domingo, 16 de octubre de 2016

Obra del pintor Ramiro Llona (Grandes Formatos) en el MAC. Lima (comentario)



Una apreciada amiga me invitó a la presentación de la obra del pintor Ramiro Llona. Grandes Formatos 1986 – 2016 que se inauguraba esa noche en el MAC. Lima. Lamentablemente mis asuntos laborales no me lo permitieron. Perdí la oportunidad de escuchar - de palabras del mismo artista – algunos comentarios que siempre caen muy bien cuando de arte contemporáneo se trata, más cuando la tendencia del pintor es expresionismo abstracto y, más todavía, cuando concurrentes rezagados, como este Escribidor, aprecian la plástica, ciertamente con una sincera admiración, pero con muy poco conocimiento teórico.  
Y es que observar un cuadro con calma logra – en un momento dado – capturar  al concurrente, lo incluye en esa magia de colores y formas hasta activar emociones que no siempre se pueden explicar cabalmente. Sin embargo, claro está, es esa misma fascinación la que lleva al espectador  a indagar más, a saber el porqué ese cuadro o el otro, o todos en su conjunto, te han prácticamente embrujado.
La muestra de Ramiro Llona reúne una selección de veintidós obras. Esta muestra se considera  el punto de quiebre entre una etapa de veinticinco años de producción y el inicio de un nuevo periodo caracterizado por la exploración de formatos que han ido creciendo hacia tamaños colosales,  lo que – por lo que leo –  demanda mayores retos en su trabajo creativo.
Inmerso  en una región que según la clasificación general de arte latinoamericano ha sido determinada en parte por el pasado precolombino, el imaginario milenario y el culto al paisaje real, Llona ha erigido, a contrapelo, un universo formal sobre la base de una única escenografía, la mental en la que los modales de construcción visual provienen casi exclusivamente de las confrontaciones sensibles que se presentan entre un hombre culturalmente desterritoralizado – desarraigado dirían algunos – y la Gran Historia del Arte. Esto según opinión del escritor Jeremías Gamboa.



Fue una buena mañana la que pasé en el MAC. Antes de entrar me encontré con un apreciado amigo, Fernando Ampuero quien salía del Museo a trote lento, como cavilando en los cuadros que acababa de ver. Me pareció entrever que sus retinas aún rebullían aún los colores y formas que acaba de ver.
La mañana estaba luminosa y,  aunque Lima siempre será (un poco más o un poco menos) siempre gris, yo diría que había tonalidades y matices alegres. Sin embargo, una vez dentro de la galería, rodeado de los cuadros de Ramiro Llona, los colores alcanzaron otra dimensión y tomaron el control en complicidad con las formas.
Yo soy un escritor con una fuerte tendencia hacia la formalidad del lenguaje, a su precisión léxica, a la búsqueda de la definición más clara del concepto. En medio de los cuadros de Ramiro Llona, mis intentos de verbalización perdieron el camino. Por eso transcribo estas declaraciones del autor y que me rescataron de mi extravío:
En mi caso la búsqueda de un lenguaje propio como un intento expresionista. Es con el tiempo que los elementos abstractos, que yo creo en los que sostiene toda propuesta estética, comienzan  a ganar autonomía y se va instalando en mi sensibilidad un rechazo a lo descriptivo en términos del realismo. Es decir ya no es el paisaje  lo que me interesa, sino la sensación que éste me produce, ya no es la descripción de la figura, sino el rescate de una presencia. Aquí el uso del color toma su momento principal y comienza  a ser  quizás el elemento más expresivo de mi propuesta.
La abstracción es, a mi parecer, una realidad paralela, tan exacta  y organizada como es el mundo físico que no nos rodea,  gobernando por leyes físicas
De pronto se me va haciendo claro que mis imágenes no son otras cosas que mi vida cotidiana, que todo este mundo pictórico es como una “biografía del alma” y un constante registro  de mis sensaciones.

Mi estupenda y aleccionadora visita terminó con un casual encuentro con la amiga querida que me había invitado. Estaba  con su familia cuyo núcleo y felicidad es una pequeña nena llamada Sol y que – aun siendo una pequeña que no llega a los dos años, señalaba con sus deditos los cuadros que iba viendo. La sensibilidad y pureza de los niños los hace siempre más cercanos a la belleza, a la más pura.
Cuando puedan, una visita al MAC de Barranco. Valdrá la pena.

sábado, 8 de octubre de 2016

"El daguerrotipo de Dios" de Iván Loyola (Comentario)


He leído con mucho agrado el nuevo libro de cuentos de Iván Loyola, El daguerrotipo de Dios. Editorial Cuadernos del Sur. 2016.
Al terminar la lectura – como suele suceder - volví a repasar el índice  y le di una mirada rápida a los cuentos con el afán  de seleccionar los que más me habían gustado, algo así como una clasificación básicamente emocional. En cierto modo, la más sincera: el simple lector, capturado por una historia sin mayor apoyo  que la contundencia del cuento.
Debo reconocer que, en este caso, se me complicó la categorización porque cada uno de los ocho cuentos que componen el libro tenía sus propios méritos y, a su modo, cada cual me capturó en su espacio ficcional y me dejó cavilando en ello por un largo rato.
Entonces - aun cuando se dice  que un libro de cuentos es como una jornada de box en donde basta con que un par de peleas sea buena para señalar que ha sido buena toda la  jornada – debo afirmar que en el reciente libro de cuentos de Iván Loyola todas las historias tienen lo suyo.
Ahora bien, supongo que cuando se sometan  los cuentos a la mesa de cirugía hermenéutica de los exégetas, tal vez le encuentren las costuras y los altibajos a alguno de ellos. Sin embargo, en mi modesta opinión, reitero que la primera impresión es importante.

