Me encuentro con un artículo de Manuel Lucena Giraldo, escrito para la
revista Abc, en donde da cuenta de un hecho, cuando menos, curioso: los libros y archivos de Hemingway comparten espacio con los archivos de John F Kennedy en un edificio al sur de Boston.
Ahora bien, no obstante lo interesante de la nota sobre el paralelo entre estos dos personajes aparentemente tan disímiles, me llamó más la atención la información del autor sobre la intensa pasión que sentía Hemingway por los libros. Por supuesto que no se espera menos de los escritores, pero siempre es interesante corroborar tal suposición con datos más concretos.
Hemingway y su hermana se llevaban hasta cuatro libros de la biblioteca pública para tener entretenimiento nocturno. Quizás entonces se originó su hábito de leer muchos libros al mismo tiempo (y de tener insomnio). Los amigos de juventud señalaron que estaba siempre leyendo «cuando no estaba trabajando»: ocho o diez libros cada vez, uno y medio al día, además de revistas y periódicos, a los que estaba suscrito en gran número. Las teorías literarias que concibió Hemingway como consecuencia de esta voraz bibliofilia fueron bizarras... Los libros que a falta de otros nuevos debía releer y le aburrían constituían una categoría execrable: en ella incluyó nada menos que Santuario, de Faulkner, porque no había conseguido releerlo en un barco.
...El pánico a quedarse sin qué leer obligó a Hemingway a viajar con una verdadera biblioteca ambulante. Su chófer, Toby Bruce, indicó: «Llevamos libros donde quiera que vayamos. Si nos dirigimos al campo llevamos una maleta de buen tamaño llena solo de libros». Por el camino adquiría más volúmenes, hasta que el coche se llenaba por completo. Daba igual que se tratara de viajes de miles de kilómetros o de idas al aeropuerto: siempre adquiría libros, revistas, periódicos. De regreso a casa, Hemingway escribía por la mañana y leía por la tarde y por la noche. En Finca Vigía (Cuba), donde se trasladó en 1939, después de la siesta volvía a la lectura, cada vez hasta más tarde: solo se detenía si cenaba con amigos.
En 1950 señaló a Edmund Wilson: «Scott Fitzgerald pensaba que la medianoche estaba embrujada, pero es la mejor hora del día para leer, desde que he aceptado el insomnio y ya no me preocupan mis pecados». Más allá de estos, o quizás no tanto, Hemingway dejó un reguero de libros en diferentes lugares, la genealogía intelectual de un cazador, paralela a las piezas de animales que abatía con regularidad.
Poco se sabe de los libros de su primera juventud, pero desde que llegó a París en 1919 empezó a acumularlos: «No tenía mucho dinero, así que pedía prestados libros de la biblioteca de alquiler de Sylvia Beach en la rue del Odeon, un lugar delicioso con volúmenes nuevos en la ventana y fotografías en la pared de escritores famosos, vivos y muertos». En la capital francesa también se aficionó a los libros de segunda mano. En 1928 se asentó en Key West, Florida, con su segunda esposa, Pauline. Allí llevó volúmenes traídos de Europa y adquirió otros muchos en los años siguientes, en especial en la librería de Leonte Valladares, que lo recordaba años después tal y como se había presentado a comprar la primera vez, en pantalones cortos y con una cuerda a modo de cinturón.