Tuve el agrado de conocer a Alejandro Neyra gracias a la mediación de un amigo mutuo, Jorge Eduardo Benavides. Al día siguiente, después de haber leído algunos cuentos de Alejandro, entendí que estaba ante un importante escritor peruano de estos tiempos y que era imprescindible incluir uno de sus cuentos en esta antología que se va armando de a poquitos.
CENICIENTA
Recoge sobre todo plásticos, papeles, pedazos y piezas de lo que sea. Y Hyde Park es un parque inmenso. A veces incluso come algunas sobras que encuentra entre el pasto y los arbustos y lo que alguna gente le deja al pasar, pensando que es una indigente. Caza a veces las pequeñas ardillas que se alejan de alguno de los cuatro mil árboles del parque. No las come. Solo las atrapa y juega con ellas, las alimenta, las abraza y las devuelve a sus ramas favoritas. Y bueno, no siempre está en Hyde Park. Hay tantos parques y la ciudad es tan grande.
Síganla por Londres y se darán cuenta de que está sola. No es como aquellos vagabundos que se reconocen y duermen juntos, se abrazan y se refocilan en los lugares más inmundos. Por el contrario, todo en ella es prístino.
Regresa muy tarde a una casa en Chelsea. Sube las escaleras. Y apenas abre la puerta, sea la hora que sea, se verá que del interior brota una luz tenue pero límpida. Un halo de pulcritud y un olor a limpieza, que hace pensar en una casa llena de muebles relucientes y suelos pulidos. Y es cierto. Puede que en este momento no haya casa más limpia en Londres. Puede que no la haya en todo el mundo.
El recorrido de la distancia que separa la casa en la que se encuentra Gumersinda y Amantaní, su isla, es de exactamente treinta y nueve horas. Veinte minutos a pie desde la casa hasta la estación de Paddington, y luego quince desde allí al aeropuerto de Heathrow. Dos horas de espera debido a las nuevas restricciones y controles de seguridad aérea antes de partir. Vuelo directo a Madrid –pues será siempre mejor viajar en una línea aérea en la que hablen español– que dura una hora y veinte minutos. Allí, espera tres horas antes de volar para Lima por once horas y cuarenta minutos (con las escalas y esperas es lo mismo que viajar por Ámsterdam o Nueva York, sus otras alternativas). Cuando sale del aeropuerto Jorge Chávez no puede partir sino en el primer vuelo del día siguiente, así que pernocta en Lima –más precisamente en Cieneguilla, en casa de su hermano, quien llegó a Lima mucho después que ella–. Tres horas de ida y tres de vuelta hasta Cieneguilla le permitirían descansar únicamente cuatro horas, pero en ese tiempo no podrá dormir pues su hermano le invitará una cerveza, choclo con queso, lawita de chuño, habas, chicharrón de cuy al estilo amantaní, y la ametralla con preguntas sobre Inglaterra. En realidad son medias preguntas que obtienen medias respuestas, pues Gumersinda sabe poco de Nolberto Solano, y sí, vive en Chelsea, pero no sabe nada de un equipo de fútbol con ese nombre ni conoce a ningún Pizarro. Gumersinda toma el vuelo de las seis de la mañana y pone sus pies en Juliaca alrededor de las ocho. Espera unos minutos en los que pelea para conseguir un buen espacio en el taxi que por diez soles la llevará a Capachica (San Salvador de). Allí encontrará la lancha para la isla, a la cual llegará alrededor de las once de la mañana. Pero sus familiares (especialmente sus hermanas) no la dejarán descansar por un buen rato. Luego de casi dos días y veinte horas de vuelo con diversas interrupciones, Gumersinda dormirá, esta vez no en una hermosa cama estilo victoriano sino en un colchón relleno de paja.
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