De otro lado, vale la pena incluir en esta nota la revaloración que viene recuperando el cuento. En un espacio literario en donde la novela se ha ganado el puesto de literatura mayor, la escritura de cuentos se había casi resignado a su papel de actor de reparto. Sin embargo, ya desde hace un buen tiempo, me encuentro con muy buenos libros de cuentos y muchos lectores interesados en ellos.
Básicamente, un cuento tiene como rasgos – aparte de relativa extensión –  el trabajo minucioso dentro de una estructura más cerrada, en  donde, por lo general, se  desarrolla una sola historia. En un cuento hay un conflicto, y todos los elementos planteados en él, deberían llevar la historia  a un clímax.  En cambio, como bien es conocido, en la novela  puede haber varios momentos de intensidad, conflictos secundarios; asimismo, la oportunidad para la digresión y hasta mayor libertad  para la expansión verbal. En el cuento, la precisión y brevedad son indispensables.
Una novela se puede leer por partes. Un cuento se deberá leer de un tirón; de lo contrario, es posible que se pierda su intensidad.  En fin, parafraseando al gran Julio Cortázar y su afición por el boxeo, en una novela se puede ganar por puntos; en un cuento, se gana por nocaut.

Los cuentos de este libro transcurren en diversos escenarios, varios de ellos en ambientes peruanos. Las historias van desde una misión secreta que  transcurre en una atmósfera que malicia un misterioso desenlace; continúa con el reencuentro de un hombre con su pasado, luego resulta  que ese reencuentro no solo se refiere al regreso físico, sino a algo mucho más profundo y simbólico; también hay un rescate que se complica; en otro relato se cuenta una extraña fascinación por una mujer de formas extravagantes que marca la vida del personaje. En fin, está igualmente, la historia de un naufragio cuya explicación descubre un drama personal;  otro cuento  que trata sobre la fascinación por conseguir una imagen de Dios.
En todos ellos, debo destacar la impecable prosa del autor. Su habilidad  para la organización de sus relatos y el mérito – en este caso – de haberle brindado a todos los cuentos una misma tonalidad y (como dice en la contratapa) un eje contundente: el juego del poder en sus distintas versiones.

Tengo entendido que el libro presente libro tendrá su presentación el día veintiséis de este mes . Éxitos. Por lo demás, recomiendo su lectura.

domingo, 2 de octubre de 2016

Sobre lecturas de compromiso, buenos libros, escritores regionales y amor parternal




El joven que me había interceptado en el corredor de la Academia no tenía más de dieciocho años. Un poco más alto que yo,  enfundado en una casaca negra con capucha, cargaba una mochila bastante llena, tenía unos audífonos azules que había retirado de sus oídos cuando se acercó  a mí.
Era mi alumno, tenía clases conmigo las dos primeras horas de los lunes. No lo recordaba bien porque él solía mantener un comportamiento discreto: de perfil bajo, como me diría después. Ahora bien, lo más significativo – eso lo comprendería poco después – era lo que tenía en las manos y que sujetaba solemnemente: un libro de pasta azul, de mediano grosor.
El estudiante me pidió unos momentos y yo me dispuse a escucharlo allí, en el mismo corredor, en tanto los demás traseúntes  iban y venían aprovechando el cambio de hora.

Aquí debo hacer una digresión. Me he visto en el compromiso de recibir un libro o un manuscrito en muchas ocasiones. Por lo general, cuando algunos de mis alumnos o  recientes conocidos llegan a enterarse de mi interés por la literatura - y de que por allí circulan algunas publicaciones mías - suelen pedirme que lea alguno de  sus trabajos para que luego les dé una opinión. 
La mayoría de las veces he aceptado el compromiso con la advertencia de que los leería  en el momento en el que tuviera espacio, sin presiones, y de que les daría  una opinión honesta aun cuando no fuera positiva. En muy poco casos he evitado el compromiso de leerlos, ya sea porque me daba mala espina la persona que me lo pedía o – lo reconozco – porque estaba de malas y con pocas ganas de ser amable y de meterme en más tareas de las que ya me abrumaban. Debo agregar que el compromiso de leerlos implica invertir un tiempo, que no siempre se tiene,  y un esfuerzo, que no siempre entusiasma.
Ahora bien,  uno acepta ese encargo  porque también hay un acto de reciprocidad en ello. En el transcurso de la vida a cada quien nos ha tocado pedirle a alguien, con más autoridad –  y cuya opinión nos fuera importante -.  que lea nuestros escritos. Por supuesto, siempre estaba la posibilidad de que esa persona  no quisiera recibirlo, Y si acaso lo aceptaba, también nos tocaba vivir los siguientes  días chapaleando en la  incertidumbre hasta que nos llegara  el veredicto. En el mundo de de la literatura, como seguramente en otros campos del arte, siempre hay un pez más grande. 
En fin,ya sea por una o por otra razón, la mayoría de las veces  he aceptado el encargo y - debo reconocerlo -,  por lo general ha sido una grata experiencia.

