gobierno de la Nación, al gobierno del pueblo, al gobierno mío, carajo: ha tenido que bregar con gente cuyo nombre apenas recuerda y que se acercó a Palacio desde que él tomara el poder, y en algún momento ha sido asaltado por un sentimiento de burla, ha sentido que no, que no era él quien había tomado Palacio, sino ese enjambre de gente que de pronto encuentra en salitas de espera, en salones solemnes, en el despacho contiguo al suyo, carajo, si apenas ha tenido tiempo de familiarizarse con ese palacio de arañas deslumbrantes y tapizones encarnados, de caminarlo de arriba a abajo sin desorientarse, incómodo porque se siente observado a cada momento y todo ha sido tan rápido que apenas han conseguido un par de secretarias que andan tan perdidas como él. De pronto, en algún momento del día el General Nolasco se ha sentido extraviado, embarullado y acechado: sácame de una vez a toda esta gente de aquí, Benito, le dijo ayer mismo al General Carranza mientras avanzaban apresuradamente hacia su despacho y dos civiles se acercaron a saludarlo, casi se le tiran encima, mi General, el placer de estrecharle la mano, le dijo uno de ellos adelantándose, bajito, calvo, de un bigote cuidado con relamido esmero. El Primer Ministro, al darse cuenta del gesto de sorpresa del General Nolasco, interpuso su mano de labrador entre él y el senador De la Puente y el senador Ramiro Ganoza, mi General, dijo haciendo un discreto movimiento como para contener o presentar a los otros: los señores han pedido audiencia con usted y están aquí desde las once, escuchó la voz de la secretaria Gladys, a sus espaldas y Nolasco gruñó algo, estrechó las manos, un momento, por favor, caballeros, dijo con la voz exasperada, alzó una mano inapelable y entró a su despacho seguido del General Carranza, como un paquidermo adormecido, con una tranquilidad y una pachorra que es sólo apariencia, simulación, estrategia: Juan, tranquilízate, vamos a organizar todo esto, pero tienes que comprender, tú mismo...sí, dijo Nolasco encendiendo un chalán, ya lo sabía, Benito, caracoles, que no amolara más, cholo, y se sentó frente a una ruma de documentos, sudaremos, sudaremos, qué imbecilidad, en todos los periódicos, malditos gacetilleros: sí, de acuerdo, ya sabía que él mismo había decidido aceptar casi todas las peticiones de audiencia que habían hecho repiquetear exasperadamente los teléfonos de Palacio, mientras unos operarios instalaban otros aparatos más porque los que tenían eran insuficientes, había exigido el General Carranza desde el primer momento en que llegó a la Casa de Pizarro, y Nolasco le dio una palmada en el hombro, que le pongan además línea directa con el General Carranza, su mano derecha, carajo, él único en el que podía confiar plenamente, cholo, le dijo casi al oído cuando se encontraron en las instalaciones del Centro de Instrucción Militar de Chorrillos a la una de la mañana del tres de octubre, y junto con el Coronel Blacker y el Coronel Martínez del Campo esperaron tensamente que sonara el teléfono. En la División Blindada del Rímac, a sólo dos kilómetros de Palacio de Gobierno, el General Arrisueño por fin marcó el número convenido: «General Nolasco, nos ponemos en marcha.» En aquel momento se abrazaron, todavía habitantes de esa redoma tibia de intimidad que pronto se desbarataría, casi desde que a cinco minutos para las seis de la tarde del mismo tres de octubre descendiera del helicóptero que lo dejó en el Parque de Palacio, junto a su equipo de gobierno. Ya serían las cinco y media de la mañana, aventuró.
1 comentario:
puajj, q cagada ese imitador de Vargas.
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