Conocida es mi larga amistad con Jorge Eduardo Benavides, el reciente ganador del XII Premio de Novela Corta organizado por el BCR. Los muchos amigos comunes pueden dar testimonio de esa alta estimación que compartimos desde tiempos prehistóricos. En ese sentido, me hubiera gustado escribir a mí un post acerca del patrimonio invalorable que significa la amistad, esa que se consolida a través de los años y que, en buena cuenta, se constituye en esa memoria colectiva de los buenos y de los malos tiempos que a cada quien le ha tocado vivir. Los amigos son testigos y a veces cómplices, tanto de nuestras derrotas como de nuestros triunfos.
No obstante, Jorge Eduardo Benavides tiene la capacidad suficiente como para disfrutar de un invalorable grupo enorme de excelentes amigos. Y muchos de esos amigos fueron quienes llenaron los ambientes del restaurante La Ñ, el día jueves, en la presentación de la novela ganadora. Una noche agradable que se inició con las palabras de los escritores Raúl Tola y Alfredo Bryce Echenique.
Como dije al principio de esta introducción (que me está saliendo ya muy larga), me hubiera gustado escribir una nota sobre la importancia de la amistad así como el valor de la novela ganadora, pero el excelente texto escrito por Raúl Tola para esa noche literaria me parece lo suficientemente claro y lúcido como para agregarle algo más. Felicitaciones una vez más a Jorge Eduardo por su nueva novela, con la amistad de siempre, y el agradecimiento a Raúl por ceder el texto para este post.
PRESENTACIÓN DE LA PAZ DE LOS VENCIDOS
Por Raúl Tola
Desde que Jorge me invitó a comentar La paz de los vencidos, estuve pensando mucho en las coincidencias. ¿Cuántos sucesos debieron ocurrir y eslabonarse para que todos estemos reunidos hoy, celebrando a uno de los mejores escritores peruanos vivos, en la presentación de su última novela? ¿Cuántos detalles impensados debieron concurrir en estricto orden, hasta dar como resultado esta noche de encuentro y amistad?
Yo, por ejemplo, no me habría hecho amigo de Jorge, y no estaría aquí, si no hubiese sido por una monumental coincidencia. Recuerdo que había entrevistado a Jorge en Canal N a raíz de las Los años inútiles, su primera novela, que había disfrutado y admirado muchísimo, pero no volví a saber de él hasta mucho tiempo después, quizás cuatro años. Estaba de vacaciones en España y caminaba una tarde por el centro de Madrid, por la Puerta del Sol, en hora punta, totalmente distraído entre decenas de miles de personas apuradas, que salían del trabajo y buscaban dónde almorzar. Por curioso que suene, en la billetera llevaba la dirección y el teléfono de Jorge: Fernando Ampuero me los había dado, y casi me había ordenado que lo llamara. (No puedo dejar de decir que. Luego de pasar por Madrid, todo peruano sabe que el verdadero embajador del Perú en Madrid es Jorge Eduardo Benavides).
Caminaba por la Calle Mayor cuando de pronto, en medio del gentío, en medio de las, digamos, treinta mil personas que pasaban por la Puerta del Sol a al hora del almuerzo, vi a un hombre peculiar, casi una aparición: canoso, con sobretodo azul, bufanda, mochila y lentes ahumados a lo Marcelo Mastroiani, y abstraído del mundo por un MP3 a todo volumen. Era, claro, Jorge Eduardo Benavides. La sorpresa por esa coincidencia me hizo perder cualquier recato, y lo llamé con un grito, que debió asustar a varios peatones. Terminamos ese día en un bar cercano, atiborrándonos de cerveza y cava, y conversando como viejos camaradas, y, quién lo diría, hoy, junto con Alfredo Bryce Echenique, sentados en esta mesa.