Volviendo al jovencito que me pidió un momento, esperé a que me dijera algunas palabras a modo de introducción para luego, seguramente,  hablarme del tema. Sin embargo, y aquí viene el giro inesperado en una historia, ese detalle que inusitado.  Mi alumno le agregó un componente repentino a su pedido. «Este libro es un poemario escrito por mi padre», me dijo después de haberme obsequiado el libro y pedirme  que lo leyera. «Él es un gran poeta, sabe, vive en Huánuco, y allá es muy respetado». Yo debo haber sido muy expresivo en mis facciones para que mi estudiante agregara inmediatamente: «A mí me interesaría que lo leyera porque creo que vale la pena y quería compartirlo con usted». Observé la carátula de libro: había varias imágenes superpuestas – a modo de collage – con muchos colores alegres sobre los  habían dibujado juguetes como canicas, trompos y demás objetos de una época en la que esos juguetes tuvieron su apogeo. Cuando me fijé otra vez en el título comprendí el concepto de la carátula: Juguetes perdidos.
Por supuesto que acepté el libro con el mayor gusto y sorpresa. Le agradecí la consideración y me comprometí a leerlo lo más  pronto. Él joven sonrió con satisfacción y luego dijo: «En Lima, ni se enteran de los grandes artistas que hay las regiones». Asentí con un leve movimiento de cabeza. «Mi padre, por ejemplo».

Como se infiere - eso espero -  esta historia tenía varias aristas que quería compartir antes de dejarles unos de los poemas de dicho libro: que ser profesor y escritor – aunque sea duro y agotador – me ha dado, y aún me sigue dando,gratas experiencias; así también,  que siempre que se pueda trataré de leer los libros que lleguen a mis manos;  asimismo,  que hay que ampliar el horizonte de nuestro quehacer literario para contemplar la gran obra artística que se está gestando en todo el país, pero que, lamentablemnte, está pasando desapercibida ya sea por descuido o por  falta de una visión más objetiva y rigurosa. Jacobo Ramírez Mays, el autor de este poemario, es uno de ellos, por ejemplo.
Sin embargo, lo más importante de esta nota –  al menos para mí – es el amor y respeto que puede generar un padre en un hijo. Muy por encima de la calidad literaria de Jacobo Rampirez, creo que la mejor obra de este poeta ha sido generar ese temperamento en un hijo. De esa obra,en especial,  debe sentirse muy orgulloso el poeta.

Sobre el poemario transcribo unas líneas del prólogo escrito por Juan Giles y les dejo al menos uno de ellos, ya usted me dirá lo que opina:
Juguetes perdidos es un conjunto de veintiocho poemas que desbordan sencillez en todos y en cada uno de sus versos (es innegable que una de las cuestiones  más complicadas y uno de los mayores retos  para un poeta es lograr la sencillez temática  y técnica en sus versos). Aparentemente el tema central del poemario es simple, declarativo que evoca los distintos juguetes que alegraron la infancia. Sin embargo, bajo la pluma de Jacobo Ramírez este tópico adquiere grandeza.

POEMA V

Después de la labor,
con el sudor de mis sufrimientos
llegaste a mis manos, pequeño soldado de plomo.
Eras duro y fuerte, como mis sueños.
Te parabas en el campo de la felicidad
y derrotabas a los intrusos.
Pero, en un crepúsculo, desapareciste.
Lloré tu pérdida,
y nunca más supe de ti,
n i de mis fantasías,
ni de mis ideales.

sábado, 24 de septiembre de 2016

CONSEJOS PARA ESCRIBIR DE ERNEST HEMINGWAY



Mucho se ha hablado sobre Ernest Miller Hemingway. Escritor y periodista estadounidense. Uno de los principales novelistas y cuentistas del siglo XX.  Narrador que mantuvo, y sigue manteniendo,  una gran influencia sobre varias generaciones de escritores posteriores.  No solo por  la larga y contundente lista  novelas que ya son parte de la literatura universal, sino porque – para mí, más importante aún - marcó un estilo de narrar sobrio y minimalista.
Obviamente, a todo lo dicho  hay que agregar  la fascinación que siempre suscitó la leyenda de una vida de aventuras, además de un carácter indomable. Por allí leí que era capaz de amedrentar a  puñetazos a quien osara interrumpirlo cuando estaba sumido en sus cavilaciones.
En fin, que era extravagante, que escribía de pie porque,  para él, la literatura era un trabajo semejante a la tarea de  cualquier obrero, al  punto que tenía un mínimo de quinientas palabras que debía escribir por día y, si acaso, quería hacer otra actividad  - por ejemplo pescar -, entonces un día antes debía llegar a las mil palabras.
Pues Ernest Hemingway también tuvo a bien dejar unas recomendaciones para escritores. De la misma manera que su escritura y su vida, sus consejos se muestran duros y directos.
Aquí se los dejo:

