lunes, 11 de septiembre de 2006

La visitante


LA VISITANTE
Un cuento para empezar
Richar Primo


El timbre había interrumpido mi sueño a las tres y cinco de la madrugada. Tengo un reloj colgado en la pared izquierda, que es el lado por donde generalmente duermo. Por eso, apenas abrí los ojos y, a pesar del aturdimiento, me encontré con el círculo fosforescente de siempre que movía su segundero silenciosamente enmarcado en la pared. No sé, son esas cosas que uno tiene cuando despierta, o lo despiertan: tratar de comprobar que ha sido una equivocación y que aún no es la hora de levantarse.
Entonces el timbre de la puerta volvió vibrar con una frecuencia aguda que nunca me había gustado. Uno piensa de todo y a la vez no sabe exactamente qué pensar cuando lo despiertan de abrupto con una llamada a la puerta en la madrugada. Me vino la imagen de César, el otro inquilino que a veces solía llegar a la mil quinientas horas totalmente ebrio: lo maldije por anticipado. Luego recordé que él había viajado por trabajo hacía dos días y que no volvería sino hasta dos días después. Entonces ¿Quién? Esperé el siguiente timbrazo, pero éste demoraba, y pensé en la dueña de la casa o en su hijo que a lo mejor llamaba por alguna razón; cualquier razón en ellos tendría que ser mala para mí. Madre e hijo solterón sólo se acercaban para importunar ya sea a mí o a cualquiera de los inquilinos. Recordé que entre mis prioridades de ese año estaba el buscar otro cuarto en un lugar muy distante de esos dos enajenados.
Mis ojos se fueron acostumbrando a la oscuridad. No había encendido la lámpara, a pesar de que estaba al alcance de mi mano. Esa es otra de las actitudes que uno se explica, cuando – mucho después - se empieza a recomponer los hechos con un criterio lógico que, definitivamente, no está presente en el despertar abrupto de un dormilón como yo, o como lo fui, hasta ese tiempo. Había una ventana grande que daba a la calle, desde donde se veía las luces amarillentas y distantes de un edificio encendidas hasta muy tarde. Luego, esas luces se iban apagando de una en una. Había encontrado una secuencia de apagado que pocas veces se alteraba, incluso tenía un tiempo exacto de intervalo entre una luz y otra cuando se apagaba. En verdad que algunas de mis noches eran muy largas y tediosas.
Estaba por aceptar que el timbrazo había sido una equivocación reiterada y que debía volver a acostarme en lugar de acercarme a la ventana para indagar quién molestaba; pero, tan repentino como la primera vez, el sonido repicado y antipático del timbre volvió a vibrar. Sentí un estremecimiento que me abrumó porque, entre todas las posibilidades, podía estar una mala noticia, es decir, el accidente de un pariente o algo peor. Sólo que mis parientes no vivían cerca. La verdad, ellos no vivían en la ciudad y, más aun, pocos, muy pocos sabían de mi paradero, por no decir que para algunos ni siquiera estaba clara mi existencia. Sin embargo, lo reconozco, sentí que una opresión parecida a la incertidumbre o quizás al miedo, me invadía. Salí de la cama y me dirigí lentamente hacia la ventana.
¿Qué vi? O mejor dicho ¿A quién vi? Fue tan insólito y estremecedor. No hay que olvidar la hora peculiar y las circunstancias de un viejo edificio de cuatro piso y que era invierno, el invierno de lluvia menuda, pero constante que atormenta a Lima durante toda la estación.
Cuando saqué la cabeza por la ventana y bajé la mirada hacia la entrada desde donde se podía tocar el timbre, me encontré con los ojos luminiscentes y fríos de una pequeña mujer que cargaba a un bebé, al menos lo cargaba como se carga a un bebé, aunque yo sólo alcanzaba a ver unos trapos que envolvían un pequeño bulto. dijo con una voz quejumbrosa. Sentí un gran estremecimiento. volvió a clamar. Traté de verla mejor, pero no lograba definirle el rostro, sólo distinguía sus ojos, penetrantes y duros. Su voz era aguda y en ella se percibía los quiebres de quien quiere llorar; sin embargo – eso lo entendí tiempo después -, había algo de fastidio y hasta de enojo entre las notas de esa voz. El viento de la noche agitó las cortinas de mi ventana y por un momento perdí la imagen de la mujer. Lamenté que todo esto me estuviera sucediendo, a mí, a esa hora de la noche.
Volvió a suplicar la voz, pero, repito, no alcanzaba ver si ella movía la boca. Sin embargo, vivir en una ciudad en donde - como se dice en el refranero de la sobrevivencia - todos los días nace un tonto, lo hace a uno constantemente desconfiado. Quise comprobar si lo que cargaba era un bebé, pero tampoco lograba definirlo por completo. Miré a los alrededores como para encontrar a alguien que estuviera viendo la misma escena patética; pero las dos calles que cruzaban cerca del edificio estaban desiertas y las luces amarillentas de los faroles languidecían en hileras que se entrecruzaban hasta perderse en la distancia. Las veredas parecían brillantes por la lluvia que no había dejado de caer. dijo la mujer, pero – lo puedo asegurar – no lograba ver sus manos. Sólo distinguía una silueta que más parecía una sombra y sus ojos, unos ojos enormes y totalmente inexpresivos. . Menuda cosa la que me sugería a esa hora; no obstante, yo seguía callado y receloso. Volvió a suplicar. Quería reclamarle que por qué me importunaba a mí, si había otros timbres y otras casas más accesibles. Por último tenía ganas de preguntarle cuánto era lo que necesitaba para saber si me alcanzaba y tirárselo desde la ventana, o, en todo caso, mandarla al cuerno de una vez, ya sea con su pena o con su engaño.
. Dijo la mujer como si hubiera adivinado mis pensamientos. exclamó. No obstante, como dije, yo había vivido en ciudades desde los diez años y había aprendido, a fuerza de engaños, a desconfiar hasta de lo más verosímil. Pero más que por la posibilidad del engaño, estaba enojado por otras cosas: por la hora, por la situación misma, porque alguna parte de mi corazón se entristecía con la historia de esa mujer y porque, la otra parte de mi razonamiento, me decía que mucho de aquella escena no parecía sincera. Tal vez estaba molesto por la incapacidad de creer que se va asumiendo conforme avanza la vida. Regresé a mi cama y busqué en mi gaveta una moneda o algo de dinero que no me hiciera mucha falta para salirme de una vez de esa situación. Encontré una moneda de cinco soles. Debo agregar que en mi billetera tenía algunos billetes que aun me sobraban de mi ajustada quincena.
Regresé a la ventana. La mujer no se había movido. En otras circunstancias hubiera pensado que era sólo una sombra y que lo demás lo había puesto mi alucinación y mi sueño. Tiré la moneda lo más cerca de ella, pero no escuché el tintineo. La lluvia había aumentado. Dijo la mujer y yo, irritado o, tal vez, avergonzado, contesté antes de cerrar la ventana: .
Aquella noche ya no pude descansar igual. Tenía la imagen de una mujer vagabundeando por las desiertas calles de Lima con un bebé que se moría entre sus brazos. Imaginaba la lluvia salpicando su silueta difuminada por las débiles luces de la noche; pero, sobre todo, imaginaba sus ojos fríos. Por supuesto que no hubiera bajado a ver la receta porque ese cuento ya se lo habían hecho a varios samaritanos que terminaron con la habitación vacía; sin embargo, poco me hubiera costado darle el dinero que faltaba. Me dormí pensando en que la conciencia – así se le llama generalmente – debe ser el último espacio que queda en nuestra vida para la autocrítica y que deberían eliminarla por completo o dejarla reinar, pero por completo.