Las coincidencias, los improbables encuentros de circunstancias que no parecen tener nada en común, por supuesto, no se limitan a la realidad, y son, más bien la materia prima de la ficción. Todo el drama del “El conde de Montecristo” no habría ocurrido si Villefort, el procurador encargado de procesar e Edmundo Dantés por sedición, no hubiese sido hijo de un revolucionario bonapartista, ni si, en sus afanes de huir del cautiverio en la isla de IF, el abate Faría no hubiese equivocado el camino, para terminar en el calabozo de Dantés. De la misma manera, la enmarañada arquitectura de “Los Miserables” no funcionaría si no fuera sobre la base de las decenas de encuentros impensables, casi absurdos, que ocurren en Jean Valjean, Cosette, Jarvet, Marius y los demás personajes de Víctor Hugo. En la actualidad hay una infinidad de ejemplos, algunos impensables, algunos tan flagrantes como el de Paul Auster, un perseverante pescador de casualidades, que dedicó ese fabuloso librito, “El cuaderno amarillo” a contar sus hallazgos más increíbles, o la película “Magnolia” de Paul Thomas Anderson, donde las coincidencias más extremas explican un insólita lluvia de sapos, que hace converger las historias de todos los protagonistas, y las resuelve.
No es exagerado decir que toda ficción tiene una coincidencia como elemento constitutivo. La única condición para que sean creíbles es que pasen inadvertidas para el lector, o sean necesarias e incontrovertibles. “La paz de los vencidos”, por supuesto, no escapa de esa lógica. El doble triángulo amoroso con que concluye la historia, por ejemplo.
Las primeras reflexiones que me generó “La paz de los vencidos” fueron formales, tuvieron que ver con el empleo del diario como recurso narrativo. “Escribir en este cuadernito a veces me calma, me distrae de mí mismo, de esa apatía vital que me tiende celadas de vez en cuando y me aletarga. Otras veces escribir aquí es indagar amablemente por mí, por cómo me va en la vida, y qué espero del futuro”, dice el narrador – protagonista. “El escritor que se dedica a escribir un diario es cualquier cosa menos un escritor”, agrega.
No deja de ser llamativo ese aparente desprecio mostrado por el protagonista hacia su diario, la única pieza que escribe en el tiempo que contiene “La paz de los vencidos”. De seguro es más que una coincidencia que esta novela haya ganado el XII Premio de Novela Corta Julio Ramón Ribeyro, quien como escritor, de sus avatares mínimos, sería su mayor contribución a la literatura.
Para mí, en “La paz de los vencidos”, Jorge, un escritor claramente marcado por el ejemplo de técnica y perseverancia de Mario Vargas Llosa, especialmente en su trilogía política, rinde un sentido homenaje a Julio Ramón Ribeyro. Largos momentos de reflexiones, profundas, domésticas, antojadizas, disparatadas, nos recuerdan los “Dichos de Luder”: “Al principio”, escribe el narrador – protagonista, “cuando empecé este cuaderno, me daba pudor hasta nombrarlo diario: más bien cuaderno de bitácora, manual de instrucciones para enfrentarme a la soledad y saber cómo lo hago y sobre todo por que lo hago. Uno va escribiendo con cierta soltura, con la alegría inocente de quien no sabe con precisión qué es lo que está haciendo, como tantas cosas en la vida, hasta que se establece la rutina y con ella la servidumbre que permite su existencia”.
Este patrón se mantiene en otros momentos de la novela. La descripción de las vidas mínimas, de los desencuentros y altercados entre los inquilinos del edificio donde vive el narrador parece salida de las “Tristes querellas en la vieja quinta”. La constante depresión del protagonista, un peruano encallado en Tenerife, que dice: “Parece que la vida de los otros es lo más importante que me ocurre a mí”, y sus lecturas, como “El aburrimiento”, de Moravia, recuerdan “La molicie”, de Ribeyro.
Pero así como he hablado de Vargas Llosa y Ribeyro en la obra de Jorge, quiero aprovechar la presencia de Alfredo Bryce, el tercer mosquetero de la literatura Peruana que tanto Jorge como yo, y como muchos aspirantes a escritores, leímos con pasión en nuestros años universitario, para mencionar un tema vital de “La paz de los vencidos”. Bryce lo ha tratado como pocos, y es parte integral de la vida del propio Jorge: se trata de la amistad.