1.      Nadie trabaja todos los días durante los meses de calor sin ponerse rancio: hay que tomarse el tiempo de asearse y vivir un poco, no ser un zombi de lápiz y papel (o no quemarse las retinas frente a la computadora), el mundo más allá del escritorio tiene posibilidades que solo puedes explotar si sales y vives un rato.
2.      No crees personajes, crea personas comunes en situaciones no tan comunes.
3.      Los personajes deben ser tan reales que den la sensación de que lo que se narra pasó realmente. Deberán estar proyectados desde el corazón, desde la cabeza, desde el conocimiento, desde la experiencia acumulada del propio escritor.
4.      No se deben recargar los escritos de palabras resonantes, ni crear personajes tan increíbles que ni al autor convenzan.
5.      Nunca sé lo que va a suceder en una novela, a medida que avanza pasa lo que tiene que pasar.
6.      Todas las historias que continúan lo suficiente terminan en la muerte: ésta es pues una premisa ineludible tanto para el lector, como para el escritor, no se puede narrar la historia de la vida sin la antagónica muerte acercándose más y más conforme se alarga el propio relato.
7.      El escritor no puede vivir de espaldas a la realidad social de su época.
8.      Releer lo escrito una y otra vez, cientos de veces, y mejorarlo. Hemingway dejaba sus libros terminados dos o tres meses para retomarlos luego y corregirlos con cabeza fría, libre de influencias, y con nuevas ideas.
9.      El autor debe alejarse de las preocupaciones cotidianas para escribir. Su mesa de trabajo es un lugar tan lejano en la memoria y la imaginación, que sólo el autor —y quienes lean su obra— alcanzarán a vislumbrarlo.
10.  La vida del escritor es solitaria, no esperes rodearte de multitudes que alaben tu trabajo. Nada te asegura el éxito instantáneo. Las grandes obras universales se descubrieron muchos años después de la muerte de sus autores.
11.  Transformar la soledad en algo positivo te ayudará a enfocarte en lo que quieres plantear y a dónde quieres llegar.
12.  No te rindas. No te conformes.
13.  Comer bien para que el hambre no te interrumpa el trabajo.
14.  No escribas por dinero.
15.  Estudia a fondo el diccionario.
16.  Evita el uso de adjetivos, especialmente los extravagantes como “espléndido, grande, magnífico, suntuoso”.
17.  Un escritor, si sirve para algo, no describe. Inventa o construye a partir del conocimiento personal o impersonal.

18.  Escribe frases breves. Comienza siempre con una oración corta. Utiliza un lenguaje vigoroso. Sé positivo, no negativo.

Historia de la la letra "jota"




La siguiente nota le pertenece a la activa página Castellano.org. Creo que es bueno compartirla. En dicho artículo no solo se da cuenta de esta letra, sino que, además, se aclara la historia de una frase muy común en la conversación coloquial de mi país: no sabía ni jota. Por lo que deduzco, la frase de marras es de uso generalizado en el habla castellana en general. 
Pues, por lo visto, como no conocía esa información,  queda en evidencia (queda a pelo) que yo de esta letra no sabía ni jota.

LA JOTA

La letra jota no existía en el alfabeto romano, en el que se confundía con la "i"; y ambas están emparentadas en tal medida que la letra jota se pronuncia como "i" en el alemán moderno y en otras lenguas. La jota fue introducida en la imprenta por tipógrafos holandeses y llegó al español de la mano de uno de ellos, Pedro Ramus, razón por la cual hasta algunas décadas atrás, muchos la llamaban "jota de Holanda".
Sin embargo, los holandeses no inventaron la jota; la tomaron de la iota griega, que provenía, a su vez, de los alfabetos hebreo y caldeo, en los cuales era la letra más pequeña, de donde surgió la expresión "no sabe ni jota", que equivale a "no sabe nada, ni la letra más pequeña". 

ACOTACIÓN:

Para no quedarme en corto con la nota, agrego lo que de la "j" dice el Panhsipánico (2005):


Undécima letra del abecedario español y décima del orden latino internacional. Su nombre es femenino: la jota (pl. jotas). Representa el sonido consonántico velar fricativo sordo /j/. Esta pronunciación es la normal en los dialectos del centro, este y norte de España y en varias regiones de Hispanoamérica. Pero en los dialectos meridionales de la España peninsular, en Canarias y en amplias zonas de Hispanoamérica, existe una tendencia generalizada a la aspiración de este sonido: [muhér, hamón, tehádo] por mujer, jamón, tejado. El sonido /j/ lo representa también la letra g ante e, “I”.  En algunos nombres propios y sus derivados,  se usa la grafía arcaica “x”.

domingo, 18 de septiembre de 2016

MI VIEJA MÁQUINA DE ESCRIBIR (REMEMBRANZA)



