Augusto Effio Ordóñez (Huancayo, 1977) es autor de Lecciones de origami (Matalamanga, 2006). Obtuvo el Copé de Plata en la Bienal de Cuento organizado por Petroperú (2004). Ha colaborado con las revistas Vórtice, Caretas, Etiqueta Negra y Hermanocerdo. Sus cuentos han aparecido en las antologías Encuentro de Escritores Peruanos (UCSUR, 2005), Nuevos Fuegos, Otros Lances (Editorial Recreo) y Disidentes.
En estos treinta años de servicio, el menor de mis suplicios ha sido redactar memorandos y estatutos con la servil sintaxis de mis superiores. Aún así, jamás se me ocurrió hacerles notar la maraña de pelos que hallé en la sopa de formulismos y lugares comunes con los que, tan solo, alimentaron la ignorancia de otros escritorios.
No reniego de las horas de trabajo que dediqué a afilar precisos consejos en la sombra de los escalafones medios, aún cuando más tarde los viera salivados como atolondradas instrucciones en la boca del jefe de turno. Nunca respondí con una queja o protesta a la insignificancia de los encargos encomendados. Por el contrario, navegué con la frente en alto por las brumas de la administración pública sabiéndome el único tripulante con un remo entre las manos. En ocasiones, he contribuido, lleno de rigor y minuciosidad, a remendar los asuntos de Estado para ocultar sus costuras menos amables: convertí balbuceos de subsecretario en argumentos de estadista, tomé vaguedades de portapliegos para improvisar argumentos de tribuno, arropé la indigencia de informes repletos de cicatrices normativas con los bríos del cinismo jurídico. Acepto mis culpas con dignidad, y no pienso en la jubilación como el purgatorio donde pasearé un arrepentimiento que mi espíritu ya desechó como quien cercena una carnosidad inmunda. Roma gana las guerras, pero nosotros hacemos los refranes. Después de padecer la estrechez y demás penurias del servicio gubernamental, eso es todo lo que me queda: un consuelo de cartaginés. A diferencia de las personas que hoy apuran el trajín de firmas y registros de mi renuncia, me gusta visitar la desnuda quietud de los libros en busca de alguna frase tempestuosa que me mantenga a salvo del “sentido común” que imponen los horarios de oficina. A dos días de abandonar mis labores en la trastienda del poder, di con esta turbulencia: Roma gana las guerras, pero nosotros hacemos los refranes.
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