La amistad asumida no como un disfuerzo, sino como una entrega íntima y silenciosa, que puede sin duda ser traicionada y causar dolor, pero que vale el riesgo, al ser siempre una puerta abierta para el aprendizaje y el cariño. Amistad como la que crece tímida pero irreversible entre el profesor y el protagonista, o casi en silencio entre éste y Capote. Porque finalmente es la amistad la única fuerza motriz y revolucionara en la vida del protagonista, más bien opaca y siniestra.
No quiero extenderme más en este comentario. Solo un detalle más. Dije al principio que considero a Jorge Eduardo Benavides uno de los mejores escritores peruanos vivos. Y quiero aclarar este punto, y no dejar lugar a malentendidos, pues no lo digo porque Jorge sea mi amigo. Lo pienso desde hace mucho tiempo, y lo digo con verdadera convicción. Porque creo que, además del ritmo innato, de la vastísima variedad de recursos técnicos, de la vocación marcada a fuego, al escribir Jorge tiene, como dice en “La paz de los vencidos”: “Eso que tanta falta le estaba haciendo a la poesía y a la literatura canaria (y yo digo a la literatura en general): un par de cojones.
Yo, por ejemplo, no me habría hecho amigo de Jorge, y no estaría aquí, si no hubiese sido por una monumental coincidencia. Recuerdo que había entrevistado a Jorge en Canal N a raíz de las Los años inútiles, su primera novela, que había disfrutado y admirado muchísimo, pero no volví a saber de él hasta mucho tiempo después, quizás cuatro años. Estaba de vacaciones en España y caminaba una tarde por el centro de Madrid, por la Puerta del Sol, en hora punta, totalmente distraído entre decenas de miles de personas apuradas, que salían del trabajo y buscaban dónde almorzar. Por curioso que suene, en la billetera llevaba la dirección y el teléfono de Jorge: Fernando Ampuero me los había dado, y casi me había ordenado que lo llamara. (No puedo dejar de decir que. Luego de pasar por Madrid, todo peruano sabe que el verdadero embajador del Perú en Madrid es Jorge Eduardo Benavides).
Caminaba por la Calle Mayor cuando de pronto, en medio del gentío, en medio de las, digamos, treinta mil personas que pasaban por la Puerta del Sol a al hora del almuerzo, vi a un hombre peculiar, casi una aparición: canoso, con sobretodo azul, bufanda, mochila y lentes ahumados a lo Marcelo Mastroiani, y abstraído del mundo por un MP3 a todo volumen. Era, claro, Jorge Eduardo Benavides. La sorpresa por esa coincidencia me hizo perder cualquier recato, y lo llamé con un grito, que debió asustar a varios peatones. Terminamos ese día en un bar cercano, atiborrándonos de cerveza y cava, y conversando como viejos camaradas, y, quién lo diría, hoy, junto con Alfredo Bryce Echenique, sentados en esta mesa.
Las coincidencias, los improbables encuentros de circunstancias que no parecen tener nada en común, por supuesto, no se limitan a la realidad, y son, más bien la materia prima de la ficción. Todo el drama del “El conde de Montecristo” no habría ocurrido si Villefort, el procurador encargado de procesar e Edmundo Dantés por sedición, no hubiese sido hijo de un revolucionario bonapartista, ni si, en sus afanes de huir del cautiverio en la isla de IF, el abate Faría no hubiese equivocado el camino, para terminar en el calabozo de Dantés. De la misma manera, la enmarañada arquitectura de “Los Miserables” no funcionaría si no fuera sobre la base de las decenas de encuentros impensables, casi absurdos, que ocurren en Jean Valjean, Cosette, Jarvet, Marius y los demás personajes de Víctor Hugo. En la actualidad hay una infinidad de ejemplos, algunos impensables, algunos tan flagrantes como el de Paul Auster, un perseverante pescador de casualidades, que dedicó ese fabuloso librito, “El cuaderno amarillo” a contar sus hallazgos más increíbles, o la película “Magnolia” de Paul Thomas Anderson, donde las coincidencias más extremas explican un insólita lluvia de sapos, que hace converger las historias de todos los protagonistas, y las resuelve.