Finalmente logré bajarla de la parte alta del estante en donde la había tenido confinada en los últimos años. Mi vieja máquina de escribir mecánica. Estaba envuelta en una gran bolsa de plástico, aunque, previamente, había sido arropada con algunas hojas de periódico para protegerla de la humedad. Por unos momentos  me  quedé estupefacto con las fechas que vi impresas en el encabezado del periódico: ¡Cómo había transcurrido el tiempo!  
Sin embargo, allí estaba, sobre la mesa: desenvuelta y, por lo visto, bastante conservada. Mi máquina de escribir Olivetti. De cubierta celeste, con el teclado en blanco y las letras negras, con una hoja ya amarillenta en el rodillo de jebe de negro: habíamos dejado la hoja  intencionalmente puesta porque alguien nos había dicho que así se protegería mejor.   La palanca  niquelada para mover el cilindro mostraba apenas algunos piquetes anaranjados por la  humedad.  La cinta roja y negra correctamente puesta. Entonces quise volver a murmurar que el tiempo sí que había transcurrido, pero se me vino, más bien, una pregunta diferente: ¿En verdad, había transcurrido tanto tiempo? Por lo menos el que se suele medir con los almanaques que se van descolgando cada año o, más bien,  lo que había transcurrido era ese otro tiempo, el del abrumador desarrollo tecnológico que había convertido al mundo, rápidamente,  en una vertiginosa autopista en el campo de las comunicaciones.
Fue mi hija – pequeña y absorbente – la que me sacó de mis cavilaciones cuando se apareció repentinamente junto a la mesa y,   empinándose un poco,  miraba por encima del tablero. « ¿Y eso que es?», preguntó inmediatamente.
-          Es mi vieja máquina de escribir – le respondí echando un suspiro bastante afectado, como para darle un relente de nostalgia a mis palabras.
Ella levantó la mirada y giró la cabeza hacía mí para observarme. Sus pequeños ojos ni se inmutaron con mi largo suspiro. Luego regresó la vista a la máquina de escribir.
Ahora bien, aquí hay que hacer una digresión para señalar el contexto en el que ya vivíamos mi hija y yo en aquel tiempo. Como ya señalé,  la tecnología había ingresado a nuestras vidas vertiginosamente. Mi pequeña de aquellos años, ya contaba con una  computadora con la que se entendía a la perfección. La verdad es que ella se acomodaba mucho mejor  que nosotros a los constantes cambios de la tecnología.  Incluso, alguna que otra vez,  nos sacó de algún enredo con los controles remotos que se habían multiplicado por la casa. Por lo tanto, para ella,  la presencia de ese artilugio celeste sobre la mesa era totalmente extraña. « ¿Y para qué sirve?», preguntó.
-          ¿Cómo para qué? – respondí  en tono sorprendido – Pues para escribir.
Se quedó en silencio por un rato y luego:
-          ¿Y la pantalla? – preguntó
-          No tiene, pero allí está  la hoja en donde se puede ver lo que se escribe.
-          Y las letras
-          ¿No las ves? – inquirí – Son esos botones blancos, que están unidos a unas palanquitas de metal. Las tecleas y las letras se marcan en el papel.
Guardó silencio otro pequeño instante. El movimiento de sus ojos me indicaba que lo estaba pensando.
-          ¿Y para cambiar de letras?
-          No, eso no tiene. Es de un solo tipo –. Luego agregué -; pero tiene un sistema para escribir en mayúsculas.
-          ¿Y los colores?
-          Pues tiene dos – respondí - ¿Ves esa cinta roja y negra que atraviesa el papel en la parte de abajo? Allí tienes: dos colores.
-          ¿Y cómo haces para borrar y para cambiar de lugar las palabras?  - volvió a contraatacar.
Para esos momentos, no solo había disminuido mi paciencia de padre, sino que, en verdad – conociendo más o menos el razonamiento implacable de mi pequeña –  sabía que esas inocentes preguntas iban a llegar a una contundente afirmación que finalmente llegó:
-          ¿Y con eso se escribía?

Efectivamente con ese artilugio – para entonces añejo – se escribía. Eso lo sentencié solo para mí. A mi hija solo le puse una mano cariñosa sobre su cabecita: «Sí, con eso».