Días después, le conté la anécdota a todos los que me quisieron escuchar y casi todos estuvieron de acuerdo en que, lo que hice, había sido lo más inteligente; es más, que probablemente era una estafadora, pero, aunque no lo hubiera sido, con lo que había hecho era suficiente. Otro amigo, me consoló diciéndome que si había pedido diez soles, era porque necesita sólo eso y no que yo bajara, cual salvador, para llevarla hasta al hospital más cercano. Seguramente había encontrado a otro que le había completado la cuota. El más duro de todos me aniquiló con aquello de que no tenía tiempo para tranquilizar conciencias baratas.

Cuando, finalmente, estaba por declarar cerrada la historia, una tarde, una anciana a quien yo conocía como la lavandera de algunos inquilinos y que también había escuchado mi historia cuando se la narraba al bohemio de César, se cruzó conmigo en la puerta del edificio. Supongo que intencionalmente.
- Sabe qué joven – me dijo, como quien recuerda algo muy lejano – yo conocí a la finadita. Vivía en el callejoncito del frente y en verdad se le murieron los dos hijitos. El último se le murió porque lo sacó en la madrugada para el hospital y lo remató con una pulmonía.
Miré a la anciana alelado y traté de buscar en su arrugado rostro la muestra de una sonrisa que me dijera que estaba bromeando.
- Pobre mujer – suspiró la mujer - pero de eso hace ya tanto años, joven – dijo con melancolía -: ¡Quién podía saber que todavía no descansa, la pobre mujer! ¡Dios la ampare!
Me dirigí a mi habitación, miré a la anciana que ya se iba y cerré la puerta totalmente confundido.

8 comentarios:

Anónimo dijo...

Hola a todos, me parece excelente que haya este tipo de páginas para los amantes de la buena literatura. De verdad los cuentos están muy buenos!! Una felicitación a autor.

Anónimo dijo...

Hola Richar, espero sigas colgando cuentos para leerte. Qué pena que no nos hayamos podido encontrar en Lima, un abrazo y felicitaciones por la página. Rocio

Anónimo dijo...

no es una trama nueva, pero si esta muy bien planteada...jaja.

Anónimo dijo...

holaaa me gusto todooo

Anónimo dijo...

seria bueno saber tus opiniones literarias. o sea, bacan las historias, pero para qué. no se algo mas

Anónimo dijo...

muy buena..Trilce 402

nsqhsta dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
nsqhsta dijo...

Aqui otra amante de la buena literatura, alumna y una ferviente admiradora suya; como todos solamente una humilde servidora que aunque joven, trata de aventurarse a plasmar los sentimientos que mueven su vida.
Pues bien, solo escribo para mandarle saludos y desearle los mejores exitos...

Aula 103 verano 2008 TRILCE