No es exagerado decir que toda ficción tiene una coincidencia como elemento constitutivo. La única condición para que sean creíbles es que pasen inadvertidas para el lector, o sean necesarias e incontrovertibles. “La paz de los vencidos”, por supuesto, no escapa de esa lógica. El doble triángulo amoroso con que concluye la historia, por ejemplo.
Las primeras reflexiones que me generó “La paz de los vencidos” fueron formales, tuvieron que ver con el empleo del diario como recurso narrativo. “Escribir en este cuadernito a veces me calma, me distrae de mí mismo, de esa apatía vital que me tiende celadas de vez en cuando y me aletarga. Otras veces escribir aquí es indagar amablemente por mí, por cómo me va en la vida, y qué espero del futuro”, dice el narrador – protagonista. “El escritor que se dedica a escribir un diario es cualquier cosa menos un escritor”, agrega.
No deja de ser llamativo ese aparente desprecio mostrado por el protagonista hacia su diario, la única pieza que escribe en el tiempo que contiene “La paz de los vencidos”. De seguro es más que una coincidencia que esta novela haya ganado el XII Premio de Novela Corta Julio Ramón Ribeyro, quien como escritor, de sus avatares mínimos, sería su mayor contribución a la literatura.
Para mí, en “La paz de los vencidos”, Jorge, un escritor claramente marcado por el ejemplo de técnica y perseverancia de Mario Vargas Llosa, especialmente en su trilogía política, rinde un sentido homenaje a Julio Ramón Ribeyro. Largos momentos de reflexiones, profundas, domésticas, antojadizas, disparatadas, nos recuerdan los “Dichos de Luder”: “Al principio”, escribe el narrador – protagonista, “cuando empecé este cuaderno, me daba pudor hasta nombrarlo diario: más bien cuaderno de bitácora, manual de instrucciones para enfrentarme a la soledad y saber cómo lo hago y sobre todo por que lo hago. Uno va escribiendo con cierta soltura, con la alegría inocente de quien no sabe con precisión qué es lo que está haciendo, como tantas cosas en la vida, hasta que se establece la rutina y con ella la servidumbre que permite su existencia”.
Este patrón se mantiene en otros momentos de la novela. La descripción de las vidas mínimas, de los desencuentros y altercados entre los inquilinos del edificio donde vive el narrador parece salida de las “Tristes querellas en la vieja quinta”. La constante depresión del protagonista, un peruano encallado en Tenerife, que dice: “Parece que la vida de los otros es lo más importante que me ocurre a mí”, y sus lecturas, como “El aburrimiento”, de Moravia, recuerdan “La molicie”, de Ribeyro.
Pero así como he hablado de Vargas Llosa y Ribeyro en la obra de Jorge, quiero aprovechar la presencia de Alfredo Bryce, el tercer mosquetero de la literatura Peruana que tanto Jorge como yo, y como muchos aspirantes a escritores, leímos con pasión en nuestros años universitario, para mencionar un tema vital de “La paz de los vencidos”. Bryce lo ha tratado como pocos, y es parte integral de la vida del propio Jorge: se trata de la amistad.
La amistad asumida no como un disfuerzo, sino como una entrega íntima y silenciosa, que puede sin duda ser traicionada y causar dolor, pero que vale el riesgo, al ser siempre una puerta abierta para el aprendizaje y el cariño. Amistad como la que crece tímida pero irreversible entre el profesor y el protagonista, o casi en silencio entre éste y Capote. Porque finalmente es la amistad la única fuerza motriz y revolucionara en la vida del protagonista, más bien opaca y siniestra.
No quiero extenderme más en este comentario. Solo un detalle más. Dije al principio que considero a Jorge Eduardo Benavides uno de los mejores escritores peruanos vivos. Y quiero aclarar este punto, y no dejar lugar a malentendidos, pues no lo digo porque Jorge sea mi amigo. Lo pienso desde hace mucho tiempo, y lo digo con verdadera convicción. Porque creo que, además del ritmo innato, de la vastísima variedad de recursos técnicos, de la vocación marcada a fuego, al escribir Jorge tiene, como dice en “La paz de los vencidos”: “Eso que tanta falta le estaba haciendo a la poesía y a la literatura canaria (y yo digo a la literatura en general): un par de cojones.
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