Había bajado la máquina del anaquel porque había pensado donársela a un alumno que – limitado económicamente aún – no tenía de otra que seguir presentando sus trabajos de esa manera. En esos tiempos, la transición a la tecnología del procesador de textos había llegado como una tromba para el mundo desarrollado, pero en países como el nuestro, el proceso no fue tan rápido, aunque finalmente también arrasó.
Por supuesto que la computadora tiene muchos otros valiosos servicios que – como ya dije – han transformado el ritmo de la civilización contemporánea. En esta nota, solo hay una remembranza a la máquina de escribir mecánica que acompañó mi vida de escritor inicial. El pequeño armatoste que en ese momento estaba sobre la mesa, tenía un significado especial para mí. Había sido mi primera compra con un dinero que había juntado con los primeros  pago que recibí como escritor de una columna para un diario. La compré en una tienda por la avenida Abancay en cruce con Emancipación. Lo mejor de lo mejor para un aspirante a escritor, pensé en aquel tiempo. Era una moderna Olivetti, de triple tabulador, teclado sensible, con un sistema que disminuía las posibilidades del odioso trabado de teclas cuando se escribía con prisa. Además era pequeña y venía en una funda con una correa que me permitiría llevarla a todas partes, con las previsiones de siempre por supuesto.
Que lejana estaba de la otra, la Underwod que tenía en casa, y seguro que aquella – entonces   enorme máquina para mí –  era una ligereza en comparación con la Remington de metal sólido que había conocido en casa de unos tíos, una gigante cuyos teclados recios, me harían recordar aquellas anécdotas de escritores que tecleaban hasta que le sangraran los dedos. Y, aun así, seguro que aquella había sido una muestra de modernidad en relación con las primeras máquinas experimentales  del siglo XIX o la de Christopher Sholes que – más o menos – se convirtió en algo útil para formalizar los textos a mano. Por lo que sé,  la máquina de escribir manual o mecánica había alcanzado un diseño más o menos estándar en los comienzos del siglo XIX. A partir de esa base,  fue perfeccionándose durante décadas y le permitió,  a cada persona, la independencia de formalizar su escritos en algo más claro y un tanto más duradero que el lapicero y el pulso firme.

Mi hija hizo unos intentos de escribir en mi Olivetti. Me enterneció ver sus pequeños dedos golpeando las teclas y hundiéndose entre los espacios libres que había entre ellas.  Se divirtió un poco, pero luego se aburrió. Eso sí, me ayudó a embalarla en una caja y dejarla lista para cuando llegara mi alumno para recibir el donativo. Por supuesto que no iba a hacer mucho aspaviento. Solo le iba a entregar la máquina y a desearle suerte con ella, y que ojalá pronto tuviera las posibilidades de conseguirse una computadora (de pantalla negra y letras ámbar en aquellos tiempos), y con su debido procesador de textos. Sin embargo, bien hubiera querido decirle que aquella máquina había significado mucho para mí. No solo por el el hecho de  haber sido mi primera compra con un  dinero ganado como redactor, sino que esa máquina había  aumentado mi entusiasmo de ser un poco más escritor. 
Pero había algo más todavía. Un hecho paradójico. Apenas unos meses después de haberla comprado, alguien me ilustró sobre las ventajas del procesador de textos para un escritor que gustaba teclear más que escribir a mano.  Lo confieso: quedé fascinado con lo que podía hacer con ese programa.
Poco tiempo después ya me había conseguido mi propia computadora, bastante artesanal, pero eso era lo de menos. Luego, ya metido en la autopista de la tecnología, fui acomodándome a los nuevos aparatos, a los nuevos servicios, a la funcionalidad de una laptop, a los discos duros, a las memorias portátiles, a la memoria en la nube cibernética. 
No obstante, cierro esta nota, evocando un viejo cuento de Manuel Beingolea, un escritor de comienzos del siglo anterior. Un cuento en donde el personaje evocaba una vida a la que había renunciado a cambio del progreso, pero que - aún muchos años después - seguía recordando con nostalgia.
En mi caso, aunque me siento muy cómodo con esta laptop en la que estoy escribiendo esta nota, a veces, también recuerdo con ternura  a mi pequeña máquina de escribir, con triple tabulador. Probablemente, recuerdo con  más intensidad aquella época heroica en donde - por lo menos para mí -  parecía que todo estaba comenzando.


martes, 2 de agosto de 2016

"La pasajera del viento" de Alonso Cueto (Comentario)


Con La viajera del viento,  Editorial Planeta (2016), el escritor Alonso Cueto ha anunciado que cierra su ciclo de novelas  sobre la violencia interna que sufrió el Perú entre los años ochenta y noventa. Quienes hayan leído tanto La hora azul como La pasajera encontrarán que esta novela, La viajera del viento, no solo cierra la trilogía sobre la violencia con una historia que se complementa apropiadamente con las anteriores, sino que también  plantea un  tema  impostergable sobre esa difícil etapa que nos tocó vivir y cuyos efectos aún nos siguen lastimando. El espinoso y difícil paso llamado redención.
Esta propuesta se infiere de la  lectura de la novela, pero también aparece con todas sus letras en la contratapa, en las últimas líneas.  
Ciertamente, no basta con señalar a los responsables que llevaron a los peruanos a esa etapa de violencia y salvajismo extremos, tampoco es suficiente con explicar  las circunstancias que ocasionaron esa explosión social. Los coletazos de ese  estremecedor conflicto aún siguen alcanzándonos. Parte de la trama de esta trilogía narrativa es señalarnos que, entre nosotros,  hay muchos conciudadanos que todavía  sufren los efectos de toda esa tragedia.  Es  pues imprescindible  dar un paso – complicado eso sí - , pero  definitivo hacia la reconciliación que debería ir de la mano de un proceso, aún más complicado,  llamado redención. Por supuesto que este es un asunto que no  le compete directamente a un novelista cuya base de trabajo es la ficcionalidad, sin embargo, se aprecia mucho que haya escritores como Alonso Cueto – y muchos más indudablemente – que asuman este reto de plantear, a través de la literatura, aquellos pasos que se deben dar necesariamente para restañar las heridas que aún no han cicatrizado.

