por Daniel Alarcón
Cuando salí del conservatorio, trabajé durante dos meses con un grupo de teatro llamado Diciembre. Se trataba de una compañía bien establecida que se había fundado en los agitados años de la guerra, durante los cuales se hicieron célebres tanto por sus descaradas incursiones en la zona de conflicto para llevar el teatro al pueblo como por los maratonianos espectáculos diarios que representaban en la ciudad: revisiones pop de García Lorca o lecturas estentóreas de culebrones brasileños, siempre con una sesgo político, a veces sutil, a menudo obvio. Cualquier cosa para mantener a la gente despierta y risueña durante lo que de otra manera serían las oscuras y solitarias horas del toque de queda. Esos espectáculos fueron una leyenda entre los estudiantes de teatro de mi generación y muchos de mis compañeros de clase afirmaban haber acudido a alguna de las representaciones siendo niños. Contaban que sus padres los habían llevado, que habían sido testigos de inefables actos de depravación, una impía amalgama de recital e insurrección, sexo y barbarie; que, aún años después, ese recuerdo les perturbaba, les hería o incluso les inspiraba. Todos mentían. De hecho, estudiábamos para mentir. Han pasado nueve años desde que me gradué y supongo que hoy los estudiantes del conservatorio hablan de otras cosas. Son además demasiado jóvenes para recordar lo rutinario que era el miedo durante la guerra. Quizá les cueste imaginar un tiempo en que el teatro se improvisaba en respuesta a titulares pavorosos, un tiempo en que apenas hacía falta interpretar para declamar un renglón de diálogo con terror escalofriante. Pero entonces llegaron los narcóticos efectos de la paz y ciertamente nadie deseaba volver atrás.
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por Alberto Fuguet
Creo que no cumpliré mi rito.
Creo que ya no lo cumplí.
Definitivamente.
Perdoname Señor pues he pecado. O, al menos, no hice lo que pensé hacer: ordenar mi biblioteca. Que es como ordenar mi departamento, porque mi biblioteca no es inmensa pero sí traspasa habitaciones. La parte principal está en el living y el living está fusionado con la cocina. Es lo mismo, una sola cosa. Libros y ollas, y sales y aceites, más libros y sofás.
Este es mi rito: el rito que no he cumplido. Está asociado con editar (sacar/terminar) un libro nuevo. ¿Editar? ¿Esa es la palabra? No, terminar. Finalizar. Acabar. ¿Tener? Tener, sí. Tener libro nuevo. Eso.
El rito es este: cada vez que tengo un libro nuevo (es decir, cada vez que me llega un libro mío, a mi casa, desde la editorial) ordeno mi biblioteca (es decir, mi casa) para que vuelva a ese cierto equilibro decencia que tuvo antes que me enfrentara a escribir "el libro nuevo".
Escribir es una tarea titánica, una fusión de ansiedad y disciplina, y mientras estoy "perdido" en el nuevo libro (o, desde un tiempo a esta parte, en una nueva película), dejo todo estar.
No ordeno.
Siento que necesito dejar lo externo de lado.
Parece pose pero juro que no lo es.
Acumulo y acumulo libros que me llegan o me envían, robos de la editorial, y libros que compro, sobre todo en viajes (me da pudor ir a las librerías locales por miedo a creer que un librero crea que ingreso a ellas a ver como están los míos). A veces, cuando me dan ataques consumistas, encargo libros vía Amazon. Entonces aparecen en mi casilla unas cajas preciosas con más libros de los que puedo leer. ¿Por qué no encargo uno o dos en vez de ocho o diez? Quizás porque me autoengaño y decido que es mejor encargar de tan lejos varios, para así ahorrar en el correo-transporte-aduana. No tengo claro por qué hago esto. Amazon me gusta mucho. Es un vicio. En todo caso, quizás me atrae la idea de que los libros se transformen en algo así como cadáveres después de una batalla. Que los libros nuevos que he ido adquiriendo durante este proceso de escritura o filmación se acumulen de manera arbitraria y terminen como los restos que quedan después de que pase, por ejemplo, un huracán.
Mi departamento tiene algo post Katrina.
Me siento en Nueva Orleans.
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