En la trama de La viajera del viento, hay un personaje llamado  Ángel que  vive de mala gana. Trabaja como vendedor en una tienda de Surquillo, que prefiere la soledad a pesar de tener un hermano que lo aprecia mucho. Se entretiene participando en peleas algo clandestinas en donde a veces pierde y en otras ocasiones gana. Aunque todo parece indicar que es más bien un acto de expiación  por algún pecado  que lo agobia silenciosamente.  Un buen  día,  entra  a la tienda una mujer a la que había matado unos años antes, cuando era un soldado destacado en la zona de conflicto contra los subversivos.  Lo que le sorprende no es tanto verla viva sino que ella no lo reconozca. A partir de ese encuentro se desata toda la historia y se desembalsan todos los sentimientos  y remordimientos contenidos.
Reconozco que, en un principio, creí encontrarle a la novela cierto parecido con el libro anterior, La pasajera. Sin embargo, conforme la historia fue avanzando, comprendí que en esta última novela de cierre, efectivamente, ya no solo se planteaba el difícil encuentro con el pasado, sino el simbólico acto de reconciliación con la vida. Hay una nueva muerte de por medio, una reclusión en la cárcel,  y un acto, si se quiere, de redención en la vida de Ángel y de Eliana. Aunque en el caso de ella, todo se infiere al final de la novela en estupendo capitulo cargado de simbolismos que cierra con eficiencia la trama.
Como la novela es reciente, no me atrevo a contar más de ella para que cada lector llegue  su propio descubrimiento y a la valoración de la obra.

Sin embargo, debo expresar que considero que Alonso Cueto, con esta última novela de la trilogía mencionada, ha dejado constancia de cómo la literatura contribuye en la definición de nuestra sociedad sin renunciar al hecho fundamental de una obra literaria: contar una historia que te atrapa desde el comienzo hasta el fin, y que luego te tiene por un largo rato pensando no solo en la historia sino en la vida.

miércoles, 27 de julio de 2016

"LOS GENIECILLOS DOMINICALES" DE RIBEYRO ( REEDICIÓN - BIZARRO EDITORIAL)

Editorial Bizarro

En relación con  las reediciones de libros, alguna vez leí que tan  importante  como la  publicación de novedades,  también lo era  reedición de libros cuya validez necesitaba actualizarse en el referente de los lectores. Y que esta preocupación  incluía a las editoriales, librerías y a la crítica en general.
Las reediciones – decía la nota - daban la posibilidad de redescubrir lo que el almanaque había dejado perdido en el camino de la constante actividad literaria, a pesar de la valía de la obra. Una reedición (con toda la movida literaria que implicaba) recuperaba una obra para colocarla en la mesa de novedades de manera que  las nuevas generaciones tenían la oportunidad de reencontrarse con ella.
Es en este sentido que me permito destacar la labor de Editorial Bizarro que ha tenido a bien reeditar la novela de Julio Ramón Ribeyro, Los geniecillos dominicales.  
Tengo en mis manos una pulcra edición enriquecida con un prólogo acucioso de Mario Vargas Llosa y al que se le agregan – al final de la novela -  varios comentarios valiosos de Sebastián Salazar Bondy, Maynor Freyre, José Medina, Eleodoro Vargas Vicuña, Jorge Coaguila, entre otros.

La llegada de esta reedición me motivó a releer esta contundente novela y confirmar por qué fue galardonada con el Premio Expreso-Populibros en 1965. Confieso que por lo general – seguro como muchos admiradores de Ribeyro -  enlazo lo mejor del cuento peruano con Ribeyro; sin embargo, luego de reencontrarme con la trama, los personajes y la atmósfera de esta novela no me queda más que reconvenirme por la ligereza de la memoria. Ribeyro es un referente inobjetable de un gran escritor en todos los géneros que abordó.  
La tarde en que terminé de releer Los geniecillos dominicales, mientras caminaba por la ciudad para despejarme un poco  y de paso le echaba una mirada a la gente que iba y venía por las siempre algo apagadas calles de Lima no me hubiera sorprendido encontrarme con una actualización de Ludo Totem, Pirulo, Cucho o Manolo, los personajes de la novela. Después de todo, como ya se sabe,  la historia y los personajes de una buena novela suelen inmortalizarse en el universo de la literatura. He allí la contundencia de un gran escritor.
Para quienes no hayan aún leído Los geniecillos dominicales esta es una buena oportunidad para leerla; para los que ya la han leído, les aseguro que vale la pena darse un tiempo para reencontrarse con el universo de Ribeyro.
 Mis felicitaciones a editorial Bizarro por la reedición.


NI UNA MENOS (MARCHA NACIONAL 13 DE AGOSTO)



Por supuesto que me aúno a todos los que han demostrado su indignación en torno a los vergonzosos y recientes hechos en donde la Justicia peruana ha vuelto a convertirse en cómplice del delito cuando dictaminó  la libertad de quienes – para vergüenza del país  - habían cometido la ignominia de golpear hasta la  barbarie a sus parejas.  No puede haber tecnicismo que pueda justificar estos hechos que, incluso,  habían sido grabados: las imágenes son irrefutables. Y si hubiera alguna excusa legal, un resquicio tenebroso por donde viene supurando la purulencia del legalismo, pues entonces ya es hora de eliminar esos recovecos vergonzosos. Por eso mi solidaridad con toda la campaña denominada: # Ni una menos

Transcribo una nota que encontré en el diario La República que resume lo sucedido y amplía el panorama de lo que debería abarcar esta campaña, Aunque ya hay muchos artículos y documentos  que vienen consolidando este movimiento, aporto transcribiendo esta nota:

Si Lisbeth Salander (la protagonista de la saga Millenium) hubiera  conocido a los miembros del tribunal penal colegiado de Ayacucho que pusieron en  libertad  al sujeto que, desnudo como sus intenciones, arrastró de los cabellos a Cindy Arlette Contreras en un hotel de Huamanga, probablemente los hubiera puesto primeritos en su lista de venganzas personales.Pero no, Los hombres que no amaban a las mujeres, la célebre novela de Steig Larson, no tiene un vergonzoso  capítulo en el que unos jueces niegan con descaro una agresión que todo el mundo vio claramente  en un video que ellos, sospechosamente, no han querido admitir como prueba.Ha sido justamente la decisión de estos jueces (María Pacheco Neyra, Nazario Turpo Coapaza y Edgar Sauñe de la Cruz) lo que ha desencadenado una reacción  masiva de indignación y, de inmediato, la convocatoria de una marcha contra la violencia  contra la mujer para el próximo trece de agosto.Pero la violencia contra la mujer reviste muchas formas, dese ese piropo callejero que nade ha pedido y que viola  el derecho a la tranquilidad y el libre tránsito, hasta el feminicidio, pasando por el acoso sexual en el trabajo y las agresiones verbales dentro de las parejas.Sin embargo, la forma de violencia más vergonzosa está en nuestras propias cabezas, cuando, ante cualquier agresión a una mujer, preguntamos qué ropa usaba, si provocó o no al  agresor o si se expuso.
Es hora ya de que dejemos de culpar a la víctima. Si tanto nos llenamos la boca con el anhelo de consolidarnos como un país civilizado pues empecemos de una vez  erradicando – entre otros lastres – ideas  absurdas como esta.
Seguro que va a ser difícil asumir  que el camino a la libertad plena implica también la obligación de superar nuestras torpezas.
          Lo subrayado es personal 



Más allá de lo que se pueda argumentar con el fin de moderar los ánimos que se han encendido en torno a la violencia contra la mujer, estas son las cifras contundentes que nos indican la gravedad del tema:
- Cada mes de 2016, más de 4 mil niñas y adultas fueron violentadas con golpes, acoso, abuso  o daños psicológicos. 
- Entre enero y julio de este año  se han registrado 32, 588 casos a nivel nacional.
- Se calcula que un 15% de las víctimas no quiso interponer  la denuncia por consideraron que el daño era leve o porque, lamentablemente, daban por hecho que de nada les iba a servir. 

domingo, 27 de marzo de 2016

Homenaje a Leoncio Bueno - Casa de la Literatura


En reconocimiento a su trayectoria y a la calidad de su obra literaria, el poeta Leoncio Bueno será galardonado con el Premio Casa de la Literatura Peruana 2016 este 22 de abril.
A sus 93 años, el poeta, obrero,  autodidacto, sindicalista y promotor infatigable de la cultura sigue escribiendo.  Su poesía aún mantiene el hálito combativo que delineó el rumbo de su vida. Y a pesar de que no rechaza la tecnología, sigue escribiendo en cuadernos cuadriculados. 
Sin embargo  tiene una  cuenta en "facebook" y declara que  que para un militante acostumbrado al fervor del debate, las redes sociales son un grito de libertad. Ojalá así lo entendieran quienes vienen convirtiendo las discusiones en la red en un depósito mal oliente en donde suelen descargar sus divagaciones más insensatas. 
La vida de este poeta ha estado signada por la sencillez: "No soy amigo de los de la sociedad del espectáculo, no jodo a nadie. Nunca postulé a un concurso, Siempre quise huir del poder y la fama..."
Ahora, con la sabiduría que dan los años vividos dice - con respecto a la validez de su obra - que  si después de diez año aún te recuerdan, te lloran y te recitan, entonces eres poeta, antes no. Tal vez no todos estén de acuerdo, pero aceptemos que su afirmaciones son totalmente coherentes con el rumbo que le ha dado a su vida y a su obra.
En unas declaraciones que le hace a un diario, cierra la entrevista parafraseando a otro artista (Yevgeni Yevtusenko): 
"Solo soy un viejo feliz...y enamorado".

Les dejo un poema suyo. Siempre es la mejor manera de querer a un poeta: leerlo.

TECHO PROPIO

Techo propio
Mi techo es pequeño
rico de polvo y paja
construido de esteras y otros
deshechos inflamables.

Deja pasar los bichos y la lluvia,
deja que se cuele la luz,
el aire, las chirimachas
y los orines de los gatos.

Soy el dueño de un techo excitante:
puede caerme encima
sin hacerme daño